Nota:

Esta página está en reconstrucción...

Por el momento este artículo está a la mano
(y al ratón) en una versión anterior.

Gracias.


Alejandro Toledo Ocampo

Hacia una economía política de la biodiversidad

y de los movimientos ecológicos comunitarios*

 

 

A las puertas del tercer milenio de nuestra era, la emergencia de un proyecto civilizatorio alternativo al que nos propone la civilización industrial por la vía de la globalización basada en el libre comercio, la privatización, el desarrollo sustentable y el manejo y la conservación de la biodiversidad es, sin duda, un acontecimiento de enorme importancia en la historia humana. ¿Cuáles son los rasgos que identifican esta alternativa civilizatoria? ¿Por qué aparece en el centro de los debates sobre la biodiversidad? ¿Por qué ocupa un sitio privilegiado en los movimientos sociales, especialmente los emprendidos por las comunidades indígenas en las luchas por sus autonomías y la defensa de sus territorios y medios de vida?

Se trata, en primer lugar, de una civilización diferente, incompatible con la propuesta básica de la civilización industrial: la capitalización de la naturaleza, y su manejo y control al servicio del mercado. Es una alternativa civilizatoria que se propone como objetivo fundamental la reinserción de la humanidad en la naturaleza, a partir del reconocimiento de la cultura ecológica de los pueblos como el soporte fundamental de la conservación de la biodiversidad. Se trata de la lucha por recuperar y restituir la continuidad de la coevolución de las sociedades humanas y los ecosistemas, interrumpida, destruida y fragmentada por la civilización industrial.

En segundo lugar, plantea la construcción de un nuevo paradigma capaz de incorporar en un sistema unificado de conocimientos los procesos ecológicos, económicos y culturales, como fundamentos de una racionalidad productiva alternativa. Se trata de una racionalidad liberada del juego perverso del mercado. Esto significa no solamente revalorar los procesos productivos, como algo más que procesos consumidores de energía y productores de desechos, y acotar la escala de las actividades económicas a fin de no afectar el funcionamiento de los ecosistemas, como lo proponen la economía ambiental neoclásica y la economía ecológica, sino también abordar frontalmente los problemas de la distribución de los potenciales productivos de los procesos económicos y de la biodiversidad, así como las cuestiones ligadas con las desigualdades que, a escala local, nacional e internacional, hoy se sustentan en la racionalidad del mercado. No sólo habrá que reconocer la imposibilidad de valorar ciertos aspectos de la biodiversidad a partir de los instrumentos analíticos de la economía y tratar de remediar las fallas del mercado a través de incentivos económicos. No se busca internalizar las externalidades socioambientales de la economía, ni introducir los costos ecológicos en el análisis de costos-beneficios, como lo pretende la economía ambiental neoclásica. Se trata de cambiar el uso autodestructivo que la racionalidad económica del mercado hace de la biodiversidad. Se propone cambiar su racionalidad por una civilización alternativa. Sustituir el modelo económico dominante por "un paradigma productivo que integre a la naturaleza y a la cultura como fuerzas productivas" (Leff, 1993), y que permita continuar el proceso coevolutivo entre los sociosistemas humanos y los ecosistemas naturales, interrumpido drásticamente por la civilización industrial.

La biodiversidad es, por ello, el espacio social de la disputa entre el proyecto de la civilización industrial y este proyecto alternativo. En el centro de esta batalla se encuentra la lucha de los pueblos por el mantenimiento y el disfrute de la biodiversidad de la Tierra.

La batalla en favor de esta propuesta alternativa se sustenta en dos estrategias básicas: la primera es la crítica de las propuestas de la globalización y la sustentabilidad de la civilización industrial, como una manera de aceptar el desafío teórico de hacer la crítica de la capitalización de la naturaleza y de construir una economía política de la biodiversidad.1 La segunda es la emergencia de un amplio número de movimientos sociales orientados a rediseñar los patrones de utilización de la biodiversidad y a asegurar la sustentabilidad ecológica, bajo principios democráticos y de igualdad social. En estas dos vertientes se fundamenta la construcción de esta alternativa civilizatoria.

La crítica de la capitalización de la naturaleza

En un momento crucial del debate sobre las alternativas civilizatorias de la humanidad, surge la crítica del modelo sustentado en la racionalidad del mercado, no sólo como un ejercicio académico, sino como la propuesta por parte del pensamiento económico de crear y proponer un modelo alternativo al de la civilización occidental. Éstos son algunos de sus planteamientos.

Al fin del milenio el sistema capitalista ha entrado de lleno a lo que se conoce como su fase ecológica. En ella, el sistema de mercado se ha propuesto relegitimarse, estableciendo y consolidando las nuevas condiciones de su reproducción.

Las crisis ambientales, generadas por el acelerado proceso de autodestrucción y desequilibrio de los fundamentos biofísicos de la producción, por el incremento incesante del consumo de recursos naturales no renovables y por la destrucción de las condiciones naturales de regeneración de los recursos naturales renovables, han colocado al capitalismo ante la necesidad de una reestructuración profunda de sus estrategias de acumulación y reproducción (O’Connor, 1994).

La crisis de la racionalidad de la economía, del crecimiento y del desarrollo, de las ideas y concepciones fundamentales que han dominado y modelado el pensamiento y la vida de las sociedades modernas ha terminado por debilitar la ilusión de la omnipotencia del hombre como amo y señor absoluto de la naturaleza, así como la creencia en la infalibilidad del cálculo económico en la organización de la producción y en la generación de ganancias, y la fe ciega en el absurdo de la organización racional de la sociedad bajo el control de la ciencia y la tecnología. Antes de enfrentar la catástrofe final, los dirigentes de las potencias hegemónicas han decidido tratar de superar estas crisis por la vía de una nueva construcción de lo social que pone énfasis en el manejo en un mundo teorizado en términos de "sistemas globales": "una sola Tierra", "la aldea global", "la nave espacial", "nuestro futuro común" (Escobar, 1995):

Nuestro futuro común (WCED, 1987) planteó a los pueblos del mundo el imperativo de su ingreso a esta nueva fase de recomposición del sistema de mercado al nivel mundial:

Hacia mediados del siglo XX vimos a nuestro planeta desde el espacio por primera vez en la historia de la humanidad. Esta visión ha causado un impacto tan grande sobre nuestro pensamiento como la revolución copernicana del siglo XVI, que reveló a la humanidad que la Tierra no era el centro del universo. Desde el espacio, vimos a un pequeño y frágil globo dominado no por la actividad humana sino por nubes, océanos, superficies verdes y suelos. La imprudencia de la humanidad está haciendo cambios fundamentales en los patrones del sistema planetario. Muchos de estos cambios están acompañados por procesos peligrosos que amenazan a la vida. Esta nueva realidad, de la cual nadie escapa, debe ser reconocida y manejada. [Subrayado A. T.]

La Estrategia Mundial para la Conservación planteó a los pueblos del mundo que su objetivo principal es salvar la Tierra:

El propósito de cuidar la Tierra es coadyuvar a mejorar la situación del planeta y de la población mundial, basándose en dos requisitos: mantener las actividades humanas dentro de los límites de capacidad de carga de la Tierra y restaurar los desequilibrios que existen entre las partes más ricas y pobres del mundo en materia de seguridad y oportunidades [...]

Ésta es una estrategia para un tipo de desarrollo que aporte mejoras reales en la calidad de la vida humana y al mismo tiempo conserve la vitalidad y diversidad de la Tierra. Su fin es un desarrollo que atienda esas necesidades de forma sostenible. Hoy puede parecer cosa de visionarios, pero es alcanzable. Un número creciente de personas considera que esta es la única opción racional que nos queda [...] [Subrayado A. T.]

El sistema de mercado se ha lanzado así a la búsqueda de su relegitimación imponiendo a los pueblos del mundo dos tareas de alta prioridad: por una parte se trata de salvar la biodiversidad de la Tierra, a la que identifica como nuestra herencia natural, nuestra herencia cultural, nuestros estilos tradicionales de vida. Y por la otra, conservarla para satisfacer las necesidades de las generaciones presentes dejando abiertas el mayor número de opciones para las generaciones futuras. ¿Quién osaría oponerse a la legitimidad de estos argumentos? Después de todo, si la biodiversidad es parte fundamental de la naturaleza capitalizada, conservarla es lo mismo que garantizar su aprovechamiento a partir de su representación y significación como capital, y asegurar su transferencia a las generaciones futuras es garantizar la reproducción de las condiciones de acumulación con base en el mercado.

Así, la crisis del ambiente (la deforestación, el cambio climático, el adelgazamiento de la capa de ozono, la desertificación, la contaminación de los cuerpos de agua y, sobre todo, la pérdida de la biodiversidad), provocada por las tensiones directas o indirectas del sistema de producción mercantil sobre el medio ambiente biofísico, otorga hoy, paradójicamente, al sistema capitalista una nueva oportunidad de tomar en sus manos la misión de "salvar la Tierra y sus recursos"; de controlar, dirigir e imponer a los pueblos del mundo una nueva estrategia de salvación inventándose, de paso, una relegitimación de sí mismo: el manejo racional y sustentable de los recursos naturales del planeta.

Bajo este ropaje ideológico se cobija un complejo proceso de reestructuración de todas las relaciones económicas, sociales y culturales del mundo, para recomponerlas en una nueva estructura operativa que se preste más a un manejo estructural y funcional capaz de garantizar la sustentabilidad del sistema basado en la producción de mercancías. Este proceso de globalización es una revolución del sistema capitalista de una importancia tan grande que sólo es equiparable con la que se operó con el surgimiento de las sociedades modernas gobernadas por las leyes del mercado en los siglos XVIII y XIX, o con el surgimiento de los imperialismos tecnoeconómicos contemporáneos. Es, en realidad, el punto culminante de la interdependencia del proceso productivo regulado por el mercado y el de una profunda modificación cuantitativa y cualitativa del capitalismo como sistema de producción y proceso civilizatorio (Ianni, 1996).

Esta mutación concierne a la integración de una estructura de control y poder mucho más sutil y totalitaria que la que comprende la sola esfera de la producción material y su apropiación. Es un proceso gigantesco de destrucción de las determinaciones en las que han vivido las sociedades del mundo: su magia, su diferencia, su sentido de sí mismas, sus formas de vida comunitaria, para reorganizarlas dentro de una nueva estructura global y homogenizante: la del desarrollo sustentable y la de la conservación y el manejo de la biodiversidad de la Tierra.

Esta nueva construcción de lo social y articulación en los moldes civilizatorios –procesos de trabajo, producción, distribución y consumo– de la racionalidad capitalista es lo que el desarrollo sustentable busca imponer como solución a los problemas en los que se debate la economía basada en el intercambio mercantil. Con ellas, el capitalismo entra de lleno a su fase ecológica.

En esta fase, el sistema capitalista busca resolver la contradicción entre la conservación de la naturaleza y la acumulación, mediante la capitalización de la naturaleza. A través de este proceso, el sistema capitalista se propone, por una parte, resolver los problemas de oferta derivados del agotamiento de los recursos naturales y de la degradación de los servicios ambientales requeridos para la producción mercantil y, por la otra, enfrentar la resistencia política a la depredación ecológica y cultural provocada por la expansión del capital (Leff, 1994).

La capitalización de la naturaleza es la representación de los reservorios de los recursos del mundo como capital y la codificación de estos acervos como comercializables en el mercado global, como recursos a los que se les puede colocar un valor y un precio, y como bienes vendibles para la producción y el consumo, esto es, para la reproducción del sistema de acumulación capitalista.

A través de la capitalización de la naturaleza, el modus operandi del capitalismo sufre una doble mutación: por una parte, lo que formalmente fue tratado como un dominio externo y explotable es redefinido como stock de capital o base de recursos. Y lo que se había considerado como la forma dinámica externa de la acumulación, lo que alimentaba la reproducción del sistema, se ha transformado en un sistema de manejo y conservación de la naturaleza capitalizada (Escobar, 1995).

La estrategia plantea, primero, lo que se ha llamado "una conquista semiótica del territorio". Proclama como racional y adecuada la apropiación de la naturaleza y sus servicios ambientales. En seguida pone en marcha un proceso de ideologización y valorización de estos servicios que no son producidos como mercancías, tratándolos como si lo fueran. Se trata de un gigantesco y vasto proceso de internalización de las condiciones de la producción en el seno de la naturaleza, de una estrategia de relegitimación a través de la capitalización de las condiciones naturales de la producción. Se busca establecer claros "derechos de propiedad" sobre los servicios de la naturaleza, los materiales genéticos, los conocimientos tradicionales y la biodiversidad, con el propósito de facilitar su ponderación como valores económicos y cuyos manejos sustentables caen bajo la responsabilidad de quienes controlan los mercados. El sistema capitalista hace así del "manejo sustentable" de los recursos de la Tierra una nueva fuente de su dinamismo.

El modus operandi del sistema capitalista moderno en su fase ecológica no es el de la búsqueda y apropiación de la utilidad como tal, sino el de su dominación semiótica. Lo que importa no es instituir socialmente la forma mercancía, sino representar a la naturaleza como capital al servicio de la acumulación, legitimándola como forma social. La exitosa capitalización de un elemento de la naturaleza (un bosque tropical, un humedal costero, un arrecife coralino, una playa, etcétera), o la exitosa transferencia de un costo, señala una conquista semiótica: la inserción del elemento en cuestión dentro de la representación dominante de la actividad global del sistema capitalista. La asignación de valores al medio ambiente tiene un indudable valor de uso para el proyecto de reproducción del capital como una forma de relaciones sociales. Lo que importa en este proceso es la generalización del código del valor de cambio como una operación semiótica (O’Connor, 1994).

Desde esta perspectiva del desarrollo sustentable y de la capitalización de la naturaleza, la biodiversidad es una de las más importantes dimensiones del capital natural. Estrechamente ligada con las funciones de regulación, soporte, producción e información de la naturaleza valorizadas por el mercado, su pérdida compromete seriamente el destino de un proyecto de civilización basado en la producción y el consumo de mercancías. Por eso a este proyecto la biodiversidad le ofrece beneficios económicos directos, indirectos y, sobre todo, de opción y existenciales.

Para cumplir sus objetivos de acumulación y reproducción en su fase ecológica, el sistema de mercado ha puesto en marcha un gigantesco aparato ideológico, político, económico, tecnológico y militar orientado a la conservación y al uso sustentable de la biodiversidad.

El discurso de la biodiversidad se ha centrado en el conocimiento de las causas de la pérdida, en el desarrollo de una estrategia para detener este proceso y en el establecimiento de una cultura de la conservación. Se trata de crear un nuevo género de vinculaciones entre capital, ciencia y naturaleza. Para ello se ha puesto en marcha una Estrategia Global de la Biodiversidad (WRI, IUCN, UNEP, 1991) y una Convención sobre la Biodiversidad (Río de Janeiro, 1992). El Banco Mundial se ha aprestado a financiar esta gigantesca operación con inversiones de miles de millones de dólares. Un enorme aparato, que abarca lo mismo gobiernos nacionales, comisiones especiales para el conocimiento y la protección de la biodiversidad, ONG, jardines botánicos, universidades, institutos de investigación, ha incorporado un ejército de biólogos, taxónomos, parataxónomos, activistas, planificadores a esta tarea de garantizar al sistema de mercado los recursos naturales para los fines de su reproducción.

Así, "la biodiversidad y su aprovechamiento capitalista para el desarrollo de las fuerzas productivas y para la apropiación y control general de la naturaleza son, en la actualidad, sustento de las nuevas posibilidades de expansión del capital, y por ello forman parte de los nuevos recursos que permiten romper obstáculos y plantear límites más lejanos al fin histórico de este modo de producción" (Ceceña y Barreda, 1995).

Las estrategias del Norte para alcanzar la sustentabilidad

Dado que los estilos productivos de alta intensidad energética y los elevados niveles de consumo que sostienen a esta civilización industrial dependen, en el futuro inmediato, de los recursos naturales del Sur, tanto el acceso a estos recursos como los niveles disponibles deben ser garantizados, a juicio de los estrategas del Norte. Y ambos dependen, directa e indirectamente, de las funciones ecológicas de la biodiversidad. Éste es el papel estratégico que juega la biodiversidad desde la perspectiva de la sustentación del sistema industrial.

Para hacer sostenible su proyecto civilizatorio, el Norte plantea varias reorientaciones en sus estrategias de dominación y explotación de la fuerza de trabajo y la naturaleza:

1. Enfrentar el reto científico y tecnológico de racionalizar los influjos de energía y materiales hacia las actividades económicas, mediante ajustes a sus estructuras productivas, sustituciones entre insumos y más eficientes utilizaciones de los recursos naturales, hasta alcanzar los niveles que les aseguren recursos naturales por periodos prolongados y les permitan la disminución del impacto ambiental por unidad de producto agregado, o, lo que es lo mismo, en condiciones que garanticen el mantenimiento de coeficientes de bajo impacto ambiental o de baja intensidad ambiental (Ekins y Jacobs, 1995).

2. El mercado seguirá jugando un papel decisivo, pero será necesario que sea perfeccionado mediante una información más eficiente y mejorado a través de la utilización de instrumentos económicos adecuados, que corrijan sus fallas. Esto será especialmente crítico al nivel de las políticas nacionales y locales de conservación de la biodiversidad. La eficacia de estos instrumentos económicos dependerá en un alto grado de la existencia de una democracia política formal que facilite y valide las decisiones de política económica, y de instituciones suficientemente robustas para garantizar la ejecución de las políticas ambientales orientadas a mantener la base de recursos que garanticen la reproducción de la economía bajo las normas del mercado.

3. El negocio global de la protección de la biodiversidad y de los recursos naturales del mundo sólo deberá recurrir en última instancia a la fuerza. Es mucho más barato movilizar recursos a través de las instituciones financieras internacionales (Banco Mundial, Fondo Monetario Internacional, Banco Interamericano de Desarrollo y otras agencias dedicadas a la conservación) y dejar que el trabajo fuerte lo hagan gobiernos democráticos, por consensos obtenidos a través de organismos internacionales (Lutz y Caldecott, 1996)... Pero el "puño de hierro" debe estar listo al fondo, dispuesto para cuando sea necesario (Chomsky, 1994, 1996 y 1997).

La tarea de la legitimación de este proyecto, sin embargo, enfrenta dificultades insuperables, empezando por las que le plantean sus propias limitaciones conceptuales. Su teorización basada en sistemas globales reduce inevitablemente las dimensiones complejas que ofrece la vida en la Tierra a un conjunto de variables abstractas cuyos comportamientos son impredecibles y, por lo tanto, inmanejables. Cuando trata con la población humana, sólo acierta a analizarla bajo la óptica neomalthusiana de su crecimiento exponencial, y de la presión que ello significa para la producción de alimentos y para los recursos naturales. Ignora o pretende englobar en su racionalización mercantil sus dimensiones cualitativas: sus particularidades y diferencias locales, sus culturas, sus lenguajes, sus distintas formas de ordenar sus realidades materiales y espirituales, sus formas de sentir y experimentar sus pertenencias a comunidades locales. Desde su visión unidimensional, al mosaico de culturas que forma la población humana trata de imponer una monocultura global basada en el intercambio de mercancías, una auténtica celda de hierro sin puertas ni ventanas, donde ni pueblos ni individuos tienen la menor posibilidad de escapar, donde todos los espacios, locales, nacionales y regionales, se reflejan en el espejo común de lo global: universo cerrado, donde la tecnología y los medios de comunicación electrónicos alteran los espacios y el tiempo y disuelven lenguas, religiones, culturas y civilizaciones. Todo se transforma en un solo y gigantesco mercado capaz de valorizar ecosistemas, especies, genes, ideas y sistemas de pensamientos.

Queda claro que las propuestas de la globalización y del desarrollo sustentable, con las que los representantes de la civilización industrial pretenden legitimar sus sistemas de producción y consumo, no significan que tales planteamientos ignoren en sus estrategias la realidad de las diferencias y la diversidad cultural de la humanidad. Lo que pretenden es abarcarlas y someterlas al control y a la hegemonía de la racionalidad económica del mercado.

Teóricamente, esta pretensión enfrenta las dificultades derivadas de la inconmensurabilidad que caracteriza las relaciones entre la biodiversidad y la economía, de la imposibilidad de traducir a precios de mercado las contribuciones de la naturaleza a la producción, de la imposibilidad de desagregar la naturaleza en unidades discretas y homogéneas de valor, y de ajustar la temporalidad de los ciclos naturales a los ciclos del capital: los tiempos biológicos y los tiempos de la economía son asimétricos (Leff, 1995).

Socialmente, este bioimperialismo se enfrenta a un movimiento por la biodemocracia, que lentamente, pero con firmeza, empieza a manifestarse en diferentes partes del mundo. Se trata de una lucha por el reconocimiento de los derechos de las comunidades a disfrutar de su biodiversidad; por una redefinición de la productividad y de la eficiencia capaz de reflejarse en el uso múltiple de los ecosistemas; por el reconocimiento de los valores culturales de la biodiversidad, y por el control de sus recursos por las comunidades locales.

Las implicaciones

Dado que el capitalismo y la naturaleza tienen un carácter antagónico irreductible, determinado por la forma de explotación del trabajo y la naturaleza, la crítica de las tendencias intrínsecamente depredadoras del capitalismo y la revaloración de los roles productivos de la naturaleza y la cultura, así como la lucha por un sistema productivo ecológicamente sano, se proponen principalmente la superación de la explotación capitalista y la eliminación de la mercantilización de los productos del trabajo y la naturaleza.

En otros términos: cualquier movimiento serio hacia una racionalidad productiva alternativa ha de tener claro que lucha frontalmente contra la valuación monetaria y la capitalización de la naturaleza, propuestas por el capitalismo. Esta lucha no puede librarse a través de formas que mantienen intactas las relaciones de explotación y subordinación que caracterizan al sistema capitalista. No se trata de pintar de verde las cadenas. Lo que se busca es romperlas. De lo que se trata es de construir una nueva forma de producción postcapitalista, basada en valores ecocéntricos y democráticos inherentemente anticapitalistas.

Los términos de la gran batalla por la biodiversidad entre el Norte y los movimientos ecológicos del Sur, que marcará el siglo XXI, empiezan a delinearse: es, por un lado, una batalla por asegurar la sustentabilidad del capitalismo y, por el otro, una lucha anticapitalista por una nueva civilización al margen de los dictados del mercado.

La perspectiva latinoamericana

La emergencia en el Tercer Mundo de las luchas indígenas y campesinas en favor de sus recursos naturales constituye un factor de enorme significación en la batalla de la biodiversidad. Este proceso ha cobrado especial relevancia en un área crítica: América Latina.

América Latina es la región que concentra la más rica de las biodiversidades del planeta. Su territorio continental, de una extensión de 20 millones de km2, y su amplitud latitudinal, que rebasa los 30° N en su extremo septentrional y se extiende hasta los 55° S en su extremo austral, la dotan de singularidades ecogeográficas de enorme importancia para el desarrollo y la proliferación de la vida sobre la Tierra. Resalta, en primer lugar, la accidentada topografía de una parte de su territorio, debida a los sistemas montañosos que la surcan de norte a sur, y entre los que sobresale el excéntrico eje vertebral de los Andes, que con sus más de 7 mil km de longitud constituye la cadena montañosa más larga del mundo. Fuera de estas cordilleras y de los casos excepcionales de México, Colombia, Perú, Ecuador y Bolivia, cuyos territorios poseen una alta proporción de sistemas montañosos, el resto de América Latina es una gigantesca planicie de muy escasa elevación. Sistemas montañosos y planicies integran mega-ambientes entre los que se distribuyen, en un amplio gradiente, distintas unidades: pisos altitudinales fríos, templados y cálidos, a los que suceden zonas de baja latitud, hiperhúmedas, húmedas, subhúmedas, semiáridas, áridas y desérticas. Sin duda, otro de sus rasgos ecológicos más sobresalientes es que, no obstante sus numerosas y amplias zonas desérticas, se trata de la región más húmeda del planeta. Su promedio anual de precipitaciones está 50 por ciento por encima del promedio mundial. Su escorrentía media, estimada en 370 mil m3 por segundo, equivale al 30 por ciento de las aguas dulces que los continentes descargan a los océanos. La posición latitudinal de sus mares, sus diferentes regímenes climáticos y la dirección e intensidad de sus corrientes determinan y controlan la alta productividad de sus ambientes marinos, especialmente frente a los costas peruanas, el norte de Chile y California, en la vertiente pacífica; los mares brasileños, venezolanos y mexicanos, en la costa atlántica. Completa esta riqueza ecológica una sucesión prácticamente ininterrumpida de ambientes costeros, entre los que sobresalen lagunas y estuarios, manglares y humedales costeros. A grandes rasgos, éste es el escenario ecogeográfico donde la naturaleza, en un proceso de millones de años, y el hombre, en un lento proceso de domesticación de plantas y animales que partió de la revolución neolítica, pudieron montar la más rica biodiversidad de la Tierra (Giglio y Morello, 1980; PNUMA-AECI-MOPU, 1990; Gallopín, 1995; Morello, 1995).

Éste es el escenario ecológico donde hoy se libra una compleja y difícil batalla por la reapropiación de la biodiversidad de la Tierra. Brasil, Colombia y México, tres países dotados de una proporción importante de la megadiversidad de América Latina, ofrecen algunos ejemplos de movimientos sociales que han colocado en el centro de sus luchas el derecho de los pueblos del mundo a su diversidad cultural y al disfrute de su diversidad biológica.

El destino amazónico: la alianza de los pueblos de la selva

La inmensa cuenca amazónica abarca una superficie cercana a los 5.8 x 106 km2, con un área de drenaje de aproximadamente una tercera parte de la extensión territorial de Sudamérica. El canal principal del río Amazonas, integrado por los sistemas Urubamba-Ucayali-Amazonas, recorre unos 6 500 km desde su nacimiento hasta la desembocadura y posee cerca de mil tributarios. Las descargas medias se han estimado en 175 mil m3 sec–1 o el equivalente a una descarga total de 5.5 x 1012 x m3 año–1, que representa de 15 a 20 por ciento de la oferta fluvial de agua dulce de la Tierra (Salati y Vose, 1984).

Del área total de la cuenca, aproximadamente 5.4 x 106 km2 están cubiertos de selvas tropicales húmedas, que constituyen cerca de 48 por ciento de la superficie forestal estimada de la Tierra. La deforestación de esta inmensa cubierta vegetal ha sido estimada por científicos brasileños del Instituto Nacional de Pesquisas Espaciais en 280 mil km2 en 1988, con un promedio anual de 21 mil km2 año–1 de 1978 a 1988. Otros estudios, sin embargo, han estimado tasas que oscilan entre un rango de 50 mil a 80 mil km2 año–1. Las imágenes de satélite Landsat, estudiadas por Skole y Tucker (1993), permitieron estimar el incremento de la deforestación de 78 mil km2 en 1978 a 230 mil en 1988, mientras que el hábitat forestal tropical severamente afectado con respecto a su diversidad biológica (considerando la destrucción de hábitats, el aislamiento de fragmentos de hábitats contiguos y los efectos laterales de la frontera entre una zona forestada y deforestada) se incrementó en el mismo periodo de 208 mil km2 a 588 mil km2 (Skole y Tucker, 1993).

Salati y colaboradores estimaron que unos 19 mil km2 (7 por ciento) de la Amazonia colombiana ya habían sido deforestados en 1987; casi 73 mil (12 por ciento) de la Amazonia peruana habían sufrido el mismo destino, y casi 7 mil de las selvas amazónicas ecuatorianas habían desaparecido. Sólo la Amazonia venezolana permanecía relativamente al margen de la destrucción. Allí únicamente 4 mil km2 se habían talado. Esto significa que un total de 113 mil km2 de selvas amazónicas no brasileñas habían desaparecido en los años recientes (Salati et al., 1988).

Este acelerado proceso de devastación constituye una seria amenaza para el mantenimiento de los equilibrios biofísicos que regulan este supersistema biólogico, del que depende una proporción considerable de la biodiversidad de la Tierra. Los efectos directos e indirectos al interior de la propia cuenca amazónica y sobre el clima de la Tierra han sido tema de intensos debates en los últimos años. Menos acaloradas han sido las discusiones sobre las causas de la deforestación. Y todavía menos atención ha recibido un tema crucial para el destino amazónico: las prácticas genocidas contra la población indígena del área.

Sin embargo, los debates sobre las causas de la deforestación y sobre las políticas practicadas por los modernizadores de las selvas amazónicas con respecto a las poblaciones locales (gobiernos, organismos internacionales de asistencia técnica y financiera, empresas multinacionales y especuladores de todo tipo) han terminado por cobrar relevancia en los años recientes. De tales discusiones quedan en claro algunas cuestiones fundamentales para el destino amazónico.

La deforestación despoja a las poblaciones locales de su diversidad biológica y cultural y, por lo tanto, de un patrimonio que estas poblaciones han mantenido por milenios. Cancela, de igual modo, cualquier posibilidad futura de construcción de una sociedad sobre bases sustentables. La pérdida de suelos, por erosión o compactación; la alteración de los patrones de circulación del agua; la liberación de gases que contribuyen al incremento del efecto invernadero; la extinción de especies de importancia crítica para las funciones ecológicas de dispersión, polinización y control de plagas; el bloqueo de patrones de sucesiones ecológicas, y la cancelación de opciones social y ambientalmente atractivas de desarrollo son algunos de los impactos de la deforestación que hoy empiezan a valorarse desde la perspectiva de los movimientos sociales que luchan en favor de la biodiversidad y que conmueven al mundo en el fin del milenio.

Una correcta valoración de las causas económicas, políticas y sociales que promueven hoy la destrucción de las selvas tropicales amazónicas es el primer paso hacia la recuperación de sus usos sustentables y hacia la construcción de una civilización duradera en los trópicos. La conversión de los espacios boscosos hacia usos ganaderos extensivos es la principal causa de la deforestación de las selvas amazónicas. Es preciso señalar que este uso ha sido impulsado por enormes subsidios gubernamentales y apoyado por financiamientos internacionales. La enorme cantidad de insumos requeridos para habilitar grandes extensiones y mantener la rentabilidad de los ranchos ganaderos sólo ha sido posible por los inmensos subsidios gubernamentales. Las explotaciones extractivas, como la de maderas preciosas, han significado la destrucción rápida de especies valiosas en algunas regiones. Esto ha sido ampliamente favorecido por la construcción de carreteras y vías de penetración hacia algunas áreas de la selva amazónica hasta hace muy poco tiempo inaccesibles. Las actividades mineras no sólo han contaminado con metales, como el mercurio, los sistemas acuáticos amazónicos, sino que también han significado la destrucción de grandes extensiones boscosas utilizadas como combustible. Las enormes presas construidas en distintos puntos críticos de la cuenca amazónica sólo ocupan físicamente 2 por ciento de los cuerpos de agua de la Amazonia Legal, pero el potencial de sus perturbaciones de los sistemas acuáticos es enorme. Los proyectos agroindustriales (hule, arroz, caña de azúcar, café, soya, tabaco, etcétera) han significado la alteración de los frágiles suelos amazónicos y la contaminación de tierras y aguas por la utilización masiva de agroquímicos necesarios para controlar plagas y enfermedades (Fearnside, 1997).

Esta visión de los aprovechamientos de las selvas amazónicas se basa en la aceptación de un hecho al parecer ineluctable: la desaparición de las poblaciones indígenas que han habitado y protegido las selvas por miles de años. La única alternativa que les ofrece el sistema capitalista es su incorporación a un mundo globalizado a partir de la aceptación de la pérdida de su identidad, de la destrucción de sus organizaciones comunales, de la cesión de sus conocimientos tradicionales, para competir en un sistema individualista, dispuesto sólo a colocarlas en el escalón más bajo de la pirámide del desarrollo sustentable.

Para cada proyecto, para cada forma de utilización de los recursos amazónicos ideada y puesta en práctica por los representantes del sistema capitalista, las sociedades indígenas han representado un obstáculo infranqueable: sus organizaciones colectivas, su ética no individualista, su desinterés por la acumulación, su capacidad de adaptación a los ciclos biológicos de las selvas han chocado brutalmente con el modelo capitalista de producción. Esta colisión se ha reflejado en la ocupación militar de territorios, levantamientos guerrilleros y represiones sangrientas. Desde la construcción de carreteras, presas y otras obras de infraestructura hasta las explotaciones madereras, mineras y agroindustriales, todas han significado una abierta violación de los derechos humanos de los habitantes indígenas de las selvas amazónicas y tipifican claros casos de ecocidio, etnocidio y genocidio (Sponsel, 1994).

Hoy, las poblaciones ashaninka, en el Alto Cayali, en la Amazonia peruana, y los yanomami, de la Sierra de Parima, en las tierras altas que dividen las inmensas cuencas de drenaje del Orinoco y el Amazonas, ofrecen ejemplos de los conflictos entre los modernizadores representantes de la civilización occidental y los representantes de las antiguas civilizaciones amazónicas. Hasta hace muy poco tiempo, ambas poblaciones representaban culturas viables. Planes, programas y proyectos de desarrollo, como el Plan Peruano de 1960, consideraron sus hábitats como "territorios vacíos". Simple, llana y sencillamente, negaron su existencia, los borraron de la faz de la Tierra (Bodley, 1994).

Una cuestión de fondo hay que plantear y reconocer como base para idear y poner en práctica alternativas para las selvas amazónicas: la incapacidad de los mecanismos del sistema capitalista para afrontar exitosamente la complejidad ecológica y cultural que le ofrecen las selvas amazónicas. Sin este reconocimiento es imposible avanzar en la exploración de opciones sociales y ambientales sustentables.

Diezmadas y sacrificadas por la civilización industrial, las poblaciones indígenas constituyen, sin embargo, las únicas esperanzas de una civilización ecológicamente viable para las selvas amazónicas. Las poblaciones yanomami, que habitan las fronteras septentrionales de las selvas amazónicas venezolanas y brasileñas ejemplifican bien esta situación crucial. Diseminadas en unas 350 aldeas, con una población estimada, hacia 1990, en 8 500 habitantes en Brasil y 12 500 en Venezuela, el territorio yanomami ocupa 9 millones de hectáreas en Brasil y aproximadamente 10 millones de hectáreas en Venezuela. Los yanomami representan uno de los grupos indígenas ecológicamente más sofisticados de la Tierra. Practican desde hace miles de años un sistema asombrosamente complejo e intrincado de cultivos mudables que mantiene los delicados equilibrios de las selvas tropicales. Un huerto yanomami típico contiene no menos de 35 plantas cultivables, entre las cuales pueden encontrarse: cuatro tipos de bananos, varios tipos de mandioca dulce y agria, cosechas de raíces como taro y batata, una palmera de durazno especial que es una reserva importante en tiempos de escasez, maíz que suplementa la dieta de los yanomami, caña que se usa para hacer flechas y otras armas, algodón para producir hamacas, tabaco, que mastican hombres, mujeres y niños y que se usa en ceremonias curativas, y varios tipos de drogas que se utilizan con fines rituales. Los yanomami son cazadores y pescadores expertos y recogen cientos de plantas silvestres, nueces e insectos. De igual modo, alternan de un modo sofisticado territorios de cultivo, caza y pesca (Davis, 1991).

Sin duda, los yanomami y los ashaninkas podrían aportar un gran número de conocimientos al esfuerzo de la construcción de una civilización alternativa en la compleja y delicada área de selvas amazónicas. Sus propuestas, planteadas a partir de sus esfuerzos de sobrevivencia, figurarán sin duda en un lugar destacado en el escenario de las confrontaciones que verá el próximo milenio.

La Alianza de los Pueblos de la Selva amazónica en defensa de la vida2

La Alianza de los Pueblos de la Selva surge en función de una historia que empieza con la colonización de la Amazonia. Los indios eran los dueños legítimos de la Amazonia y, cuando en 1877 empezó su colonización, hubo una especie de tráfico de esclavos hacia allí: eran nordestinos, cuyos patrones –los grandes seringalistas del inicio del ciclo del caucho–, aprovechándose de su miseria, los usaron para esta colonización. Esas personas fueron preparadas para luchar contra los indios, formando un ejército de blancos en defensa de los seringalistas, de las empresas, de los grupos de banqueros internacionales, como era el caso de Inglaterra y Estados Unidos que estaban interesados en el caucho de la Amazonia. En ese momento empezó el conflicto entre los indios y los blancos.

En esa época, más de sesenta tribus de la Amazonia fueron masacradas en beneficio de los patrones. A cada grupo diezmado correspondía la formación de grandes áreas de seringales (el árbol del caucho). Así es como empezó esta historia. Esto seguía así cuando en la década de los setenta (de este siglo) el gobierno militar decidió acabar con el monopolio estatal del caucho y los seringalistas quebraron. La situación empeoró mucho para los seringueiros que hasta entonces se consideraban como una especie de esclavos con la supervivencia garantizada. A principios de la década de los setenta, con la implantación del sistema latifundista en la Amazonia, con la política de especulación de la tierra, la situación cambió, iniciándose entonces la gran deforestación y los despidos en masa.

De 1970 a 1975 llegaron los hacendados del sur. Con el apoyo de incentivos fiscales de SUDAM (Superintendencia para el Desarrollo de la Amazonia), compraron más de 6 millones de hectáreas de tierra, repartieron centenares de yaguncos (guardias armados) por la región, expulsando y matando a posseiros (colonos pobres) e indios, quemando sus barracas, matando incluso a mujeres y animales. En aquel momento, aunque todos vivían en el bosque, nadie tenía conciencia de lucha. Los patrones no permitían que los hijos de los seringueiros fueran a la escuela, pues allí aprendían a sumar y descubrían que les estaban robando.

A partir de 1975 empieza a nacer una conciencia y se organizan los primeros sindicatos rurales paralelamente a la actividad de la Iglesia católica. Todo ocurrió de manera muy lenta hasta 1980, cuando se generalizó por toda la región el movimiento de resistencia de los seringueiros para impedir la gran deforestación. Nos inventamos el famoso "empate", nos poníamos delante de los peones con sus sierras mecánicas e intentábamos impedir la deforestación. Era un movimiento de hombres, mujeres y niños. Las mujeres tenían un papel muy importante como línea de frente, y los niños se utilizaban para evitar que los pistoleros disparasen. Teníamos un mensaje para los peones: nos reuníamos con ellos y les explicábamos que si destruían la selva no tendrían con qué sobrevivir y, así, muchas veces se nos unían.

Esta lucha se convirtió en una batalla por la conservación de los recursos naturales, al ver que la región se estaba convirtiendo en poco tiempo en una gran región de pastos.

En 1985 se organizó el Consejo Nacional de Seringueiros y en octubre de ese mismo año se organizó un Encuentro Nacional de Seringueiros. Allí se planteó la necesidad de concertar una alianza con los indios. Una alianza entre los pueblos de la selva. Es aquí donde surge la lucha por las reservas extractivistas de la Amazonia, que también es un área indígena. Los indios no quieren ser colonos, quieren tener la tierra en común, y los seringueiros se unieron a esta conciencia. No queremos un título de propiedad de la tierra, queremos que sea de la Unión, y que los seringueiros tengan el usufructo. Esto llamó la atención de los indios que empezaban a organizarse.

A nivel de los dirigentes esa idea ya estaba clara. Por eso empezamos a trabajar con la base, con la realización de encuentros regionales en áreas vecinas habitadas por indios, éstos empezaron a participar, y creamos comisiones conjuntas de indios y seringueiros.

Con el avance de la lucha, el sindicato de seringueiros se fortaleció y las mujeres empezaron a participar más exigiendo la creación de un departamento femenino. Hicieron su primer congreso el día 1° de mayo de 1988, y desde entonces las mujeres indias también empezaron a participar más y pronto formarán parte de la mesa de un congreso.

Se está coordinando este trabajo para todos los estados de la Amazonia.

En enero de 1987, recibimos una visita de una Comisión de la ONU que siguió de cerca nuestra lucha con los hacendados contra la deforestación. Denunciamos que esa deforestación era el resultado de los proyectos financiados por los bancos internacionales. Comprobamos que la deforestación se realiza con la ayuda financiera del BID.

Los seringueiros y los indios hace mucho que viven en la región. Los seringueiros viven del extractivismo, deforestan además lo necesario para sus cultivos de subsistencia y nunca amenazan la Amazonia. Por otro lado, la principal actividad económica de la región continúa siendo la extractivista: caucho y castaña de Pará. Durante mucho tiempo hemos luchado por la Amazonia, pero no teníamos una propuesta alternativa. Pero a partir de 1985 empezamos a articular propuestas alternativas: queremos que la Amazonia sea preservada, pero también que sea económicamente viable.

Creemos que con las reservas extractivistas garantizamos la política de comercialización del caucho, que sabemos está amenazada por las plantaciones de seringueiros del sur. Pero el problema no es ése. También tenemos la castaña, que es uno de los principales productos de la región y que está siendo devastada por los hacendados y los madereros. También tenemos la copaíba, la bacaba, el acaí, y la miel de abejas, y una variedad de árboles medicinales que hasta ahora no han sido investigados, el babacu y una variedad de productos vegetales, como el cacao, el guaraná y otros cultivos que se pueden utilizar sin destruir la selva. Se trata de productos cuya comercialización e industrialización garantizaría que la Amazonia, en diez años, se transformase en una región económicamente viable, no sólo dentro del país sino también para el resto del mundo.

Colombia: estado, capital y movimientos sociales

Con un poco más de un millón de km2 de superficie, que equivalen solamente a 0.77 por ciento de la superficie de las tierras emergentes del mundo, el territorio colombiano aloja aproximadamente 10 por ciento de la biodiversidad del planeta. Con 1 754 especies de aves (19.4 por ciento del total mundial), aproximadamente 55 mil plantas fanerógamas, 155 especies de quirópteros (17.2 por ciento del total mundial), Colombia es reconocida hoy como un centro de alta biodiversidad de la Tierra.

Con un territorio integrado por siete pisos altitudinales (basal, premontano, montano bajo, montano, subalpino, alpino y nival, según el sistema de Holdridge) que oscilan entre los 0 y los 5 775 m sobre el nivel del mar, Colombia es una de las regiones biogeográficas, climáticas y edáficas más complejas del continente americano.

Los movimientos indígenas encabezados por el Consejo Regional Indígena del Cauca (CRIC), que se han desarrollado entre las comunidades que se asientan a lo largo de las cordilleras Oriental, Central y Occidental, son bastante conocidos por su combatividad. Menos visibles han sido los movimientos encabezados por las poblaciones negras de la costa del Pacífico. Éstos, sin embargo, se sitúan en el centro de la batalla por la biodiversidad latinoamericana.

MOVIMIENTOS ECOLÓGICOS EN LA COSTA DEL PACÍFICO COLOMBIANO3

Las selvas tropicales de la costa del Pacífico colombiano constituyen un espacio social idóneo para observar y estudiar, por un lado, los cambios en los modos de reapropiación de la naturaleza por el capital y, por el otro, los procesos de reinvención de la naturaleza y la búsqueda de alternativas de desarrollo económico y social, por parte de las poblaciones y comunidades locales (Escobar, 1997).

La costa del Pacífico en Colombia es una región de selvas tropicales de una biodiversidad legendaria. En ella se han practicado en los años recientes tres clases de políticas de explotación de sus recursos: a) las vinculadas con los procesos de apertura hacia la economía mundial, que buscan la integración del país a las economías de la cuenca del Pacífico; b) las nuevas estrategias de desarrollo sustentable y de conservación de la biodiversidad, y c) el incremento de formas visibles de movilización de las poblaciones negras e indígenas en defensa de sus recursos (Escobar, 1997).

El escenario

La región de la costa del Pacífico colombiano es una vasta área de selvas tropicales, de una extensión aproximada a los 1 100 km de largo y entre los 90 y 180 km de ancho, que se prolonga desde Panamá hasta Ecuador y que es estrechada por los Andes Occidentales y el Pacífico. Esta amplia extensión del territorio colombiano cuenta con una población aproximada a los 900 mil habitantes, que viven en ciudades medianas, pequeñas poblaciones y comunidades rurales que se esparcen entre los ríos que fluyen de los Andes hacia el Pacífico.

Como la mayoría de las regiones que cuentan con una alta diversidad biológica, el Pacífico colombiano es una región extremadamente pobre medida con los patrones de desarrollo occidentales. Para empezar, es una región inhóspita con uno de los más altos niveles de lluvias, calor y humedad en el mundo. De bajos niveles nutricionales y de ingresos per capita, con altas tasas de enfermedades como la malaria.

Poblada en un alto porcentaje por afrocolombianos descendientes de esclavos negros traídos de África en el siglo XVI, y por cerca de 50 mil indígenas, principalmente emberas y waununas, que viven en la provincia del Chocó, las poblaciones negras han mantenido y desarrollado un conjunto de prácticas culturales significativamente diferentes de las de sus ancestros españoles y africanos, tales como las actividades productivas múltiples, familias extensas, matrilinialidad, danzas, tradiciones orales y musicales, cultos funerarios, brujerías, etcétera. Aunque esta región nunca ha estado aislada del mercado mundial –ha vivido sucesivamente los periodos de auge del oro, las maderas preciosas, el hule y los materiales genéticos–, no fue sino hasta los años ochenta cuando la región experimentó políticas coordinadas de desarrollo económico. Es en este periodo cuando los grandes planes de desarrollo promovidos por el estado colombiano dan lugar a la movilización de las tres fuerzas que hoy deciden el destino de la región: el estado, el capital y los movimientos sociales.

El discurso del estado y el capital: apertura y desarrollo sustentable

Con casi cuatro centurias de atraso con respecto al resto del país, la región de la costa del Pacífico entra a la era de la economía global y del desarrollo sustentable a través del PLADEICOP (Plan para el Desarrollo Integral para la Costa Pacífica). Como prácticamente todos los planes elaborados por las entidades gubernamentales latinoamericanas bajo la asesoría de la burocracia internacional, se trató de una visión tecnocrática de la costa pacífica sin vinculación con sus realidades y que no tomó en cuenta las particularidades de las culturas locales. Y las familias afrocolombianas han debido realizar procesos de hibridación de prácticas tradicionales con las tecnologías modernas recomendadas por la tecnoburocracia responsable de la ejecución de programas que buscan la reconversión de la agricultura tradicional a técnicas orientadas a la mercantilización de la tierra, el trabajo y la producción.

La costa pacífica colombiana, rebautizada como "el mar del siglo XXI", se ha incorporado a los planes gubernamentales de integración con la cuenca del Pacífico, desde principios de los años noventa. De acuerdo con estos proyectos, la región está destinada a jugar un papel estratégico como plataforma de lanzamiento hacia la economía del futuro. Desde esta perspectiva, el descubrimiento de su riqueza biológica, de su biodiversidad, es un factor importante en esta visión del futuro, por contradictorio que pudiera parecer. En el centro de estas contradicciones, se plantea el objetivo de alcanzar un desarrollo sustentable para la región. En la realidad, se trata de la puesta en práctica de una política mucho más devastadora que la enunciada en el plan original. Esto ha provocado la oposición de las poblaciones locales, quienes han visto en el discurso de la apertura y del desarrollo sustentable una manera de controlar y aprovecharse de sus recursos naturales.

A las tradicionales explotaciones de sus recursos madereros y mineros por corporaciones multinacionales y financiadas en parte con dinero de las operaciones del narcotráfico (que han significado la devastación de las selvas a un ritmo de 600 mil hectáreas al año), ahora se han agregado programas de cultivos de plantación como los de la palma africana, granjas camaronícolas, empresas pesqueras ribereñas y de litoral, empacado de productos pesqueros para la exportación y el turismo. Cada una de estas actividades ha traído consigo una enorme carga de transformaciones ecológicas, económicas y culturales. Las plantaciones de palma africana, por ejemplo, han crecido mediante el despojo, por la compra o por la fuerza, de las tierras de los agricultores afrocolombianos, desplazándolos de sus recursos y reduciéndolos a la proletarización masiva. Pero Colombia es ahora el quinto productor mundial de palma africana. La introducción de la camaronicultura ha transformado también el paisaje ecológico y cultural de la región. Ha perturbado los frágiles equilibrios de los flujos de energía de sus sistemas costeros, destruyendo grandes áreas de manglares y estuarios de importancia vital para la productividad biológica. El camarón es procesado y empacado por mujeres, muchas de las cuales abandonaron sus antiguas prácticas agrícolas y pesqueras de subsistencia, para proletarizarse en condiciones bastante precarias. La camaronicultura es una operación altamente tecnologizada que requiere laboratorios para la producción de larvas, alimentos artificiales, y cuidadosas y controladas condiciones de cultivo. Ciencia y capital se requieren en estas empresas promovidas por las multinacionales. Destinadas a la rápida generación de ganancias, no producen ninguna clase de transformaciones positivas y durables en las estructuras sociales y culturales locales. Están diseñadas para el despojo. La escala de sus operaciones, sin embargo, ha introducido una serie de desequilibrios sociales profundos. Nuevas formas de pobreza y desigualdades sociales han aparecido en el panorama regional: la proletarización de las masas rurales, el surgimiento de nuevas élites que han aprovechado el pastel de la modernización y el crecimiento notable de sus ciudades.

 

 

 

Los movimientos sociales afrocolombianos: una respuesta al desarrollo sustentable

A partir de los primeros años de la década de los setenta, un vibrante movimiento social conmueve a las comunidades de la costa pacífica colombiana: el movimiento de las poblaciones afrocolombianas contra el discurso oficial sobre la biodiversidad y el desarrollo sustentable; por la titulación de sus tierras comunales; por sus derechos ciudadanos, y por el reconocimiento de su identidad cultural. Esta situación ha cambiado dramáticamente la concepción de que se trataba de una población indolente e incapaz de aprovechar por sí misma sus recursos. El movimiento se ha propuesto la construcción de un proceso de desarrollo autónomo y basado en su identidad cultural y social: en la defensa de sus recursos naturales y su medio ambiente.

Estos objetivos fueron expresados en la Tercera Convención de Comunidades Negras, celebrada en el valle del río Cauca en septiembre de 1993. Allí el movimiento declaró sus principales objetivos políticos del modo siguiente: primero, el derecho a una identidad, esto es, el derecho a ser negro de acuerdo con la lógica cultural y la visión del mundo enraizada en la experiencia negra, en oposición a la cultura nacional dominante, principio también llamado de "la reconstrucción de la conciencia de la negritud", y el rechazo al discurso dominante de "la igualdad". Segundo, el derecho a un territorio como un espacio para realizarse y como un elemento esencial para el desarrollo de la cultura. Tercero, el derecho a la autonomía política, como un prerrequisito para la práctica del ser social e individual, y para promover la autonomía social y económica. Cuarto, el derecho a la construcción de su visión del futuro. Quinto, un principio de solidaridad con las luchas de las poblaciones negras a través del mundo, en favor de sus visiones alternativas.

El Chocó, como el departamento que concentra la mayoría de la población negra del país, es el centro neurálgico de este movimiento, que se ha denominado Proceso Nacional de Comunidades Negras. Su característica más distintiva es la articulación de propuestas políticas con una base y un carácter primariamente etnocultural. Su lucha, por consiguiente, no es un catálogo de demandas en favor del "desarrollo" y de la satisfacción de "necesidades": es, abiertamente, una lucha en términos de la defensa del derecho a la diferencia cultural. En ello reside el carácter radical de este movimiento, que concibe la identidad como un conjunto de prácticas que caracterizan a una "cultura negra": las tradiciones orales, la ética de la no-acumulación, la importancia de la afinidad y de las familias extensas, la matrilinialidad y los conocimientos tradicionales sobre las selvas y sus recursos.

La elección de la diferencia cultural como un concepto articulante de la estrategia política es decisiva. Y la interrelación entre territorio y cultura es de igual modo de una importancia fundamental. Los activistas de este movimiento conceptualizan el territorio "como un espacio para la creación de futuros, para la esperanza y la continuidad de la existencia". La pérdida del territorio está ligada "al retorno a los tiempos de la esclavitud". Pero el territorio es también una concepción económica ligada a los recursos naturales y a la biodiversidad.

Así, la concepción del derecho al territorio como "un espacio ecológico, productivo y cultural" es una nueva demanda política en el panorama de los movimientos sociales latinoamericanos. Se trata de una lucha por la reterritorialización de los espacios afectados y capturados por los aparatos ideológicos, políticos y económicos de la modernidad, la globalización y el desarrollo sustentable. Como la cuestión de la identidad, la del territorio figura en el corazón del movimiento negro en Colombia.

El trópico en llamas: los movimientos ecológicos indígenas y campesinos en el sureste de México

Hoy el sureste mexicano es un amplio campo de batalla, donde se lleva a cabo una confrontación militar, política, económica, social, cultural y religiosa que rebasa el ámbito de lo local, de lo regional y de lo nacional, para inscribirse en la lucha general por la defensa de la diversidad biológica y cultural del planeta.

Pero esta confrontación militar sólo es el extremo más visible de la amplia gama de luchas sociales, políticas, culturales y religiosas que hoy se libran en esta parte del territorio mexicano y que tienen por eje la conservación de los recursos naturales y de la identidad cultural de sus poblaciones. Hoy el sureste mexicano es el escenario de "una guerra de baja intensidad", que se manifiesta en la violencia cotidiana de las disputas por la tierra entre comunidades indígenas y campesinas, y los grandes propietarios ganaderos; en el bloqueo de instalaciones petroleras, y las protestas por la contaminación de las áreas de pesca y de cultivos; en las luchas de las poblaciones por la conservación de su riqueza forestal; en la confrontación fratricida entre diferentes grupos políticos en el seno de las comunidades rurales, y en las intensas batallas de las comunidades por la conservación y reinvención de sus tradiciones culturales y religiosas.

Hoy este mundo rural está conmocionado por la toma violenta de tierras ganaderas, los desalojos por parte de la policía estatal y el ejército, las represiones de las guardias blancas pagadas por los caciques ganaderos, las requisas domiciliarias y los encarcelamientos, los secuestros y ejecuciones sumarias de dirigentes campesinos y sus familiares, las violaciones y los asesinatos de miembros inocentes de la población civil. Y, en las zonas petroleras, por los bloqueos de instalaciones, caminos de acceso y carreteras. Los enfrentamientos con los diversos cuerpos de policías estatales y federales, y con el ejército regular, forman parte de las acciones cotidianas de protesta de las poblaciones afectadas por un sistema de producción que persiste en transferirles sus costos ecológicos y sociales.

En el sureste habita 60 por ciento de la población indígena del país. Sus habitantes integran un complejo mosaico de culturas, religiones, idiosincrasias y prácticas productivas integradas a sus condiciones ecológicas. En 1990, de los 22 movimientos ecológicos visibles por su fuerza incontestable a nivel nacional, 16 ejercían sus acciones de protesta en la región contra la destrucción de sus ecosistemas (Toledo, 1992). Se trata de comunidades indígenas y campesinas que ejercen acciones de protesta y movilizaciones masivas en una lucha generalizada por el manejo de sus bosques (tzotziles, tzeltales, zoques, mixes, nahuas, zapotecos, chontales, chinantecos y huastecos); por la conservación y el manejo de sus recursos naturales (las comunidades que rodean las zonas de reservas de Montes Azules, S’ian Kaan, Calakmul, El Triunfo, El Ocote, Los Chimalapas, Santa Marta); por la restauración de sus ecosistemas afectados por la contaminación petrolera (chontales y nahuas); por la reapropiación de sus productos (mieleros de Yucatán; cafetaleros de Chiapas y Oaxaca; vainilleros de la Huasteca); por la defensa de sus pesquerías (huaves y chontales de Tabasco y Oaxaca), y por la restauración de sus suelos empobrecidos (mixtecos).

El escenario

El sureste de México es uno de los sitios privilegiados del territorio nacional por su diversidad biológica y cultural singularmente alta. Es, como todo el universo biogeográfico mexicano, un mosaico de regiones ecológicas, ecosistemas y especies. Rodeado en su porción atlántica por los cálidos y ricos mares tropicales del Golfo y el Caribe y de las no menos ricas zonas de surgencias costeras del golfo de Tehuantepec, en el Pacífico sur mexicano, y surcado por los grandes sistemas montañosos norte y centroamericanos, el sureste posee una enorme riqueza biótica. Dotada de las más amplias plataformas continentales de los mares mexicanos, de los más numerosos bancos de arrecifes coralinos, de las mayores y más productivas lagunas costeras, de la extensión más amplia de planicies costeras atlánticas y pacíficas, de las más extensas comunidades de manglares, de las más grandes reservas de aguas dulces, de los mayores ríos y de las extensiones más importantes de selvas tropicales de México, esta región es una de las zonas biológicas más ricas entre las que se ubican y caracterizan el cinturón genético de la Tierra.

La población

Este sistema ambiental complejo y altamente integrado constituye el escenario natural de algunas de las mayores hazañas culturales de la historia del hombre en el continente americano. Poblada por olmecas, mayas, chontales, popolucas, nahuas, mixes, zapotecas, huaves, zoques, cakchiquiles, mames, kanjobales, chujes, jacaltecos, choles, tzotziles, tzeltales y tojolabales, la diversidad cultural del sureste ha sido, en diferentes momentos de la ocupación humana de su territorio, fiel reflejo de su diversidad biológica. Desde comunidades agrícolas rústicas hasta estados agrícolas complejos y refinados, las poblaciones del sureste lograron manejar, de un modo sustentable, por cientos de años, esta inmensa riqueza biológica.

Sus poblaciones, muy al contrario de lo que registra la historia oficial, eran antes de la llegada de los españoles notablemente densas. Existen evidencias que permiten estimar conservadoramente la población total del área en 1 millón 700 mil habitantes algunos años antes de la llegada de los españoles, cifra impresionante, si se compara con cualquiera de los asentamientos humanos de la época. Sólo en Yucatán, se estimaba una población de más de un millón de pobladores. Tabasco y la región de la laguna de Términos tenían por lo menos 250 mil habitantes. Una cantidad similar se estimaba en la región entre los ríos Tonalá y Coatzacoalcos. Y aproximadamente 200 mil habitantes se encontraban dispersos en las serranías chiapanecas y oaxaqueñas. El Soconusco contaba por lo menos con 80 mil pobladores.

El exterminio

Los conquistadores y civilizadores occidentales iniciaron en el siglo XVI su tarea simplificadora de la biodiversidad del sureste con el exterminio de su población. Fue el primer paso. Sólo en los primeros años de la conquista, hacia 1550, la población ya se había reducido a 400 mil habitantes, es decir, 75 por ciento había desaparecido víctima del primer choque brutal con los recién llegados. Algunos años después, hacia 1600, se censaron solamente 250 mil pobladores. El primer siglo de la colonia significó así el exterminio de 85 por ciento de la población prehispánica. Las acciones militares, las enfermedades, las reducciones y las encomiendas redujeron los 250 mil habitantes del área de laguna de Términos y Tabasco a sólo 8 200. Del millón cien mil habitantes de Yucatán sólo quedaron 150 mil. En la región del río Coatzacoalcos y Tonalá, sólo vivían escasos 3 mil pobladores. Los 80 mil habitantes del Soconusco se redujeron a 4 mil. Sólo los pobladores de los Altos de Chiapas, los zoques y los mixes oaxaqueños, mejor resguardados por sus sierras, se pudieron salvar del exterminio total.

La repoblación indígena de la región fue un proceso lento que requirió siglos. Pero hay que señalar que jamás volvió a alcanzar las densidades prehispánicas.

Las presas hidroeléctricas: ¿bienestar o catástrofe?

El sureste de México concentra 46 por ciento de los escurrimientos superficiales del país. Todos sus grandes ríos: el Grijalva y el Papaloapan, en la vertiente atlántica, y el río Tehuantepec, en la vertiente pacífica, han sido represados. Ellos generan más de 60 por ciento de la energía hidroeléctrica que requiere el consumo interno de México. Los costos ecológicos y sociales han sido inmensos. La construcción de presas ha significado la alteración drástica de los ríos como sistemas de transporte de nutrientes y minerales, y el desalojo de poblaciones enteras. Son, por lo tanto, otras tantas fuentes de conflicto en la región. Desde las gigantescas obras llevadas a cabo en el Alto Grijalva, hasta las que represaron los sistemas del Papaloapan y el río Tehuantepec, las presas se significaron por las políticas de desalojos de las comunidades indígenas de sus asentamientos ancestrales. En algunos casos, como los de las comunidades desalojadas en los Altos de Chiapas, donde se inundaron más de 100 mil hectáreas de las más fértiles tierras agrícolas para alojar las aguas de los vasos de las gigantescas presas de Malpaso, La Angostura, Chicoasén y Peñitas, fueron obligadas a cambiar sus actividades agrícolas por la pesca de aguas dulces; y otros, como la región oaxaqueña de la Chinantla, fueron trasladados violenta y masivamente a otras regiones. El caso de los indígenas chinantecos ejemplifica claramente estos procedimientos brutales con los que se ha llevado a cabo la modernización de la sociedad mexicana.

El Alto Papaloapan: ecocidio y etnocidio

En 1947 se puso en marcha la Comisión del Río Papaloapan, con la finalidad de ejecutar el Proyecto Cerro de Oro (presas Temazcal y Cerro de Oro) en el Alto Papaloapan: una gigantesca obra (más de 700 km2, con una capacidad máxima de almacenamiento de 13 billones de m3) destinada a controlar los flujos (44 billones de m3 anuales) de una de las mayores cuencas hidrológicas de México, que comprende 357 municipios de tres estados de la república: 264 en Oaxaca, 64 en Veracruz y 29 en Puebla. En 1950 se construyó la primera parte del proyecto (presa Temazcal). En 1972 se aprobó la segunda fase (la presa Cerro de Oro), que se inició en 1974. Con estas decisiones se puso en marcha un plan de reacomodo de la población que inevitablemente sería desplazada, mazatecos y chinantecos principalmente. Se eligieron para este reacomodo algunas áreas del Istmo Central entre los valles de los ríos Lalana y Trinidad, en territorio oaxaqueño, y el valle del Uxpanapa, en el veracruzano.

El primer paso fue desmontar miles de hectáreas de selvas tropicales lluviosas, y el segundo, llevar a cabo un costoso plan de reacomodo de los indígenas desplazados. Se operó así un doble desenraizamiento. La población indígena se vio obligada a abandonar miles de hectáreas de las más fértiles de sus tierras (19 mil hectáreas en el caso de los chinantecos), que serían sepultadas por la inundación de los vasos de las presas. Más de 20 mil mazatecos, y entre 15 y 20 mil chinantecos, fueron desalojados y obligados a abandonar un hábitat y un medio que les había proporcionado el sustento durante siglos. Y, por otra parte, se destruyó la cubierta vegetal, especialmente en las áreas ocupadas por la selva tropical lluviosa del Istmo Central.

Todo el horror de los cambios operados a partir de la construcción de las grandes presas y de las colonizaciones dirigidas con el propósito de aprovechar para fines agrícolas e industriales las tierras y los recursos maderables del trópico húmedo se conjugaron para hacer de las experiencias vividas por los indígenas afectados una de las más grandes tragedias sociales y ecológicas en la historia de la modernización de la sociedad mexicana.

Al final de esta pesadilla modernizadora, los mexicanos hubieron de pagar puntualmente al Banco Mundial los millones de dólares invertidos (1 600 en todo el Proyecto Cerro de Oro), así como los altísimos costos de mantenimiento de las presas, y perdieron miles de hectáreas de un patrimonio biológico irrecuperable. Los chinantecos salieron de este brutal sueño tecnocrático sin su hábitat, sus dioses, su cultura, y más explotados por quienes sí supieron sacar provecho de los errores de la maquinaria modernizadora: los caciques y los ganaderos, los narcotraficantes, los políticos y las empresas constructoras.

Hoy estas poblaciones desalojadas de sus hábitats se han agrupado en asociaciones que luchan por recuperar parte de su patrimonio biológico y cultural perdido.

La petrolización del trópico

Los costos ecológicos y sociales de la política petrolera mexicana en el siglo XX fueron íntegramente cargados a las poblaciones indígenas, campesinas y de pescadores del sureste. Zonas litorales de pesca, estuarios, lagunas costeras, pantanos, manglares, planicies, selvas bajas caducifolias, cuencas altas, selvas lluviosas: todo mostraba ya, después de un siglo de manejos imprudentes, algunas formas de desequilibrio atribuibles directa o indirectamente a esta obra de extracción intensiva de los ricos mantos petroleros.

En el plano social, las contradicciones llegaron a su máximo. El crecimiento desmesurado de las ciudades petroleras desbordó toda la capacidad de las administraciones locales para sortear problemas críticos: vivienda, agua potable, drenaje, escuelas y servicios médicos. La presión sobre los servicios colectivos fue más intensa que nunca. El costo de la vida se elevó sustancialmente alterando las condiciones de vida de las poblaciones locales.

Las razones de estado que justificaron el ecocidio y el etnocidio que se practicaron en las zonas petroleras del sureste fueron las de subsidiar con energía barata los procesos de industrialización y generar las divisas necesarias para pagar los costos de la modernización ("La patria es primero", rezaba el lema oficial de esta fase de explotaciones intensivas...) y la cada vez más pesada deuda externa. Así se justificaron las expropiaciones de ejidos, tierras comunales, invasiones de áreas de pesca, destrucción de lagunas costeras, manglares, selvas tropicales, y la contaminación de los ríos.

Pero hoy ya no es posible seguir transfiriendo los terribles costos ecológicos y sociales del sistema energético de hidrocarburos a las poblaciones indígenas y campesinas del sureste. Con claridad estas poblaciones han expresado su decisión de no cargar más el peso de un sistema productivo cuyos dirigentes, una y otra vez, las han engañado, humillado y ofendido, expropiándoles sus recursos naturales, alterando sus estilos de vida y excluyéndolos sistemáticamente de sus beneficios.

Sólo en el periodo 1990-1994, se presentaron ante la empresa estatal Pemex 315 080 reclamaciones por derrames, pérdida de artes de pesca, cultivos y corrosión de alambradas; se cerraron y bloquearon 1 706 instalaciones petroleras, por protestas multitudinarias de los pobladores; 8 274 MB de producción de aceite y 21 624 MMPC de producción de gas tuvieron que ser diferidos. Las pérdidas para la empresa por concepto de indemnizaciones fueron multimillonarias: 1 228 millones de nuevos pesos.

Las enormes tensiones sociales acumuladas en las regiones procesadoras de hidrocarburos alrededor de los pozos petroleros, los complejos industriales dedicados al procesamiento y a la distribución de productos refinados y petroquímicos, constituyen los más claros signos del clima de violencia que vive el sureste de México al fin del milenio.

La ganaderización del trópico

Junto con el petróleo, la ganadería de bovinos ha representado la actividad más destructiva de los ecosistemas tropicales del sureste de México. Su expansión es más reciente que la del petróleo, no obstante que las llanuras costeras de la región fueron ocupadas por esta actividad desde la colonia. En el último medio siglo, la ganadería se adueñó de prácticamente todos los espacios del trópico. De muy distintas maneras, el proceso de ganaderización significó una contrarreforma agraria silenciosa e ineluctable, que se expandió devastando, sobre todo, selvas bajas caducifolias y selvas altas. La legalización de los latifundios ganaderos mediante certificados de inafectabilidad que permitían el acaparamiento de miles de hectáreas; la fragmentación de grandes propiedades entre miembros de las familias prominentes de la burguesía rural, frecuentemente caciques locales y políticos de nivel nacional; los apoyos financieros nacionales e internacionales (FIRA, Banco Mundial y Banco Interamericano de Desarrollo) promovieron el gradual y sistemático despojo de las mejores tierras de cultivo de las comunidades rurales y la expansión y ocupación de enormes extensiones de superficies boscosas. La frontera ganadera no tuvo límites en el sureste. Lo mismo invadió humedales y llanuras costeras, márgenes de ríos, que zonas montañosas. En menos de medio siglo, las superficies de los estados más ricos en diversidad biológica del sureste, como Veracruz y Chiapas (cada uno con más de 8 mil especies de plantas con flores identificadas), fueron despojadas de su manto vegetal y transformadas en gigantescos potreros. El 62 por ciento de la superficie de Veracruz y 63 por ciento de la superficie de Chiapas son hoy ocupados por una ganadería extensiva, que emplea 1.5 hectáreas por cabeza de ganado. Chiapas pasó de una superficie ganadera estimada en 16 por ciento de su territorio, en 1940, a 63 por ciento en sólo cuatro décadas. Tabasco es otro caso típico de esta devastación: hacia mediados del siglo, se estimaba que 48 por ciento de su superficie estaba todavía ocupada por diversas asociaciones vegetales selváticas. A principios de los ochenta, esta proporción se redujo hasta 9 por ciento.

Los bosques tropicales

Una de las mayores tragedias ecológicas de México es la casi completa desaparición de sus selvas tropicales altas. Aunque explotadas desde la colonización española del territorio mexicano, su destrucción es un fenómeno relativamente reciente. La gran Selva Lacandona del sur, por ejemplo, sólo ha sido víctima de intensos e irracionales aprovechamientos forestales, insensatos programas de colonización, exploraciones petroleras, y del avance incontenible de la ganadería, desde fines del siglo pasado y durante las cinco últimas décadas del presente. Las selvas bajas de Tabasco desaparecieron por completo ante los avances de la ganadería en las últimas cinco décadas. Las selvas del alto Uxpanapa y la Gran Selva Zoque conocida como Los Chimalapas han visto amenazadas sus riquezas florísticas en el último tercio del siglo. La desaparición de las selvas es, pues, un producto de la modernización de los espacios rurales mexicanos.

Los movimientos ecológicos en el Istmo de Tehuantepec

Prácticamente desde la llegada de los conquistadores españoles a las regiones tropicales del sureste de México, el objetivo de establecer una ruta comercial a través de la región ístmica, el paso más estrecho del territorio mexicano entre los océanos Atlántico y Pacífico, se planteó como una empresa viable y capaz de aprovechar la situación estratégica del Istmo de Tehuantepec como ruta comercial entre los países del Oriente y el Occidente.

Con la apertura del Canal de Panamá a principios del siglo, el proyecto perdió importancia dentro de las prioridades geopolíticas de las potencias imperiales dominantes, que se repartieron el mundo y explotaron los recursos naturales de la región, entre ellos, especialmente, los hidrocarburos. Pero siempre se mantuvo como proyecto, hasta nuestros días.

Ante el fin del tratado sobre el Canal de Panamá, el tema del establecimiento de una vía rápida a través del Istmo de Tehuantepec ha vuelto a inquietar a los mexicanos, especialmente a los habitantes de esta región, que alberga algunos de los últimos tesoros biológicos de los trópicos mexicanos y que forma parte de las selvas tropicales mesoamericanas consideradas como zonas prioritarias (hot spots) por la comunidad científica internacional.

Las comunidades locales, en su mayoría poblaciones indígenas mixes-popolucas, zapotecas, zoques y chontales, afectadas por los planes de desarrollo emprendidos en la región a lo largo del proceso de modernización de la sociedad mexicana, especialmente en el último siglo, se aprestan a luchar por la defensa de sus recursos naturales y han manifestado de una manera abierta su oposición a los planes gubernamentales. Éstos consisten, básicamente, en el establecimiento de una vía rápida de cuatro carriles que permita el transporte de mercancías a base de contenedores. Con la realización de esta obra, el gobierno mexicano pretende atraer capitales privados nacionales e internacionales que permitan explotar los recursos ístmicos (bosques tropicales, hidrocarburos y algunos recursos pesqueros). Éste es el denominado Megaproyecto del Istmo de Tehuantepec. A través de él, el gobierno mexicano intenta poner en marcha un paquete de proyectos entre los que se destacan los siguientes:

1. Industria química y petroquímica en Cosoleacaque, Coatzacoalcos, Ixhuatlán del Sureste y Salina Cruz.

2. Refinación en Salina Cruz

3. Industria forestal: plantaciones comerciales de eucalipto en Las Choapas, Agua Dulce, Moloacán, Los Tuxtlas, cuenca del río Uxpanapa en el estado de Veracruz; Chimalapas, Santiago Yaveo y San Juan Cotzocón, en el estado de Oaxaca. También se contempla establecer una planta de celulosa de papel en Coatzacoalcos.

4. Pesca: proyectos de camaronicultura y la rehabilitación de las flotas pesqueras.

5. Explotación de minerales no metálicos: mármol, roca fosfórica, cal, sal de mar.

6. Complejos turísticos: ampliación del complejo hotelero de Huatulco.

La voz y las decisiones de las comunidades indígenas istmeñas: "El Istmo es nuestro"

Durante los días del 22 al 24 de agosto de 1997, los istmeños celebraron un foro nacional para discutir estos planes gubernamentales y presionar a sus promotores para que informaran sobre los mismos a las poblaciones locales, al mismo tiempo que se aprestaban a diseñar estrategias para la defensa de sus recursos naturales. Las mesas de trabajo reunidas en diferentes puntos del Istmo adoptaron resoluciones entre las que destacan las siguientes:

• Es necesario definir el tipo de desarrollo que queremos y que necesitamos de acuerdo a nuestras culturas, costumbres, recursos naturales y humanos con que contamos y que este modelo de desarrollo que nos plantean sea más humano, cultural, ambientalista, regional y nacionalista.

• Declaramos no estar dispuestos a que nos impongan el modelo de desarrollo para impulsar el Istmo, ya que consideramos que este proyecto atenta contra la soberanía regional y nacional, contra la autonomía de los pueblos indígenas, contra la seguridad nacional y contra las culturas, los recursos naturales y la economía de la región.

• Nos declaramos a favor del desarrollo del Istmo sin participación de capitales extranjeros privados y estamos dispuestos a entablar un diálogo con las autoridades gubernamentales de Oaxaca y Veracruz, así como con el gobierno federal, para definir el modelo de desarrollo para el Istmo integrando las propuestas de las comunidades y pueblos indígenas de la región.

• A pesar de las condiciones precarias en las que se encuentran los indígenas en nuestro país, nuestros antepasados han sabido defender nuestras tierras y nuestros recursos naturales. Ejemplos recientes los encontramos en las luchas de los pueblos de las comunidades de Los Chimalapas, Tepoztlán, Morelos, nuestros hermanos de Chiapas y otros hermanos que luchan contra el proyecto neoliberal a lo largo y ancho del país.

• Proponemos un desarrollo que resuelva las necesidades de la comunidad, un desarrollo igualitario e incluyente, donde tengamos todos derecho a decidir, que sea diseñado también por mujeres. El modelo de desarrollo que queremos debe responder a nuestras expectativas, culturas y potencialidades. Un modelo propio, sin corrupción, sin malos manejos, sin explotación, sin expropiación. Un desarrollo colectivo que no privatice ni individualice la propiedad de la tierra y use de manera comunitaria los recursos. Queremos un desarrollo comunitario basado en nuestro propio diagnóstico. Un desarrollo con el compromiso y las soluciones de la propia gente. Queremos un desarrollo autónomo que sea decidido por las propias comunidades y pueblos indios. No queremos que nuestras comunidades desaparezcan; queremos seguir viviendo como hasta ahora hemos vivido, sin aceptar que otros vengan a imponerse como lo hacen con la ley. No lo vamos a aceptar.

• Los recursos de la nación son nuestros. La soberanía nacional está depositada en el pueblo de México y éste es el que debe tomar las decisiones acerca de la manera de utilizarlos. Los recursos de la nación no son para el que tenga más dinero, sino para el provecho de la nación, y el gobierno debe de administrarlos atendiendo a las decisiones y a las necesidades del pueblo; para esto, un principio fundamental es el de la autodeterminación. Debemos organizarnos para hacer oír nuestra voz, para luchar en contra de la contaminación y depredación de la zona, para buscar las alternativas sociales y económicas que nos convengan y para garantizar que nuestra voz llegue al Congreso y a todos los espacios de representación y de toma de decisiones.

• Es necesario desarrollar alternativas que garanticen nuestro sustento diario y que nos permitan vivir con dignidad construyendo un mejor futuro.

Una reflexión final

A lo largo de toda su historia, las comunidades indígenas que habitan el sureste de México no han causado ningún desequilibrio que haga peligrar la estabilidad de los ecosistemas en los que se han sustentado los proyectos de modernización de la sociedad mexicana. Ellos no han represado sus ríos con proyectos hidroeléctricos, cuyos beneficios no han disfrutado ni en términos de consumo de energía ni en proyectos hidroagrícolas o acuaculturales. No han alterado sus planicies de inundación, estableciendo cultivos comerciales para la exportación. No han destruido sus lagunas costeras y estuarios, realizando obras de infraestructura para el procesamiento y la exportación de hidrocarburos. Ellos tampoco han promovido ni impulsado la tala de sus bosques, en favor de inmensas superficies ganaderas y de la producción de un alimento que rebasa sus posibilidades de adquisición, ni de proyectos de explotación intensiva de sus bosques, que sólo han aprovechado las maderas comerciales para la elaboración de productos que no se consumen en sus regiones. Ellos no han contaminado sus ríos ni sus ecosistemas acuáticos más productivos con toda clase de sustancias tóxicas. Nada tienen que ver con los proyectos industriales y agroindustriales que han destruido sus recursos, privándolos de sus medios de vida.

La terrible degradación de sus ecosistemas y la destrucción de sus culturas son los resultados de decisiones que les han sido ajenas, desde hace cientos de años. Los proyectos destructivos de sus recursos y de sus culturas les han sido impuestos a sangre y fuego y bajo toda clase de decisiones autoritarias, en nombre de la civilización, el progreso, la modernización y, ahora, el desarrollo sustentable.

Sin embargo, la batalla por el disfrute de su biodiversidad aún no está decidida. Las comunidades indígenas del sureste de México, por lo pronto, ya han expresado su decisión de no continuar siendo los perdedores de la historia.

******************************

* Los planteamientos y los ejemplos que integran este ensayo forman parte de un libro del autor sobre Economía de la biodiversidad, próximo a publicarse en la serie Estudios Básicos para la Educación y la Formación Ambiental de la Red de Formación Ambiental del Programa de Naciones Unidas para el Medio Ambiente (PNUMA)-Oficina Regional para la América Latina y el Caribe.

1 Toda una corriente de pensamiento crítico ha surgido en el mundo, desde la India (V. Shiva y J. Bandyopadhyay), Nueva Zelanda (M. O’Connor) y América Latina (E. Leff, V. M. Toledo y A. Escobar, entre sus representantes más notables).

2 Adaptado de una entrevista realizada al líder de los seringueiros Chico Mendes, asesinado en diciembre de 1988, intitulada: "Chico Mendes, la defensa de la vida" , aparecida en la revista Ecología política, n. 2, 1989, pp. 37-47.

3 Arturo Escobar, Cultural Politics and Biological Diversity: State, Capital and Social Movements in the Pacific Coast of Colombia, Departamento de Antropología, Universidad de Massachusetts, Amherst (mimeo).

Bibliografía citada

Bodley, J. H., "Human Rights, Development, and the Environment in the Peruvian Amazon: the Ashaninka Case", en B. R. Johnston, (comp.), Who Pays the Price? The Sociocultural Context of Environmentall Crisis, Island Press, Washington, D. C., 1994, pp. 31-6.

Ceceña, A. E. y A. Barreda, "Chiapas y sus recursos estratégicos", Chiapas, n. 1, Era-Instituto de Investigaciones Económicas, UNAM, México, 1995, pp. 53-99.

Chomsky, N., Política y cultura a finales del siglo XX. Un panorama de las actuales tendencias, Ariel, 1994, p. 115.

——, Lo que realmente quiere el tío Sam, Siglo XXI, México, 1994, 136 pp.

—— y H. Dieterich, Los vencedores. Una ironía de la historia, Joaquín Mortiz, México, 1996, 177 pp.

Davis, S. H., "La crisis del Amazonas y el destino de los indios", en Universidad Simón Bolívar- Instituto de Altos Estudios de América Latina (comps.), El universo amazónico y la integración latinoamericana, edición finaciada por la Fundación Bicentenario de Simón Bolívar, 1991.

Ekins, P. y M. Jacobs, "Environmental Sustainability and the Growth of GDP: conditions for compatibility", en V. Bhaskar y A. Glyn (comps.), The North the South and the Environment. Ecological Constraints and the Global Economy, Universidad de las Naciones Unidad-EARTHSCAN, Londres, 1995, 263 pp.

Escobar, Arturo, Encountering Development: The Making and Unmakingof the Third World, Princeton University Press, Princeton, 1995.

——, Cultural Politics and Biological Diversity: State, Capital and Social Movements in the Pacific Coast of Colombia, Departamento de Antropología, Universidad de Massachusetts, Amherst, 1997 (mimeo).

Fearnside, "Environmental Services as Strategy for Sustainable Development in Rural Amazonia", Ecological Economics, n. 20, 1997, pp. 53-70.

Gallopín, G. (comp.), El futuro ecológico de un continente. Una visión prospectiva de América Latina, 2 vols., Universidad de las Naciones Unidas-El Trimestre Económico-Fondo de Cultura Económica, México, 1995.

Gligo, N. y J. Morello, "Notas sobre la historia ecológica de América Latina", en O. Sunkel y N. Gligo (comps.), Estilos de desarrollo y medio ambiente en América Latina, Fondo de Cultura Económica, México, 1980, t. I.

Ianni, O., Teoría de la globalización, Siglo XXI-Centro de Investigaciones Interdisciplinarias en Ciencias y Humanidades, UNAM, México, 1996, 184 pp.

Leff, E., Ecología y capital. Racionalidad ambiental, democracia participativa y desarrollo sustentable, Siglo XXI, México, 1994, 437 pp.

——, "Ambiente y democracia: los nuevos actores sociales del ambientalismo en el medio rural y el problema de la representación", seminario internacional Nuevos Procesos Rurales en México, Teorías, Estudios de Caso y Perspectivas, INAH-UNAM-UAM-Az, Taxco, 30 de mayo al 3 de junio de 1994.

O’Connor, M. (comp.), Is Capitalism Sustainable? Political Economy and the Politics of Ecology, The Guilford Press, 1994, 283 pp.

PNUMA-AECH-MOPU (Programa de Naciones Unidas para el Medio Ambiente-AECH-MOPU), Desarrollo y medio ambiente en América Latina y el Caribe. Una visión evolutiva, Madrid, España, 1990, 231 pp.

Salati, E. y P. B. Vose, "Amazon Basin: A System in Equilibrium", Science, vol. 225, n. 4658, 1984, pp. 129-38.

——, et. al., "Changes in the Amazon over the Last 300 Years", en B. Turner (comp.), Earth Transformed by Human Action, Proceedings of Conference at Clark University, Worcester, Massachussetts, del 26 al 30 de octubre de 1987.

Skole, D. y C. Tucker, "Tropical Deforestation and Habitat Fragmentation in the Amazon: Satellite Data from 1978 to 1988", Science, vol. 260, 1988, pp. 1905-10.

Sponsel, L., "The Yanomami Holocaust Continues", en B. R. Johnston, (comp.), Who Pays the Price? The Sociocultural Context of Environmentall Crisis, Island, Washington, D. C., 1994, pp. 37-46.

Toledo, V. M., "La diversidad biológica de México", en Ciencia y Desarrollo, vol. XIV, n. 81, julio-agosto de 1988.

——, Naturaleza, producción, cultura, Universidad Veracruzana, Jalapa, 1989, 155 pp.

——, "Toda la utopía: el nuevo movimiento ecológico de los indígenas (y campesinos) de México", en J. Moguel, C. Botey y L. Hernández (comps.), Autonomía y nuevos sujetos sociales en el desarrollo rural, Siglo XXI-CEHAM, 1992, 281 pp.

WCED, Our Common Future, Universidad de Oxford, 1987.

Regresa