[...] que la imposibilidad de cambiar se vuelva el objeto
que se tiene que superar para continuar la vida [...].
Jean-Paul Sartre,
La crítica de la razón dialéctica, t. II, p. 15
Cuando se derrumban los ídolos es tiempo de autocrítica. Y cuando se derrumban hasta sus cimientos ha sonado la hora de revisar sin clemencia los fundamentos mismos de nuestro proyecto.
A mediados del siglo XX y en los primeros sesenta, la guerra fría, un socialismo cada vez más feo y, a contracorriente, la liberación de Argelia y la Revolución cubana, confluyeron en reflexiones como La crítica de la razón dialéctica, de Jean-Paul Sartre, de donde provienen los epígrafes de este ensayo. Libro hijo de su circunstancia pero que se adentra en los etéreos territorios de la filosofía con tal de refundar la libertad extraviada por los rumbos de la inercia. En el atardecer de ese mismo siglo el derrumbe del mundo socialista, el nacimiento de un nuevo imperio, y, a contrapelo, la emergencia del neozapatismo chiapaneco y del movimiento antiglobalización, se combinan en ensayos críticos como Cambiar el mundo sin tomar el poder. Un texto donde John Holloway no nos da la receta, pero nos arrastra a un provocador debate sobre los fundamentos mismos de la revolución.
Como el de Sartre, el libro de John está marcado por los tiempos, pero las referencias a la actualidad política y a la historia son marginales. Quizá porque su propósito es la liberación crítica de la subjetividad rebelde pero atrapada. Aunque también porque cuando fallan las predicciones y se incumplen las promesas, es tiempo de buscar las claves de la historia, no de restituir la historia en su verdad. Quizá porque aún no tenemos la brújula y el sextante, quizá porque todavía duele demasiado.
Y duele porque a la postre el XX fue el siglo de nuestro fracaso y del triunfo del capital.
Pero aquí el nosotros es el del marxismo y el socialismo. Y, bien vista, la centuria pasada fue también la experiencia efímera de otros proyectos emancipadores, quizá menos "científicos" que el nuestro; de otras experiencias libertarias, de otras vidas en vilo. La gran ilusión del socialismo se edificó con sangre y se derrumbó estrepitosamente entre los aplausos de los sobrevivientes. Pero el reverso de la trama son las historias de los millones y millones de personas que salieron por su propio pie de la ignominia colonial, que convocaron a la utopía en efímeras zonas liberadas. Cierto, a la postre recaímos, pero lo bailado nadie nos lo quita.
La tensión entre la negatividad y la inercia, entre la piedra y la flama, entre el paradigma del Che Guevara y el paradigma de Fidel Castro, marca la segunda mitad del siglo XX americano. Y su historia debe ser revisitada críticamente si queremos reconciliarnos con ella y retomar el hilo de la rebelión. Pero el libro de John se propone una tarea previa -o paralela-: la crítica inmisericorde del fetichismo, tanto el sistémico como el revolucionario. Vayan estas notas de lectura en abono de su provocación.
La razón histórica y la lógico-estructural
[...] aunque suframos su violencia, no es verdad
que la historia aparezca ante nosotros como una
fuerza extraña. Se hace todos los días por obra
de nuestras manos de otra manera a como creemos
que la hacemos, y, por una vuelta de la llama,
nos hace de otra manera a la que creíamos ser o
llegar a ser [...].
Jean-Paul Sartre,
La crítica de la razón dialéctica, t. I, p. 84
El ensayo es de lectura exigente, pues el autor se mueve en un alto nivel, no de abstracción sino de universalidad concreta. La dialéctica de los conceptos no se despliega a través de casos particulares, es decir de universales singularizados, sino bajo la forma difícil de la propia universalidad. De modo que si el lector no es capaz de remitir el texto a las múltiples determinaciones histórico-sociales, que están implícitas y no explícitas, corre el riesgo de quedarse en el nivel de la generalidad.
Pero además, la reflexión privilegia el enfoque lógico-estructural más que el histórico. Lo que aumenta el grado de dificultad, sobre todo porque el eje de la reflexión no es la economía, por ejemplo, sino el proceso libertario como recuperación del hacer. Y sin duda hablar de revolución sin desplegar procesos históricos que sirvan de base a la reflexión es tarea difícil.
Difícil y riesgosa, pues si bien el movimiento crítico que devela y cuestiona la irracional racionalidad histórica y el que transparenta la reproducción estructural de la ignominia, son complementarios y convergentes, cada uno tiene su especificidad. Develar la lógica del dinero no es restituir la historia del valor en su verdad, por ejemplo. Pero John (p. 173) menciona los dos enfoques -refiriéndose a El capital de Carlos Marx- como si se tratara de un solo movimiento. Y no lo es, pues por su forma, la crítica de Marx es lógico-estructural, con digresiones históricas, muy pertinentes pero accesorias.
Ahora bien, en la crítica lógico-estructural del capitalismo el momento del poder-sobre aparece como constituido por una separación previa entre el hacer y su obra, entre el sujeto y el objeto, entre el trabajo y el capital. Es decir que en este enfoque el momento político dentro del sistema del gran dinero se nos presenta como derivado, mientras que en abordaje histórico aparece como originario. De ahí que en términos lógicos, subvertir las relaciones de separación-expropiación aparezca como antipoder, esto es, como restauración de la unidad social del hacer y no como contrapoder, es decir como fuerza simétrica de la que expropia. Y es verdad: si en el capitalismo la función de la política es separar y mantener la separación, la crítica radical es una no política o antipolítica.
Sin embargo, en un abordaje histórico, el momento de la política es otro, pues la perspectiva histórica muestra a las premisas del capitalismo imponiéndose por la violencia. Pero además, como el sistema está condenado a reproducir la exterioridad, se reproduce también la resistencia y con ella recurre la violencia del capital, ya no originaria sino permanente. Ahora bien, esta confrontación, esta violencia-contraviolencia, históricamente existente, es cuando menos en parte una confrontación política-política, que se expresa bajo la forma de poder-contrapoder. Esta lucha, que tiene autonomía relativa y sus propias reglas, no es a mi juicio una recaída en la separación que se quiere cuestionar, sino el germen del cuestionamiento radical, la revolución en sus modalidades originarias. Susceptible de ser capturada y reabsorbida, claro, mas no por ello menos subversiva. Pero en todo caso la relación entre contrapoder y antipoder, constatable tanto en el abordaje histórico como en el estructural, sólo puede dilucidarse en el primero, vista en el tiempo, como proceso, en su historicidad.
Al insistir en que los agentes libertarios no son identidades dadas y reificantes, sino sujetos que se construyen, John asume sin duda esta posición (el contrapoder y el antipoder coexisten en los procesos de resistencia). Pero resulta difícil esclarecer tal construcción de sujetos si no se la despliega en el tiempo real. Labor que hace, por cierto, el gran historiador marxista inglés E. P. Thompson, en su obra monumental La formación de la clase obrera en Inglaterra. Impulsor, desde los sesenta del siglo pasado, de la idea de que las clases son constituyentes y no sólo constituidas y de que la lucha de clases es originaria y no derivada, Thompson es mencionado sólo una vez, en lo que me parece una ausencia notable, en la muy pródiga bibliografía de John.
Y es que sólo en la perspectiva de la historia concreta se pueden dilucidar las relaciones entre poder, contrapoder y antipoder (y de paso lo que algunos llamaron el en sí y el para sí de la clase obrera, la dialéctica reformismo-revolución, etcétera). La negación que recae en lo negado en vez de superarlo, debe ser explicada históricamente; de otra manera la "verdadera" revolución, la "auténtica" emancipación, se fetichizan, mientras que se desestiman las revoluciones realmente existentes.
John se desmarca reiteradamente de la pedantesca crítica exterior que descalifica en nombre de la ciencia, la historia o la vanguardia. Sin embargo la presencia muy marginal de referencias históricas en el texto deriva en descalificaciones fáciles de procesos trascendentes. Así, por ejemplo, habla de "movimientos de liberación nacional que han hecho poca cosa más que reproducir la opresión" (p. 116). Pero sucede que esta "poca cosa" movilizó a miles de millones de personas durante el siglo XX, la centuria de la descolonización (y de la neocolonización), movimiento histórico que incluye buena parte de las revoluciones al socialismo, que fueron también de "liberación nacional". Y esta desestimación se funda en que los movimientos sociales realmente existentes del siglo pasado incurrieron en "identidades nacionales", en "tomas del poder" y en otros contraindicados estatismos. Admitido. Pero, además de recaídas en la separación, ¿qué otra cosa fueron los grandes momentos emancipadores de la centuria pasada? ¿Qué nos dicen los reales y generosos gritos que resonaron en el muy vociferante siglo XX? Es dilucidando la historia, y sólo así, que encontraremos la respuesta.
Me parece no sólo válido sino muy pertinente cuestionar la idea de que "tomando el poder" la emancipación llegará por arte de magia y de arriba para abajo, como me parece necesario desembarazarnos del estatismo en que se convirtió el marxismo durante el siglo pasado. Pero una cosa es cuestionar conceptos y otra calificar procesos históricos multidimensionales y complejos. Así, por ejemplo, John critica (p. 33-34) la errónea idea de tomar el poder, que en el siglo pasado llevó a preparar para burócratas o para soldados a los jóvenes revolucionarios, y descalifica el nacionalismo antimperialista por ser estatista y territorializado. Y podemos estar de acuerdo, pero poco sacaremos de estas valoraciones lapidarias a toro pasado si no analizamos su despliegue histórico. Porque éstas fueron las ilusiones que movieron a millones, transformados en soldados del Ejército Rojo o del Ejército Libertador del Sur; convertidos en funcionarios descalzos de procesos más o menos estatistas, como la comuna zapatista de Morelos, la Revolución china, o el socialismo maya de Yucatán en tiempos de Carrillo Puerto. Desde hace rato yo descreo de las propiedades liberadoras actuales de la lucha armada. Pero no creo tampoco que los trescientos pueblos chiapanecos que en 1993 decidieron en asamblea ir a la guerra, estuvieran engañados por la fetichización del contrapoder introducida por Marcos y el FLN, por el contrario, creo que cuando menos en parte la insurrección respondió a una lógica ancestral; creo que para muchos la razón del alzamiento era enderezar un orden que se había "pervertido", hacer que los poderosos "cumplieran con su responsabilidad de proveer", crear o recrear un orden idílico. Pero ni el revolucionarismo clásico del FLN ni el presunto milenarismo de los pueblos mayas agotan el significado de la insurrección, y mucho menos explican su capacidad creativa. Cómo se transita del contrapoder al antipoder, ésa es la pregunta, y la respuesta está en la historia.
La importancia del abordaje histórico en el análisis crítico de la reproducción social radica también en que la exteriorización permanente del sujeto (esto es del trabajo vivo, del valor de uso, de la libertad, el hacer) respecto del sistema aparece en el enfoque histórico de manera directa e inmediata como resistencia, solidaridad, rebeldía; mientras que en un abordaje analítico-estructural lo que aparece en primera instancia es la autorreproducción del sistema. Ciertamente se muestran también sus contradicciones internas, es decir los elementos de su irracionalidad y de su posible crisis (en el sentido puramente estructural de este término). Pero no aparecen de manera directa los elementos de su trascendencia. Y esto es así, pues la negatividad, no como oposición y contradicción, sino como superación constructiva, sólo se muestra en la historia. No en la historia como destino, sino en la historia como hazaña de la libertad.
Quizá es por eso que cierta crítica estructural, focalizada en evidenciar la omnipresencia (y a veces pareciera que la omnipotencia) del valor y de su lógica, desemboca con tanta frecuencia en posturas paranoicas, apocalípticas y en última instancia desesperanzadas. Y es que tal aproximación muestra la racionalidad irracional del sistema, pero no capta con la misma claridad las fuerzas de su negación-superación (explica por qué querían hacer un aeropuerto en Texcoco, no la raíz y razón de los rebeldes de Atenco). Esto es así porque, en el análisis estructural, el otro (que somos nosotros) se muestra como momento del capital, como parte de la alienación -lo que ciertamente es-, pero no aparece ahí como proyecto, como creatividad, como momento de la liberación, lo cual también es.
A ello se debe que cuando se quiere destacar la existencia de sujetos alternativos pero se parte de una matriz lógico-estructural más o menos absolutista, se tiende a ubicar estos actores contestatarios fuera del sistema. Pero la "exterioridad" de los indios, de los marginales, de los pensadores críticos, entre otros, tampoco es tal, salvo en una insostenible perspectiva dualista.
Ahora bien, si la lógica del sistema es contradictoria pero no se autotrasciende, y no hay exterior de donde pueda provenir la superación, ¿dónde está la negatividad? Pienso que está en la historia. Creo que es en el tiempo histórico, no en el circular, donde se refugia la libertad. El momento de la negatividad dialéctica es intrínseco al tiempo abierto, es decir a la historia, y su forma es el proyecto: la capacidad de soñar manteniendo los pies sobre la tierra. En términos sincrónicos -o diacrónicos pero espaciales, es decir movimiento sin historia-, lo que se muestra en su necesidad es la recurrente interiorización-exteriorización (el caso del obrero que reaparece como expropiado al final del proceso productivo, o del excluido que ayer fue explotado y hoy es marginal). Y es que en el espacio todo movimiento deviene recurrente, circular, y sólo a través de la dimensión temporal se muestra la historia como invención (lo que con frecuencia se representa geométricamente contraponiendo el círculo a la espiral).
De la separación a la inversión
También podemos señalar bajo esta forma elemental
a la naturaleza de la reificación: no es una
metamorfosis del individuo en cosa, como muchas
veces se podría creer, es la necesidad que se
impone a los miembros de un grupo social, y a
través de él, a la sociedad entera como un
estatuto molecular. Lo que vive y hace en tanto
que individuo se mantiene en lo inmediato, como
praxis social o trabajo humano; pero a través de
esta empresa concreta de vivir, le frecuenta una
especie de rigidez mecánica que somete los
resultados de su acto a las extrañas leyes de la
adicción-totalización. Su objetivación está
modificada desde fuera, por el poder inerte de la
objetivación de los otros.
Jean-Paul Sartre,
La crítica de la razón dialéctica, t. I, p. 342
Para John Holloway es clave el concepto de separación, sustento de la alienación, de la fetichización y otras desgracias que nos tienen en un grito.
Compartiendo plenamente la importancia que el autor le atribuye a un desgarramiento que ocasiona el sacrificio del hacer en las aras del ser, que pone el trabajo vivo a los pies del trabajo muerto, me parece, sin embargo, que en esto sería muy productivo seguir a Marx, quien diferencia la separación de la inversión. Porque si en el desdoblamiento entre el valor de uso y el valor de cambio está el origen de un sistema donde las cosas dominan sobre los hombres, la culminación del proceso que ahí arranca está en la inversión, que no sólo separa sino que pone el valor de uso al servicio del valor de cambio.
Esto es importante porque la separación entre uso y cambio se da mucho antes de que surja el capitalismo, no sólo en las sociedades más o menos mercantiles sino también en todas aquellas donde la productividad del trabajo genera excedentes que deben ser intercambiados. En esta perspectiva, la objetivación, separación y autonomización del producto son premisa de todo intercambio y en última instancia de toda socialidad. Son también la condición de posibilidad de la explotación y dominación del hombre por el hombre, pero que ahí esté el huevo de la serpiente no significa que el desdoblamiento entre producción y consumo, entre uso y cambio, sea alienante por sí mismo.
La posibilidad de que en lugares como el tianguis del Chopo funcione el trueque radica en que se trata de un grupo humano pequeño, que intercambia una variedad de bienes limitada y definida y cuya valoración subjetiva comparte. En las sociedades donde los valores compartidos no bastan para sustentar el trueque y sus medidas, se impone algún tipo de valor de cambio relativamente autónomo respecto del valor de uso. Siendo así, la forma dinero, como separación, no es necesariamente alienante. Sí lo es, en cambio, la forma capital como valor que se valoriza, pues ésta supone no sólo la separación sino también la inversión. Supone que el valor de cambio domina sobre el de uso, que el intercambio no está en función del trabajo y el consumo sino al servicio de la acumulación. Supone, en fin, que el sujeto deviene objeto y el objeto sujeto, que las fuerzas sordas, ciegas, estúpidas y desalmadas del mercado imponen su dictadura sobre los seres humanos.
Lo que estoy diciendo es que la fórmula M-D-M’ no equivale a la fórmula D-M-D’. Y la distinción es básica, pues sin ella se sataniza el mercado como tal, mientras que en sentido estricto lo cuestionable es el sistema del mercado absoluto, esto es la dictadura del mercado. Con esto no quiero decir que toda socialidad futura requerirá de la forma dinero para solventar los intercambios; lo que quiero decir es que mientras se nos ocurre un sustituto más amable, podemos pensar mundos otros, donde mercados mansos y domesticados sirvan a los hombres y no se sirvan de ellos.
Lo que aquí está en juego es más profundo, y se refiere a la naturaleza misma de la praxis humana como objetivación y desdoblamiento. Remite a la conveniencia de no quitarles la vista de encima a las cosas que hacemos -sean bienes, sistemas de conocimientos o relaciones sociales-, pues en cuanto les damos la espalda tienden a volverse contra nosotros. Riesgo presuntamente consustancial a la actividad humana, al que Sartre calificó de "lo práctico inerte", y que podemos llamar el síndrome Frankenstein. Pero de esto hablaremos más adelante.
Un capitalismo contrahecho
[...] el grupo se define por su empresa y por ese
movimiento constante de integración que trata de hacer
de él una praxis pura y trata de suprimir en él todas
las formas de la inercia; el colectivo se define por
su ser, es decir, en tanto que toda praxis se
constituye como simple exis por él; es un objeto
material e inorgánico del campo práctico-inerte en
tanto que una multiplicidad discreta de individuos
actuantes se produce en él con el signo del Otro como
unidad real en el Ser, es decir, como síntesis pasiva y
en tanto que el objeto constituido se presenta como
esencial y que su inercia penetra cada praxis
individual como su determinación fundamental por la
unidad pasiva, es decir por la interpenetración previa
y dada de los otros en tanto que otros [...].
Jean-Paul Sartre,
La crítica de la razón dialéctica, t. I, p. 433
Sin rechazar la multiplicidad de contradicciones y de rebeldías que hacen plural nuestro grito, Holloway insiste en la preeminencia de la separación binaria y clasista de la sociedad, pues sin la "unidad subyacente", dice, "la emancipación... [se] vuelve imposible de concebir".
Admitiendo con John el peligro de perdernos en la multiplicidad de rebeldías variopintas y desperdigadas, creo sin embargo que es necesario revisar más a fondo la cuestión de la proverbial clase trabajadora del capitalismo, un proletariado cuya centralidad y presunta "misión histórica" están cuando menos a debate. La diversidad de actores contestatarios y de rebeldías no es sólo "manifestación" de una dualidad clasista básica, es que contra lo que pensaron los clásicos, el modo de ser de la inhumanidad capitalista es heterogéneo por naturaleza e historicidad, y por tanto lo es también su cuestionamiento específico, su negación concreta.
Reconocer esta heterogeneidad como fracaso de la vocación emparejadora del capital y al mismo tiempo como límite y condena de un sistema contrahecho y disforme, significa reconocer que la subsunción real del trabajo al capital, síntesis de una subordinación formal que pone al capital al mando y una revolución en el modo de producir que instaura la dictadura de las tecnologías, instrumentos, procesos y productos capitalistas sobre los trabajadores y sobre los consumidores, resultó cuesta arriba para el gran dinero. Significa admitir que el sistema de la homogeneidad y la tabla rasa se topó y se topa con la desquiciante diversidad biológica, ambiental, tecnológica, societaria, cultural. Una pluralidad que le repugna pero de la que no puede prescindir. Y a la que apela en nombre de la sagrada acumulación, cuando la apropiación del excedente resulta imposible sin conservar o recrear la odiosa heterogeneidad de las tecnologías y de las relaciones de producción.
Es necesario entonces atender las contradicciones propias de la disformidad consustancial al sistema del mercado absoluto. Tensiones que se expresan, entre otras cosas, en la externalización recurrente y sistemática de sectores de la humanidad y porciones de la naturaleza, como contraparte de su también recurrente interiorización. El capitalismo contrahecho realmente existente devora y excreta, atrapa y expulsa, explota y excluye. Y en este lacerante vaivén se gestan las rebeldías: de los que fueron asimilados y ahora son despedidos, de los que estaban al margen y ahora se les recluta. Esto se representa habitualmente con la metáfora del adentro y el afuera, de la interioridad capitalista y la exterioridad preburguesa, asignando a uno u otro lados las etiquetas de civilización y barbarie según sean las inclinaciones ideológicas del clasificador. Pero no hay tal. Tiene razón Holloway al insistir en la unidad subyacente del sistema, pero para preservar conceptual y políticamente esta unidad es necesario reconocer también su disformidad, un "desarrollo desigual" -como decíamos antes- que no es de grado sino de calidad, que no es transitorio sino permanente y que a mi modo de ver configura la contradicción insuperable y terminal del absolutismo mercantil.
El concepto de un capitalismo que devora y excreta no se aviene con la idea muy generalizada de que la crisis actual (crisis de reproducción pero también ocasionada por la rebeldía) proviene de que, ahora sí, el capital quiere tragárselo todo: salud y educación, agua y biodiversidad. Lo cierto es que conforme cambian las tecnologías y con ellas los sistemas de trabajo y las relaciones económicas, el gran dinero subsume directamente -es decir privatiza- bienes, saberes y personas, de los que antes no podía obtener ganancias, o que las obtenía mejor respetando su relativa autonomía (el trabajo femenino doméstico sirve al capital, sólo que de manera distinta al de las mujeres asalariadas; los campesinos trabajan para el gran dinero en una modalidad diferente a la de los jornaleros agrícolas).
El propio John resbala cuando escribe que "el deseo de los indígenas de Chiapas de mantener sus modelos tradicionales de vida, entra en conflicto con la extensión de la propiedad" (p. 290). Lo que quizá sucedió hace quinientos años, cuando efectivamente el capitalismo se extendía sobre tierras "vírgenes". Pero la fórmula describe mal lo que sucede hoy con comunidades que en su forma actual son producto de la expansión del gran dinero, que se rebelan contra el sistema desde dentro, y que si preservan "modelos tradicionales de vida" no es porque estén afuera o miren hacia atrás sino porque éstos prefiguran una nueva socialidad posible.
Es más consistente con la postura de John, en el sentido de que no hay exterioridad sino exteriorización y que es el hacer el que cuestiona y subvierte al ser inerte desde dentro, la visión de las rebeldías de los marginales, excluidos y demás orilleros, como expresión de contradicciones internas del modo de producción. Porque en los tiempos del imperio la irracionalidad más generalizada y explosiva es la exclusión-depredación, de la que el sistema se desentiende apelando a un presunto "más allá" socioambiental, un mundo extramuros de contaminación, enfermedad, hambre y cólera, que no le compete más que como territorio de incursiones bélicas y reservorio de energéticos. Y entonces habrá que reconocer que una de las rebeldías más profundas y sintomáticas es la de los orilleros, los excluidos viejos o recientes, los hombres de la periferia que a contracorriente de la anterior colonización refluyen sobre el corazón del sistema que les cierra las puertas.
Holloway concibe la revolución como negación, ruptura, deserción, huida; frente a un capital que pretende reintegrar, capturar, recuperar, pues en ello le va la vida. Estas ideas, y la de que "el primer momento de la revolución es puramente negativo", me parecen básicamente correctas si se trata de esclarecer la racionalidad subyacente, la lógica profunda de la revolución. Sin embargo al desplegarse en la historia aparecen contratendencias que no niegan lo anterior pero lo enriquecen. Una de ellas, el momento conservador, reactivo y de nostalgia restauradora con que arrancan casi todas las insurgencias: proverbialmente el alzamiento de unos zapatistas primigenios que se fueron a la revolución de 1910 para no cambiar, aunque ya puestos a hacer decidieran cambiarlo todo. En cuanto a la contrarrevolución capitalista como captura y recuperación, la contratendencia -de vital importancia en la fase actual del sistema- es la expulsión multitudinaria -el monstruoso reajuste de personal- que practica un capitalismo contrahecho que explota a unos y se desentiende de otros. En esta perspectiva los migrantes aparecen como desertando de un capitalismo que los sobreexplota -o los arrincona- en sus lugares de origen; pero también buscando ser reclutados por un capitalismo metropolitano que presuntamente pagará más por su trabajo, porque lo podrá explotar mejor. Y frente a este movimiento de huida y reincorporación, el capital también actúa de manera contradictoria: acoge a los trabajadores del éxodo en la medida en que los puede subretribuir, al tiempo que trata de mantener fuera al remanente indeseable, en una criminalización perversa de los mercados laborales que sirve a ese doble propósito. Los avatares de los mayas de Chiapas, y en general del sureste, documentan estas realidades contradictorias: a fines del siglo XIX el capitalismo agroexportador en expansión los esclaviza para satisfacer sus necesidades laborales, mientras que en la segunda mitad del siglo XX un capitalismo laboralmente ahíto los expulsa de sus tierras y los excluye. Porque faltan o porque sobran, el sino de los mayas ha sido la combinación ignominiosa de explotación y exclusión. Destino que, en el fondo, es el de la humanidad toda.
Si esto es así, la "posibilidad de la emancipación" está en la unidad subyacente de un sistema, que sin embargo existe bajo la forma de la diversidad y la dispersión. Entonces la unidad del sujeto debe construirse no como emparejamiento identitario, sino como convergencia de distintos. Habrá que admitir que en la lógica de múltiples resistencias liberadoras que buscan y practican una nueva socialidad, solidaria pero pluriutópica y descentrada, se imponen las alianzas, las convergencias, los frentes.
Sostiene John que la parte constructiva de la revolución incluye la expropiación de los expropiadores, pero no para apropiarnos nosotros sino para "restablecer el flujo del hacer social" (p. 301). Idea muy sugerente que cobra toda su importancia si tomamos en cuenta que el hacer es mucho más que la producción (la que en el sentido restrictivo del capital se reduce a la producción de ganancias contables). Y es que en una enorme cantidad de casos los medios del hacer no son propiedad directa y formal de un capitalista: trabajo doméstico, creación artística e intelectual, labores campesinas, artesanales y de la "economía informal", etcétera. Lo que no significa que estos trabajos escapen a la separación consustancial al sistema, lo que pasa es que la alienación está en la naturaleza misma de las fuerzas productivas: tecnología adocenada, organización serial del trabajo; así como en la condición de las relaciones sociales, propiciatorias de individualismo, competencia, egoísmo, consumismo, etcétera. Es decir que el problema no está sólo en la subsunción formal, expresada en la propiedad privada capitalista de los medios de producción y en el trabajo asalariado, sino también en la subsunción material -y espiritual- que lo impregna todo: producción y consumo; labores manuales e intelectuales; grandes industrias, talleres y trabajo a domicilio (incluyendo los servicios por la red); fincas y parcelas.
Vistas así las cosas, coincido por completo con John en que la subversión de la inercia separadora no está sólo en las huelgas obreras o las rebeliones espectaculares; está igualmente en el combate de las comunidades rurales por dignidad, autogobierno y economía solidaria, y también en insurrecciones que tienen por materia la vida cotidiana y por territorio las cocinas, las camas o los escritorios donde se escribieron este libro y su comentario.
El Estado, el poder, la política
La praxis [...] en tanto que praxis de un organismo
que reproduce su vida reorganizando lo circundante, es el
hombre. El hombre que se hace rehaciéndose. Y lo mismo es
hacerse que producirse a partir de su propia posibilidad;
ahora bien, en el nivel de lo práctico-inerte, en esa
producción real del hombre, donde la imposibilidad del
hombre se descubre como su ser [...].
Jean-Paul Sartre,
La crítica de la razón dialéctica, t. I, p. 519
El Estado moderno se ocupa de la reproducción económico-social no sólo preservando el orden injusto de las rebeldías que lo amenazan, sino también haciendo viable este orden amenazado por los "excesos" de sus torpes beneficiarios. En este sentido el Estado es también un espacio de negociación asimétrica. En el capitalismo la autonomización de la economía como proceso presuntamente automático debiera hacer del Estado un aparato puramente político. Pero la realidad no ha respondido a este paradigma, pues la reproducción económica del capital ha demandado y demanda intervenciones políticas. Estas mediaciones empiezan desde el establecimiento de la medida de la explotación: salario, duración e intensidad de la jornada. Magnitudes que siempre resultan de una negociación social y sin embargo son indispensables para ponderar el consumo y retribución de la mercancía básica del sistema, una fuerza de trabajo cuyo precio es político y por lo tanto no hay manera de fijar automáticamente. (De hecho esta fijación social de una medida básica de la economía capitalista remite a la economía moral que subyace bajo el sistema del mercado presuntamente absoluto.)
Pero si el Estado es territorio donde se expresa una correlación de fuerzas, y por lo mismo sus componentes -leyes, instituciones, políticas- son más o menos fluidas, pues responden a la identidad básica del orden existente, pero expresan también la composición y el vigor de los actores sociales, entonces admitir la fetichización intrínseca del mundo estatal y político no significa soslayarlo, sino asumirlo críticamente. Hay que entrar a las oficinas públicas, a las cámaras y a los tribunales; con condón, pero hay que entrar.
Para los revolucionarios rusos de principios del XX era preferible que el proletariado luchara por el socialismo en un orden democrático y no en uno dictatorial. Para el anarquista Ricardo Flores Magón, la jornada de ocho horas y la libertad sindical, que reclamaba el programa del Partido Liberal Mexicano en 1906, no eran el ideal del obrero, pero había que conquistarlos. Para el EZLN y el Congreso Nacional Indígena es claro que una ley de derechos indios no nos hará libres, pero luchan denodadamente por que la Constitución recoja la Ley Cocopa, es decir por una reforma del Estado. Y en lo tocante a los organismos multilaterales en los que encarna un Estado multinacional, es lo mismo: los globalicríticos cuestionamos radicalmente al Banco Mundial y al Banco Interamericano de Desarrollo, lo que no nos impide exigir airadamente que honren la "transparencia" abriéndose al escrutinio y que cumplan sus normatividades sociales y ambientales; para nosotros la Organización Mundial de Comercio es la encarnación del "eje del mal", pero entre que son peras o son manzanas los europeos contestatarios exigen que los servicios públicos no entren a la OMC, y los insumisos orilleros demandamos que la agricultura salga. Es decir que una buena parte de la lucha libertaria se despliega en el ámbito político y en los territorios del Estado.
Sin duda, como dice John, democracia y ciudadanía pueden ser "espejismos" (p. 148). Pero esto será así sólo si nos dejamos encerrar en los ámbitos autolimitantes del "Estado burgués". En cambio, me parece que practicada desde la sociedad, la lucha por los derechos políticos democráticos ha dado y sigue dando buenas cosechas. Y reconocer esto desde la izquierda es importante, porque lamentablemente durante el siglo XX la descalificación de las "libertades burguesas" se dio en nombre de la dictadura del aparato en Estados policiacos que se decían socialistas; o sirvió para legitimar la marginalidad de sectas libertarias voluntaristas.
John Holloway insiste en que la lucha contra la fetichización no es política, no tiene vanguardias, no aspira al poder del Estado, no afirma identidades y no es democrática, en el sentido de "amontonamiento de personas". Sin embargo sus ejemplos de antipolítica son poco esclarecedores. La Comuna de París, los Consejos Obreros alemanes, las comunidades zapatistas de Chiapas, los piqueteros argentinos, los campesinos brasileños Sin Tierra, los movimientos antiglobalización, fueron y son contestatarios. Pero esto no significa que se muevan fuera del ámbito de la política. Representan, sin duda, una negatividad radical, aunque no soslayan los territorios enrarecidos pero imprescindibles del Estado, de las leyes, de los aparatos, de los partidos, de las tentaciones del poder por el poder, de lo "práctico inerte". Ya hemos dicho que las comunidades zapatistas quieren reformar al Estado, pues a esto equivale hacer ley sus derechos políticos; agreguemos ahora que el MST, vinculado al Partido del Trabajo, apoyó a su candidato en las elecciones y piensa que con ellos en los campos, los obreros de la Central Única de Trabajadores (CUT) en las calles y Lula en el gobierno, en Brasil mejorarán las cosas. Finalmente, los piqueteros de la Central de Trabajadores Argentinos y los del Bloque Piquetero Nacional se plantean participar en las elecciones y -son sus palabras- "ser gobierno".
Me parece a mí que, en vez de satanizar a los actores, formas de lucha y aparatos intrínsecamente alienados, deberíamos atender las tensiones entre libertad y necesidad, entre negatividad e inercia, propias de todo proceso social que se respete. Así, sería posible reconciliarnos, a la vez, con las redes globalicríticas y con el triunfo de Lula. Porque nadie tiene asegurado el cielo, pero nadie tampoco está irremisiblemente condenado.
Si no podemos escapar nunca por completo de las inercias fetichizantes, y si el "comunismo" no es el paraíso prometido sino un "proceso", como dicen Marx y John, entonces tendremos que admitir que la utopía no es un proyecto posdatado sino en curso. Un sueño que se materializa aquí y ahora en eventos y relaciones vivas, pero también en estructuras, normas, aparatos y sistemas de ideas y valores, que con frecuencia se petrifican y nos arrastran en su propia inercia. Y es que por el momento la utopía es marginal y precaria, sólo existe a contracorriente en los intersticios -"las costuras"- del sistema. Pero si queremos que los sueños diurnos devengan mundo, debemos acumular fuerzas: zonas liberadas, autogobiernos, redes solidarias, "mercados justos", economía popular, comunidades recíprocas, gobiernos que mandan obedeciendo... Si tiene realmente vocación de universalidad, el sujeto crítico -lo que el Sartre de la Crítica de la razón dialéctica llamaría "grupo en fusión"- debe correr el riesgo de la institucionalidad y con ella de la inercia, de la identificación que si nos descuidamos petrifica. Debe correr el riesgo de la política y de la economía a contrapelo, debe entreverarse con el Estado y con el mercado. Pero recuerden: hay que llevar condón.
Si la propuesta de cambiar el mundo sin tomar el poder debe ser algo más que romanticismo poco realista, nos dice John, es necesario develar la existencia de fuerzas antipoder. Y a continuación enumera una serie de movimientos, que ciertamente no se proponían tomar el poder, como si fueran antipoder, en el sentido de opuestos a entrar en los territorios del Estado. Pero los estudiantes del Consejo General de Huelga luchaban por preservar el derecho constitucional a una educación gratuita; los zapatistas quieren que los derechos autonómicos sean ley y algunos piqueteros coquetean con "ser gobierno". Por otra parte, se podría también hacer una lista igualmente larga de movimientos y luchas que sí se proponen tomar el poder, tal sería el caso del MST y la CUT brasileños, que lo lograron vía el PT y Lula; o del movimiento indígena ecuatoriano agrupado en la CONAIE.
Entonces, me parece a mí, la cuestión no está en exaltar la pureza de movimientos prepolíticos (casos paradigmáticos: Atenco hasta que el pueblo logró echar para atrás el aeropuerto, pues ahora está buscando la vía electoral de ser gobierno, y Tepoztlán hasta que lograron frenar el campo de golf, porque después pelearon y ganaron la alcaldía), sino en ubicar movimientos pospolíticos, entendiendo por éstos los que tienen una visión crítica del Estado y por tanto no fetichizan la toma del poder. Pero los movimientos pospolíticos no necesariamente son antipolíticos; no creen que con tomar el poder se cambia el mundo, pero tampoco piensan que para cambiar el mundo hay que mantenerse al margen del poder, cuando de lo que se trata es de no dejarse arrastrar por las inercias del aparato.
La consigna de "Mandar obedeciendo", por ejemplo, puede tener lecturas prepolíticas y pospolíticas. Puede interpretarse como oximoron que desfetichiza al Estado o también como reminiscencia del mundo medieval donde los mandos personalizados debían legitimarse moralmente (el buen caudillo es el que obedece a su gente, como bien sabía Emiliano Zapata). La fórmula expresa bastante bien la regla de oro de un liderazgo político -y sobre todo militar- que debe "mandar" pero en el marco de su obediencia a las comunidades. Proverbialmente éste es el caso del subcomandante Marcos, encargado de conducir la guerra militar y después la mediática, pero obediente a la comandancia y a través de ella a las "bases de apoyo". No me parece, en cambio, un buen lema para un Estado alternativo, pues para empezar el gobernante que queremos no "manda", "sirve"; igual que sirven en las comunidades indígenas los que son designados para un cargo.
El capítulo diez del libro, donde debía mostrarse la "realidad material del antipoder", se enfrasca en un sugerente análisis del antagonismo burguesía-proletariado, que sin duda da cuenta de la intrínseca inestabilidad y propensión a la crisis del sistema capitalista, y de pasada deseconomiza el concepto mismo de crisis, al destacar el factor rebeldía. Pero a mi modo de ver ahí no aparece la "materialidad del antipoder"; aparece, si acaso, la lucha de clases como condición inmanente de la reproducción, y como factor de inestabilidad y crisis. Aparece la materialidad de la negación pero no la materialidad de la superación. Y es que para que ésta se muestre hace falta apelar a la historia, al momento de la libertad, al proyecto.
Al final del libro, John se pregunta si se pueden usar los medios del sistema para subvertir al sistema, y se refiere expresamente a la lucha armada, pero me parece que también podría referirse a las elecciones, la acción legislativa, la participación en el gobierno. Su respuesta, creo, es no. Sin embargo, también ahí dice que las luchas revolucionarias no deben limitarse a "derrotar al gobierno", deben igualmente "transformar la experiencia de la vida social". Y poco después reconoce que "debe haber una acumulación de prácticas de autoorganización". Lo que a mí me huele a normas, estructuras, instituciones, es decir formas petrificadas, estatales. Pero el énfasis en la negatividad sigue ahí: ésta debe ser una acumulación "no lineal"; más que una política de organización la nuestra debe ser "una política de eventos". Y todo esto nos regresa a la cuestión inicial. Para cambiar el mundo no basta tomar el poder, sin embargo hay que derrotar al Estado, y tanto para derrocarlo como para cambiarlo por cualquier otra cosa parecen irrenunciables las formas propias del poder, desde la apelación a las armas -en ciertas épocas y circunstancias- hasta la creación y acumulación de estructuras organizativas. Yo diría entonces que para cambiar el mundo hay que hacer muchas cosas, entre ellas tomar el poder, pero evitando que el poder nos tome a nosotros. (Recuerden el condón.)
Por lo demás, eso de tomar el poder puede entenderse de muchas maneras: hacerse del gobierno por la violencia revolucionaria, pero también ganar elecciones; gobernar o cogobernar en lo local, lo regional o lo nacional; formular y demandar leyes, pero también legislar; incluso interactuar con el poder público como sociedad civil que propone, supervisa y evalúa, es una forma de tomar un pedacito del poder.
Ser o hacer, ¿ése es el dilema?
[...] la alienación sólo existe si el hombre primero es
acción; es la libertad la que funda la servidumbre; es
el lazo directo de interioridad como tipo original de
las relaciones humanas el que funda la relación humana
en exterioridad [...].
Jean-Paul Sartre,
La crítica de la razón dialéctica, t. I, p. 349
La crítica, complemento teórico del grito, es vista por John como destrucción regeneradora en tanto que devela el hacer que subyace tras el ser alienado. Yo preferiría pensar en la crítica como parte de un hacer teórico-práctico, es decir como momento de la praxis que define el hacer como hacer. Esto es importante por lo mismo que preocupa a John: el que algunos críticos pretendan hablar en exterioridad, tirarle línea a un mundo alienado del que presuntamente no participan. Pretendida exterioridad que se diluye cuando la crítica parte del hacer autorreflexivo. Y si esto es así, entonces la crítica no es destrucción regeneradora (una suerte de negación de la negación que se limitara a restituir lo que estaba negado), sino negación creativa que construye una nueva realidad. Pero, naturalmente, postular la condición ontocreadora de la crítica significa asumirla como momento del hacer.
El problema de decir que al cuestionar el ser el pensamiento crítico libera al hacer alienado, es que tiene un regusto dualista con acento en la conciencia, que sin duda John rechaza tanto como yo. Por ello prefiero hablar de la conciencia crítica como el momento reflexivo del hacer, que existe en el proceso mismo de la praxis, y que está siempre en vilo, en rebeldía, perpetuamente confrontado con la inercia, con la serialidad, con la cosificación, con el ser fetichizado que acecha en las sombras.
Esto es importante porque nos permite reconocer las ideas críticas que brotan de la actividad cotidiana o excepcional de las entidades que Sartre llamó "grupos en fusión", para diferenciarlos de los colectivos inertes y serializados. La crítica se gesta en la lucha contestataria y en la edificación a contrapelo de relaciones solidarias, pero también en la orgullosa creatividad que casi siempre acompaña al trabajo -aun el más alienado. Entonces la negatividad creativa de la praxis sintetiza la efímera actualización de la utopía.
Con esto no pretendo negar la relativa autonomía del discurso teórico, sólo bajarle los humos a sus practicantes. Y de paso incorporarle los aportes teórico-prácticos del hacer. Porque las experiencias liberadoras están ahí antes de que el pensamiento crítico "profesional" llegue a emanciparlas del peso muerto del ser. Y no es que la crítica práctica preceda a la teórica o a la inversa -como en el dilema del huevo y la gallina-, sino que estos dos momentos no son originarios sino resultantes de una separación, del desdoblamiento de la praxis unitaria del hombre.
La crítica de Holloway al cientificismo marxista de raigambre engelsiana resulta extraordinariamente pertinente en tiempos de determinismo economicista. Tiempos en que las lecturas espaciales, lógico-estructurales y en última instancia circulares, conducen al conformismo del "fin de la historia", o a postular revoluciones mágicas que llegarán inevitablemente, y deben ser promovidas desde afuera por quienes son capaces de leer las señales del destino en las vísceras económicas del sistema. La ciencia, dice John, no es objetiva o verdadera, la ciencia es negatividad, es crítica.
Sin embargo, la negatividad de John parece remitir a la alienación histórica capitalista, que debe ser criticada para regenerar o restituir el hacer. Así, se plantea que cuando "las relaciones entre las personas existen como relaciones entre cosas", la ciencia debe ser crítica pues su misión es desfetichizar. Pero siendo válida la propuesta, cabe preguntarse si la negatividad crítica de la ciencia, y en última instancia del hacer, no es consustancial a la dialéctica histórica, y en este sentido parte de la "naturaleza del hombre" en cuanto a lo que hasta ahora ha sido. La dialéctica apropiación-extrañamiento, el sujeto que se objetiva, el hacer que deviene ser, la tensión entre libertad y necesidad, el vivir para la muerte y morir para la vida, el oximoron que nos envuelve por todas partes, ¿se puede abolir?, ¿es posible -o siquiera deseable- una utopía sin estas tensiones? Ahora bien, sostener que la inercia, que la cosificación, están en la naturaleza histórica del hombre (o como quieren algunos: son condición de posibilidad de toda razón dialéctica), no significa legitimar sus formas específicas.
Hemos dicho ya que el capitalismo no es el reino del desdoblamiento sujeto-objeto, valor de uso-valor de cambio, hacer-ser, una separación recurrente que quizá es insoslayable. No el capitalismo es el mundo de la inversión, no un mundo donde hay tensión entre los hombres y las cosas, sino un mundo donde las cosas están vivas y los hombres están muertos. Entonces la crítica-práctica-revolucionaria es una apuesta del sujeto por sobreponerse al objeto, por recuperar la iniciativa, por reintegrarle a la libertad el papel que hoy usurpa la necesidad. Y esto significa apostar por un mundo desconocido, radicalmente nuevo. Pero no un mundo sin inercia, sin cosificación, sin otredad; es decir sin peligro, sin riesgo, sin amenaza; es decir sin reto. En vez de un mundo donde el objeto es absoluto y el sujeto relativo queremos uno donde prive el sujeto. Y para esto debemos revertir la inversión, no el desdoblamiento; el intercambio como medio para la valorización del gran dinero, no el intercambio como tal. Y, ya lo hemos dicho, ésta es una lucha que se gana -y se pierde- todos los días, no una batalla de premio posdatado; un más acá, no un más allá.
Pero es también la construcción pausada y acumulativa de un mundo otro. Y será realmente otro -piensa John- si el sujeto priva sobre el objeto; pero para ser mundo -pienso yo en el papel de Sancho Panza- deberá materializarse en relaciones y estructuras, siempre proclives a la inercia y la cosificación. Entonces la utopía son mundos donde el hacer remonte perpetuamente el ser, donde el sujeto se reapropie del objeto una y otra vez, donde la llama caliente y rompa la piedra... que sin embargo seguirá siendo piedra. Mundos donde el pensamiento crítico evite que la recurrente alteridad devenga fetichismo. Y empleo el plural, pues si no se trata de ser de otra manera, sino de hacer de otra manera, entonces la utopía no es única sino múltiple, no unívoca sino plural.
Quizá ya estoy hecho a la mala vida, pero debo confesar que prefiero estos sueños guajiros a la Arcadia esdrújula, esto es: armónica, idílica, unánime y nostálgica, que puede ser descrita positivamente como una suerte de paraíso prometido. Y los prefiero, sobre todo, a las profecías que nos anuncian un destino libertario transformado en fetiche "revolucionario".
Y en esto creo que coincido ampliamente con John, quien se desmarca de las utopías positivas entendidas como "síntesis final en la que se disuelven todas las contradicciones", e insiste -con Marx- en que una sociedad liberada no es "estado" sino "proceso" (p. 221).
En el grito y la crítica se gestan la "revolución" y el "comunismo", dice John. Completamente de acuerdo si lo escribimos en plural. Porque la negación, que el autor expone en su concepto, en la historia es siempre negación concreta, específica. Y es que para superar, ya lo sabía Hegel, "hay que perderse en la cosa misma", pues sólo de esta manera podremos recuperarnos con provecho. Así, una negatividad trascendente será la que descubra la materia prima de su proyecto en las tensiones ser-hacer, libertad-alienación, del mundo realmente existente, es decir del aquí y el ahora. De la misma manera que los sueños maravillosos hilvanan retazos de la realidad más prosaica.
Y de ser así, éstas serán utopías posibilistas. Posibilistas y plurales, pues aun admitiendo que la multiplicidad de la alienación se funda en una dicotomía básica, la negación creativa siempre será específica. Porque la utopía de una sociedad agraria difiere de las urbanas; los sueños en el iglú no son iguales que en la hamaca. Lo otro es la mundialización uniformizante de la esperanza. Y no la queremos.
Notas:
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John Holloway, Cambiar el mundo sin tomar el poder, Herramienta, Buenos Aires, 2002.
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Revista Chiapas
http://www.ezln.org/revistachiapas
http://membres.lycos.fr/revistachiapas/
http://www33.brinkster.com/revistachiapas
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Chiapas 15 2003 (México: ERA-IIEc)
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