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John Holloway[1]
La herencia más triste que nos deja el siglo XX es la desilusión, la pérdida de esperanza.
Si revisamos los debates de hace cien años, lo que llama la atención es su optimismo. Al revisar por ejemplo el debate entre Rosa Luxemburgo y Eduard Bernstein sobre la cuestión de reforma o revolución: ambos lados asumían como obvio que era posible hacer un mundo mejor, que era posible crear una sociedad basada en la justicia. El único punto de debate era cómo hacerlo.
Y luego vino la carnicería de las dos guerras mundiales, luego vino Stalin y Auschwitz y Hiroshima, luego vino Pol Pot y después, como golpe de remate para incluso los más ciegos de los optimistas, vino el colapso de la Unión Soviética. Aquí en América Latina, la muerte del optimismo ha sido más amarga todavía. Todo el entusiasmo de las luchas revolucionarias de los años 60 y 70 ¿a dónde condujo? A la creación de un estado pobre, aislado y burocrático en el caso de Cuba, y en el resto de la América Latina a la tragedia, a la masacre de miles de militantes entusiasmados y de víctimas inocentes. Sí, es cierto que las dictaduras militares han desaparecido, pero lo que queda no es mucho mejor: la corrupción, la pobreza y la desigualdad social van aumentando todo el tiempo. Tanto entusiasmo ¿para qué? ¿Para qué sirvieron tantas luchas? ¿Para qué tantas muertas y tantos muertos? Nosotros estamos aquí, por supuesto, pero ¿qué hay de nuestros amigos? ¿qué hay de tanta gente que admirabamos? Para los europeos de mi generación, eso no es parte de nuestra experiencia personal, por suerte, pero para muchos latinoamericanos sí. Y ¿para qué?
Para muchos, la esperanza se ha evaporado de la vida, cediendo el paso a una reconciliación amarga con la realidad. No va a ser posible crear la sociedad libre y justa con que soñabamos, pero al menos podemos votar por un partido de centro izquierda. Sabemos muy bien que no va a hacer mucha diferencia, pero nos da la oportunidad de ventilar nuestra frustración.
Así, estrechamos nuestro horizonte, reducimos nuestras expectativas. La esperanza desaparece de nuestra vida, desaparece de nuestro trabajo y de nuestro modo de pensar. Pero, claro, nos estamos envejeciendo, es normal. Pero ahí no está el problema. El problema es que muchos de los jóvenes son viejos, a veces incluso más viejos que los viejos porque es el mundo el que está envejeciendo.
La amargura de la historia: con esta tenemos que vivir. Como una neblina gris, penetra todo. Como científicos sociales, o simplemente como académicos, estamos especialmente afectados. La desilusión se filtra en nuestro modo de pensar, en las categorías que usamos, en las teorías que adoptamos.
Foucault lo señala muy claramente en el primer tomo de su Historia de la Sexualidad cuando dice que el miedo al ridículo o la amargura de la historia nos impide a la mayoría de nosotros juntar revolución y felicidad, o revolución y placer. Y se burla de los que quieren hablar del sexo en términos de la represión por construir un discurso en el cual se combinan el ardor del conocimiento, la voluntad de cambiar la ley y el jardín esperado de las delicias. [2]
La amargura de la historia y el miedo al ridículo son dos lados del mismo proceso. Se reducen las expectativas. La amargura de la historia nos enseña que es ridículo ahora mantener la gran narrativa de la emancipación humana, la gran narrativa de esperanza por una sociedad basada en la dignidad humana. Lo más que podemos hacer es pensar en términos de narrativas particulares, la lucha de las identidades diferentes por mejores condiciones: la lucha de las mujeres, de los negros, de los homosexuales, de los indígenas, pero ya no la lucha de la humanidad por la humanidad. La cosmovisión fragmentada del posmodernismo es una reconciliación con la desilusión.
Está claro que el posmodernismo no es la única forma en la cual los científicos sociales se reconcilian con la amargura de la historia. Hay muchas formas de aceptar una reducción de las expectativas, una cerrazón de las categorías, una imposición de las anteojeras conceptuales. Las condiciones de la vida académica, la necesidad de terminar la tesis, de encontrar trabajo, la presión para conseguir becas: todo nos empuja a la misma dirección. Todo nos dice que hay que enfocarnos en nuestro fragmento especializado del conocimiento, que no hay que meternos con la complejidad del mundo.
La complejidad se vuelve la gran coartada, tanto científica como moralmente. El mundo es tan complejo que lo podemos conceptualizar solamente en términos de narrativas fragmentadas o, lo que sigue siendo mucho más común a pesar de la moda del posmodernismo, en términos de estudios de casos positivos y positivistas. El mundo es tan complejo que no puedo aceptar ninguna responsabilidad para su desarrollo. La moral se contrae: la moral es ser amable con la gente que me rodea, más allá de ese círculo inmediato el mundo es demasiado complejo, la relación entre las acciones y sus consecuencias demasiado complicada. Cuando me paro en un semáforo (la mayoría de los académicos en México son parte de la clase cochehabiente), doy (o no doy) un peso a la gente pidiendo limosna, pero no me pregunto acerca de una organización del mundo que crea más y más miseria y cómo esta organización se puede cambiar. Este tipo de pregunta se ha vuelto moral y científicamente ridícula. ¿Para qué plantearla si sabemos que no hay respuesta?
El problema con esta reducción de las expectativas, con este cerrazón de las categorías, con este estrechamiento del concepto del trabajo científico, no es la calidad de la investigación que resulta. La investigación puede ser muy buena, los resultados pueden incluso ser correctos en cierto sentido. Pero el problema de las ciencias sociales (o de la ciencia en general) no es ser correcto, no es la exactitud. El problema de las ciencias sociales es la complicidad. Nuestra investigación puede ser muy buena, pero si aceptamos la fragmentación que surge de la desilusión, si abandonamos en nuestro trabajo la exploración de la posibilidad de cambiar radicalmente un mundo en el cual la explotación y la miseria se vuelven cada día más intensas y en el cual la dinámica de la explotación va mucho más allá de cualquier 'identidad', ¿no nos hacemos cómplices entonces de la explotación de los humanos por los humanos, cómplices en la destrucción de la humanidad, cómplices finalmente en la muerte de nuestros muertos?
Todos somos cómplices por supuesto. Nada más por el hecho de vivir en esta sociedad, jugamos un papel activo en la destrucción de la humanidad. De lo que se trata, sin embargo, es cómo nos relacionamos con esta culpabilidad, cómo luchamos contra nuestra propia complicidad.
Fue a este mundo de desilusión que llegaron los zapatistas el primero de enero de 1994. Llegaron como gente prehistórica saliendo de sus cuevas, hablando de dignidad y humanidad. ¿Acaso no veían qué tan ridículos eran? ¿Acaso no habían aprendido de la amargura de la historia? ¿Acaso no sabían que la época de las revoluciones había terminado, que las grandes narrativas eran cosa del pasado? ¿Acaso no sabían lo que había pasado con todas las revoluciones latinoamericanas? ¿Acaso no habían oído de la caída de la Unión Soviética? ¿Acaso nunca habían oído hablar de Pol Pot?
Por supuesto que sí, sabían todo eso. Y aún así decidieron enfrentar el miedo al ridículo. Conocían la amargura de la historia, nadie mejor que ellos. Y sin embargo nos recordaron que hay diferentes formas de relacionarnos con esa amargura. Theodor Adorno, alemán, judío, comunista, regresó del exilio después de la segunda guerra diciendo que hay que preguntarse si uno puede seguir viviendo después de Auschwitz[3]. Ernst Bloch, alemán, judío, comunista, regresó del exilio después de la segunda guerra enfatizando el otro lado de la experiencia: ahora es el momento para aprender a tener esperanza[4]. Como haciendo eco a las palabras de Bloch, los zapatistas se levantaron en las circunstancias más ridículas, cuando todos los buenos revolucionarios estaban o muertos o descansando en la cama, y dijeron ahora es el momento de tener esperanza, ahora es el momento de luchar por la humanidad. La historia es amarga, pero la amargura de la historia no conduce necesariamente a la desilusión. También puede conducir a la rabia y la esperanza y a la dignidad.
Entonces ese dolor que nos unía nos hizo hablar, y reconocimos que en nuestras palabras habia verdad, supimos que no sólo pena y dolor habitaban nuestra lengua, conocimos que hay esperanza todavía en nuestros pechos. Hablamos con nosotros, miramos hacia dentro nuestro y miramos nuestra historia: vimos a nuestros más grandes padres sufrir y luchar, vimos a nuestros abuelos luchar, vimos a nuestros padres con la furia en las manos, vimos que no todo nos había sido quitado, que teníamos lo más valioso, lo que nos hacía vivir, lo que hacía que nuestro paso se levantara sobre plantas y animales, lo que hacía que la piedra estuviera bajo nuestros pies, y vimos, hermanos, que era DIGNIDAD todo lo que teníamos, y vimos que era grande la verguenza de haberla olvidado, y vimos que era buena la DIGNIDAD para que los hombres fueran otra vez hombres, y volvió la dignidad a habitar en nuestro corazón, y fuimos nuevos todavía, y los muertos, nuestros muertos, vieron que éramos nuevos todavía y nos llamaron otra vez, a la dignidad, a la lucha.[5]
La dignidad, una categoría central en el levantamiento zapatista, es el rechazo a la desilusión: el rechazo, por lo tanto, a lo que subyace el desarrollo actual de las ciencias sociales. Está claro, pues, que tomar como tema 'el zapatismo y las ciencias sociales' no implica constituir el zapatismo como objeto de las ciencias sociales, sino implica más bien entender al zapatismo como el sujeto de las ciencias sociales, el sujeto de un ataque contra la tendencia prevalente de las ciencias sociales actuales. Tratar al zapatismo como objeto de la investigación sería violentar a los zapatistas, sería negarse a escucharlos, forzarlos dentro de las categorías que ellos están desafiando, imponerles la desilusión contra la cual ellos están en revuelta.
En otras palabras, los zapatistas no son un 'ellos' sino un 'nosotros'. 'Detrás de nosotros estamos ustedes', como dijo la Mayor Ana María en su discurso de bienvenida al Encuentro Intergaláctico de 1996. O, como dijo Antonio García de León en su comentario sobre la reacción inicial al levantamiento zapatista: 'en la medida que proliferaban los comunicados rebeldes, nos fuimos percatando que la revuelta en realidad venía del fondo de nosotros mismos.'[6] Aunque el EZLN es casi totalmente indígena en su composición, siempre han insistido que su lucha no es simplemente una lucha indígena sino una lucha por la humanidad: 'Por la Humanidad y contra el Neoliberalismo', como dice el lema del Encuentro Intergaláctico. Desde el principio, y al parecer debido a la insistencia de aquellas comunidades en las cuales las tradiciones indígenas están más arraigadas, han rechazado la narrativa particular de la liberación étnica y han optado (exactamente como si nunca hubieran leído a Foucault ni a Lyotard ni a Derrida) por la gran narrativa de la emancipación humana. 'Detrás de nosotros estamos ustedes, detrás estamos los mismos hombres y mujeres simples y ordinarios que se repiten en todas las razas, se pintan de todos los colores, se hablan en todas las lenguas y se viven en todos los lugares.'[7] Cuando nos sentimos emocionados por las palabras de los comunicados zapatistas, no es un ellos que nos emociona, somos nosotros que nos emocionamos. Estar emocionado por los zapatistas es estar emocionado por nuestro propio rechazo a la desilusión.
Rechazar la desilusión no quiere decir negar la amargura de la historia, No se trata de pretender que Auschwitz nunca pasó. No es cuestión de olvidar todas la tragedias precipitadas en el nombre de la lucha por el comunismo. El zapatismo es el intento de rescatar la revolución de los escombros de la historia, pero el concepto de revolución que emerge de estos escombros sólo puede tener sentido si es un concepto nuevo. Como dice Marcos en un comentario sobre el primer año del levantamiento: "Algo se rompió en este año, no sólo la imagen falsa de la modernidad que el neoliberalismo nos vendía, no sólo la falsedad de proyectos gubernamentales, de limosnas institucionales, no sólo el injusto olvido de la Patria hacia sus habitantes originales, también el esquema rígido de una izquierda obcecada en vivir del y en el pasado. En medio de este navegar del dolor a la esperanza, la lucha política se ve a sí misma desnuda de los ropajes oxidados que le heredó el dolor, es la esperanza la que la obliga a buscar nuevas formas de lucha, es decir nuevas formas de ser políticos, de hacer política: Una nueva política, una nueva moral política, una nueva ética política es no sólo un deseo, es la única manera de avanzar, de brincar al otro lado"[8].
¿Qué es lo nuevo del zapatismo? Aquí tenemos verdaderamente que enfrentar el miedo de hacer el ridículo, ridículo no nada más por parte de los científicos sociales ortodoxos sino también por parte de los marxistas ortodoxos. El núcleo de lo nuevo del zapatismo es el proyecto de cambiar el mundo sin tomar el poder. 'No es necesario conquistar el mundo. Basta con que lo hagamos de nuevo.' ¡Qué ridículo! ¡Qué absurdo! O, más bien, qué absurdo sería si no fuera por el hecho de que el zapatismo articula algo que ha estado en el aire durante treinta años o más, es decir un rechazo a la política estadocéntrica, rechazo que ha sido característico de mucho del feminismo y de muchas exploraciones de la izquierda en todo el mundo, un rechazo a la política enfocada en el poder que ha recibido un nuevo impulso en los últimos meses con los eventos de la UNAM, de Seattle y de Quito.
De forma decisiva, los zapatistas nos llevan más allá de la ilusión estatal. Por la ilusión estatal quiero decir el paradigma que ha dominado el pensamiento de la izquierda por más de un siglo. La ilusión estatal coloca al estado en el centro del concepto de cambio radical. La ilusión estatal entiende a la revolución como la conquista del poder estatal y la transformación de la sociedad a través del estado. El debate famoso entre Rosa Luxemburgo y Eduard Bernstein hace cien años estableció claramente los términos que iban a dominar el pensamiento revolucionario por la mayor parte del siglo veinte. Por un lado la reforma, por el otro la revolución. La reforma era una transición paulatina al socialismo que se llevaría a cabo a través de ganar las elecciones e introducir cambios por la vía parlamentaria; la revolución significaba una transición mucho más rápida que se haría por medio de la conquista del poder estatal (por las armas, si era necesario) y la introducción de cambios radicales por el nuevo estado. La intensidad del desacuerdo escondía un punto básico de acuerdo: las dos corrientes enfocaban la conquista del poder estatal y veían la transición al socialismo exclusivamente en esos términos. Revolución y reforma, ambos son enfoques que están centrados en el estado. El debate marxista se quedó atrapado así en una dicotomía estrecha. Los enfoques que se encontraban fuera de esta dicotomía estaban tachados de 'anarquistas' Hasta recientemente, el debate marxista ha sido dominado por esas tres clasificaciones: revolucionario, reformista, anarquista.
La ilusión estatal dominó la experiencia revolucionaria durante gran parte del siglo XX: no solamente la experiencia de la Unión Soviética y China sino también los numerosos movimientos de liberación nacional y guerrilleros de los años 60 y 70. El enfocarse en el estado moldeó la manera de concebir la organización de la izquierda. El partido como forma de organización, sea de vanguardia o parlamentaria, presupone una orientación hacia el estado y no tiene mucho sentido sin ella. El partido es en realidad la forma de disciplinar la lucha de clases, de subordinar los millones de formas de lucha a la meta principal de ganar el control del estado. La ilusión estatal penetra la experiencia de la lucha de una manera muy profunda, privilegiando aquellas luchas que parecen contribuir a la conquista del poder estatal y asignando un papel secundario o peor a las formas de lucha que no sirven para la conquista del poder.
Si la ilusión estatal era el vehículo de la esperanza durante gran parte del siglo, se volvió cada vez más el asesino de la esperanza conforme avanzaba el siglo. El fracaso de la revolución era en realidad el fracaso histórico de cierto concepto de revolución, es decir del concepto que identificaba la revolución con el control del estado.
Al mismo tiempo que el fracaso histórico del concepto estadocéntrico de la revolución se hacía evidente, el mismo desarrollo del capitalismo estaba destruyendo la base de la ilusión estatal. La subordinación cada vez más directa del estado al capital (tan obvio en el caso de gobiernos socialdemócratas como en el caso de gobiernos abiertamente neoliberales) ha cerrado el paso al radicalismo estatal. El hecho de que se ha vuelto más y más claro que la relación entre estado y capital se puede entender sólo como una relación entre estados nacionales y capital (y por lo tanto, sociedad) global, y no como una relación entre estado nacional y capital nacional, ha hecho obvio que los estados no son los centros de poder que asumían las teorías estadocéntricas de Luxemburgo y de Bernstein.
La gran aportación de los zapatistas ha sido romper el vínculo entre revolución y control del estado. Mientras tanta gente en todo el mundo ha concluido que ya que la revolución a través del estado no es posible, la revolución no es posible (y por lo tanto nos tenemos que conformar), los zapatistas han dicho en efecto, si la revolución a través del estado no es posible, entonces tenemos que pensar en la revolución de otra manera. Tenemos que romper la identificación de la revolución con la toma del estado, pero no debemos abandonar la esperanza de la revolución, porque esta esperanza es la vida misma.
La ilusión estatal es nada más parte de una ilusión más grande, lo que se puede llamar la ilusión del poder. Esta ilusión se refiere a la idea de que para cambiar la sociedad tenemos que conquistar posiciones de poder o por lo menos tenemos que llegar a ser poderosos de alguna manera. A mí me parece que el proyecto zapatista es muy diferente. No es un proyecto de hacernos poderosos sino de disolver las relaciones de poder. Esta es la implicación de su insistencia constante en el principio de 'mandar obedeciendo' y de su énfasis en la dignidad no sólo como meta de la lucha sino como principio organizativo de la lucha.
Los zapatistas nos llevan más allá de la ilusión estatal y más allá de la ilusión del poder. ¿Pero qué quiere decir eso? ¿Qué es una revolución que no está enfocada en la toma del poder estatal ni en el hacernos poderosos? ¿No estamos cayendo en un absurdo total? ¿No nos están dirigiendo a la locura?
Aquí está claro que es un error grave hablar de los zapatistas como 'reformistas armados', como han hecho varios comentaristas. Lo que se hace claro a través del levantamiento zapatista es que, después del colapso de la Unión Soviética, después de la muerte del Che y la tragedia de las revoluciones latinoamericanas, la noción de revolución se puede mantener solamente si se suben las apuestas. Las revoluciones del siglo XX fracasaron porque apuntaban demasiado bajo, no porque apuntaban demasiado alto. El concepto de la revolución era demasiado restringido. Pensar en la revolución en términos de tomar el estado o conquistar el poder es totalmente inadecuado. Se necesita algo mucho más radical, un rechazo mucho más profundo al capitalismo. 'Caminamos', dicen, 'no corremos, porque vamos muy lejos'. Pero la vereda a donde nos invitan a caminar es muy vertiginosa. Nos invitan a acompañarlos en un camino peligroso, un camino que marea, un camino que va a quién sabe donde. Y aceptamos. Aceptamos porque no hay alternativa. No es difícil ver que la humanidad se está destruyendo. No podemos abandonar la esperanza, pero la única esperanza concebible ahora es la esperanza que va más allá de la ilusión estatal, más allá de la ilusión del poder.
Pero entonces ¿qué significa la revolución si no singifica la toma del estado ni del poder en ningún sentido? La respuesta es muy sencilla: no sabemos, tenemos que aprender. "Hacer la revolución", como dice el comandante Tacho, "es como ir a clases en una escuela que todavía no está construida"[9].
En una escuela que todavía no está construida. El aprender no puede ser cuestión de repetir las lecciones que nos enseñó el maestro. Si queremos compartir la emoción de esta escuela, estamos obligados a ser sujetos y no repetidores. Estamos obligados a construir nuestro propio camino, con la estrella utópica con única guía. En este proyecto compartimos por supuesto la experiencia de otros que han seguido la misma estrella, pero la amargura de la historia tiene como consecuencia que la estrella ya no puede ser exactamente la misma. ¿Qué significa revolución ahora? ¿Qué significa la disolución de las relaciones de poder? ¿Cómo podemos participar en la lucha para disolver las relaciones de poder, no solamente en nuestra práctica docente, no solamente en nuestra vida cotidiana, sino también en las categorías que usamos, en nuestras formas de pensar.
En la escuela inexistente del zapatismo, el pensar es emocionante pero aterrador. Ya no existen las certezas de los viejos revolucionarios. Después de Auschwitz, después de Hiroshima, ya no puede haber un concepto de la certeza histórica. Cuando los humanos poseen la capacidad de aniquilarse mañana, no puede haber la garantía de un final feliz. Como bien dijo Adorno, tenemos que rechazar la idea de una dialéctica que logra reconciliar todo al final, tenemos que pensar más bien en la dialéctica como dialéctica negativa, como un movimiento a través de la negación sin ninguna garantía, como el movimiento negativo de la posibilidad[10].
Está claro también que el concepto de la revolución ya no puede ser un concepto instrumental. Tradicionalmente la revolución se concibe como un medio para alcanzar un fin, y sabemos que en la práctica esto ha significado el uso de las personas como medios para llegar al fin. Si la dignidad se toma como principio central, la gente no se puede tratar como medio: la creación de una sociedad basada en la dignidad se puede lograr solamente a través del desarrollo de prácticas sociales basadas en el reconocimiento mutuo de esta dignidad. Caminamos no (o no solamente) para llegar a una tierra prometida, sino porque el caminar mismo es la revolución. Y si el instrumentalismo se cae como forma de pensar, se cae también el concepto lineal del tiempo que está implícito en el concepto tradicional de la revolución, con su distinción nítida entre un 'antes' y un 'después'. Aquí no puede ser cuestión de 'primero la revolución, después la dignidad: la dignidad misma es el movimiento de la revolución.
Nos encontramos pues en un mundo tambaleante donde parece que no hay nada firme para detenernos, ninguna definición clara, ninguna clasificación sólida. Caminar por este camino nos hace suspirar por tener al menos la seguridad de una cuerda floja debajo de los pies. Pero poco a poco nos damos cuenta que la firmeza que añoramos al principio es la firmeza del poder contra el cual nos rebelamos. El poder es el establecimiento de leyes, de definiciones, de clasificaciones, la simulación de la estabilidad. En uno de los comunicados zapatistas, Marcos pone palabras en la boca del Poder. El Poder les dice a los rebeldes: 'No seáis incómodos, no os neguéis a ser clasificados. Todo lo que no se puede clasificar no cuenta, no existe, no es'[11]. Defínanse: eso ha sido la tentación que el diablo les ha susurrado en el oído a los zapatistas desde el principio, la tentación que hasta ahora han logrado resistir.
Eso no quiere decir que las leyes, definiciones, clasificaciones no existen. Claro que existen, ya que el poder existe. Nuestra lucha no es una lucha indefinida sino una lucha anti-definicional, una lucha para liberar nuestro hacer y nuestro pensar de las cajas en las cuales el capital los tiene presos. Nuestra lucha, en otras palabras, es crítica, anti-fetichista.
La esperanza es insegura y por eso da miedo. La esperanza significa un presente que está abierto, lleno de la posibilidad de la dignidad pero también lleno de Auschwitz, Hiroshima y Acteal, no sólo como monstruosidades del pasado sino como presagios estridentes de un futuro posible . No sólo Bloch sino también Adorno. La desilusión, con sus categorías vestidas de anteojeras, con su fragmentación del mundo en unidades con divisiones seguras, con sus temas ordenados que se dejan encapsular en proyectos de investigación, la desilusión nos protege de esta inseguridad. La desilusión nos ampara de la amargura del pasado, nos borra las posibilidades del futuro. La desilusión nos encierra en la seguridad de un presente absoluto, en la eternidad del poder. La desilusión nos pone a marchar en la carretera segura y bien construida que apunta hacia la destrucción de la humanidad.
Cerrar los ojos a la amargura de la historia es cerrar los ojos a las posibilidad de un futuro digno. Cerrar los ojos a las posibilidades del futuro es deshonrar la memoria del pasado, olvidar las luchas de los muertos, nuestros muertos
Afortunadamente para los que vivimos en Puebla, tenemos siempre presente un estímulo visual. El Popocatépetl nos recuerda constantemente que una montaña no es una montaña, que lo invisible es una fuerza explosiva, que lo impensable se tiene que pensar, que no hay nada más inseguro que la seguridad.
Esta reflexión, como cualquier reflexión, es una pregunta. Preguntando caminamos.
[1] Conferencia en el congreso de SCOLAS (Southwest Council of Latin American Studies) en Puebla en marzo de 2000. Publicada en la revista Chiapas 10, ed. ERA-Instituto de Investigaciones Económicas, México, 2000. http://www.ezln.org/revistachiapas.
[2] Michel Foucault, La Volonté de Savoir (Paris: Gallimard,1976) p. 13.
[3] T.W. Adorno, Negative Dialectics (London: Routledge, 1973), pp. 362-363.
[4] Ernst Bloch, Das Prinzip Hoffnung (Frankfurt am Main: Suhrkamp, 1985, p.1)
[5] EZLN, La Palabra de los Armados de Verdad y Fuego, (México D.F.: Editorial Fuenteovejuna, 1994/ 1995), Tomo. 1, p. 122.
[6] Antonio García de León en EZLN, Documentos y Comunicados: 1º de enero / 8 de agosto de 1994 (México D.F.: Ediciones Era, 1994), p. 14
[7] 'Discurso inaugural de la mayor Ana María', Chiapas no. 3, p. 103.
[8] Subcomandante Marcos - citado por Rosario Ibarra, La Jornada, 2 de mayo, 1995, p. 22
[9] Yvon Le Bot, El Sueño Zapatista, México D.F., Plaza & Janés, 1997, p. 191.
[10] T.W. Adorno, Negative Dialectics, op. cit.
[11] Comunicado de mayo de 1996, La Jornada, 10 de junio de 1996.