Chiapas
2


Enrique Rajchenberg S. y Catherine Héau-Lambert
Historia y simbolismo en el movimiento zapatista

Foto:

Presentación

Ana Esther Ceceña,
Universalidad de la lucha zapatista. Algunas hipótesis

Rubén Jiménez Ricárdez,
La guerra de enero

Enrique Rajchenberg S. y Catherine Héau-Lambert,
Historia y simbolismo en el movimiento zapatista

Enrique Semo,
El EZLN y la transición a la democracia

Susan Street,
La palabra verdadera del zapatismo chiapaneco

José Blanco Gil, José Alberto Rivera y Oliva López,
Chiapas: la emergencia sanitaria permanente


PARA EL ARCHIVO

Servicios del Pueblo Mixe, A. C.,
La autonomía: una forma concreta de ejercicio del derecho a la libre determinación y sus alcances

Acuerdos sobre derechos y cultura indígena a que llegaron las delegaciones del EZLN y del Gobierno Federal en la primera parte de la Plenaria Resolutiva de los diálogos de San Andrés Sacamch’en, 16 de febrero de 1996

Francisco Pineda,
La guerra de baja intensidad

Elizabeth Pólito y Juan González Esponda,
Cronología. Veinte años de conflictos en el campo: 1974-1993


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Menos discursivo que el texto o la palabra, el entorno
visual tiene su propia importancia: puede hacer
permanecer duraderamente un recuerdo histórico,
puede permear incluso al hombre común y corriente,
pasivo o indiferente.
[1]

1. Historia e imaginario colectivo

Marcos sorprendió a todos cuando hizo su aparición a caballo, el pecho cruzado de cananas. Para los mexicanos, no sólo fue sorpresa, sino despertar y rescate de una memoria colectiva arrinconada, entumecida por el neoliberalismo, a punto de caer en el olvido. La imagen de Marcos evocó inmediatamente otra imagen lejana: la de Emiliano Zapata a caballo, vestido de charro, ancho sombrero y el pecho cruzado de cananas: foto inolvidable que sirvió de modelo a los cineastas mexicanos, pasó a ser el arquetipo del buen revolucionario. De la identidad individual de Marcos, oculta tras el pasamontañas, sólo quedaba la identidad simbólica de un héroe guerrillero agrarista. Esta reaparición sorpresiva de un pasado remoto fue más elocuente que todos los discursos. Resurgía la figura emblemática del defensor del pueblo campesino que murió por sus ideales.

La historia mexicana es una larga cadena de remembranzas de héroes populares: Marcos remite al general Zapata quien a su vez remitía a la rebelión victoriosa del general Morelos que hundía sus raíces en la memoria bíblica. Tiempos reales sobre fondo de tiempos míticos. Un eterno caminar hacia la liberación.

Según los testimonios que nos han dejado las canciones populares durante la revolución (los "corridos"), la figura de Zapata se fue transformando y creciendo a lo largo de su lucha y después de su muerte adquirió una dimensión propia en el imaginario popular. La necesidad de una legitimación histórica para la movilización de fuerzas zapatistas en 1911, hizo de Zapata primero el heredero natural de Hidalgo, de Morelos y de Juárez, luego de Cuauhtémoc y de la raza indígena, para finalmente, a la hora de su muerte proporcionarle una ascendencia mítico-religiosa asociada a los máximos libertadores de pueblos, es decir, a Moisés y a Jesús.[2]

Como heredero de Hidalgo y de Morelos, Zapata representa la liberación del mexicano frente a los españoles, frente a los dueños de la tierra. La memoria de las guerras victoriosas de la independencia permite presagiar igual destino al movimiento zapatista. Se habrán de recuperar para el pueblo las tierras y el poder de decisión política. El sitio de Cuautla, de mayo de 1911 (primera gran victoria zapatista), se asocia en la memoria popular al sitio de Cuautla de mayo de 1812. El discurso social campesino vigente en 1911 incorpora la memoria étnica del pueblo al discurso religioso, discurso hegemónico que jerarquiza y reordena a los demás. Los zapatistas de 1911 se consideran dignos herederos de Cuauhtémoc, se autoperciben ahora como un pueblo de indios oprimidos, que se metamorfosea míticamente en el pueblo elegido de Dios, con un caudillo libertador que es también un nuevo mesías: Zapata.[3] Las peripecias ideológicas de la gesta zapatista ilustran admirablemente cómo los movimientos populares se apropian de una memoria colectiva preexistente y de las ideologías y mitos disponibles en esa memoria, para legitimar sus luchas presentes.

Según el relato popular, hay días en que la orgullosa silueta de Emiliano Zapata se destaca claramente en la cima de los cerros y hay días en que se le ve cabalgar al galope sobre las crestas de los cañaverales. Mientras siga la lucha por la tierra, Zapata seguirá viviendo. Algún día tendrá que volver. Los herederos de Zapata evocan visualmente esta gloriosa ascendencia cuando se presentan a caballo el pecho cruzado de cananas. Ésta es la memoria viva del viejo zapatismo, pero en México existe otra memoria desde la revolución: la memoria gráfica plasmada en grandes frescos que enseñan gratuita y didácticamente la historia nacional en los muros de los edificios públicos. Un arte socialmente comprometido donde se simbolizó a los héroes y a los anti-héroes.

Uno de estos "símbolos" didácticos de la historia nacional, por más extraño que parezca, ha sido el caballo, asociado invariablemente al héroe histórico, ya que en México la marca del héroe no es el fusil, es el caballo. Alrededor del caballo se ha tejido en el imaginario popular mexicano un conjunto de representaciones que ha variado según la coyuntura histórica. Es un caso muy interesante de un símbolo del anti-héroe (el caballo fue introducido por los españoles) que ha sido revertido por el pueblo, que se lo ha apropiado como un símbolo de fuerza victoriosa al servicio del héroe popular. Uno de los mitos que cabalga por el continente americano es el hombre centauro,[4] el hombre-a-caballo. Del cowboy al gaucho, de Paul Revere a Martín Fierro, el héroe americano cabalga incansablemente por las Américas. El caballo en su función guerrera es parte del mito del héroe. Hasta el Quijote tuvo que conseguirse a "Rocinante" para cumplir con su misión justiciera, mientras los héroes oficiales caracolean metalizados en los parques de la ciudad, mudos testigos de una época heroica. Siqueiros pinta caballos fogosos como símbolo de fuerza popular: el caballo como símbolo de un pueblo heroico y no solamente de un héroe. En cambio, Diego Rivera pinta en su mural del Palacio de Cortés, en Cuernavaca, un caballo blanco como doble de Emiliano Zapata: el mítico caballo blanco de todos los grandes generales. Finalmente, no hay película sobre la revolución mexicana que no incluya espectaculares cargas de caballería. Villistas y zapatistas fueron jinetes fuera de serie. El historiador francés, Maurice Agulhon, muy sensible a la imaginería histórica escribe:

La historia de las imágenes políticas sin duda amerita realizarse, no solamente porque, como se suele decir, no hay nada que no merezca ser estudiado, sino también porque no se sitúa necesariamente en los márgenes de la "gran" historia. A veces ha formado parte de su núcleo, a veces ha sido marginada de él, pero siempre puede regresar a él.[5]

Ahora bien, si, por una parte, el EZLN lleva a cabo una recuperación de símbolos visuales, por otra convierte determinadas experiencias históricas en símbolos. Se trata fundamentalmente de la Soberana Convención Revolucionaria que tuvo lugar entre octubre y noviembre de 1914 en la ciudad de Aguascalientes y que constituyó el referente histórico de la convocatoria lanzada en junio de 1994, para la celebración de un encuentro de la sociedad civil en algún lugar de Chiapas que se bautizaría con el nombre de Aguascalientes. Fue el momento más democrático de la revolución mexicana y, tal vez por ello mismo, el más olvidado por los historiadores. La Convención de 1914 fue el primer ensayo de ejercicio de la ciudadanía real. Fue una discusión pública; un intento de contener la violencia mediante el diálogo entre ciudadanos armados, no entre militares. La reiteración de los convencionistas de su carácter de ciudadanos en armas significó un pronunciamiento acerca de su distancia con respecto al siglo XIX y su secuela de cuartelazos; pero entrañaba también la reivindicación de los derechos sociales, no la asfixia militar de la incipiente sociedad civil.

Después de caminar por los vericuetos de la memoria popular, volvamos a los tiempos presentes para observar cómo la memoria zapatista ha trascendido sus fronteras regionales para volverse símbolo nacional.

2. Los usos de la historia nacional

"Zapata vive, la lucha sigue" es una de las consignas favoritas de los manifestantes que en múltiples ocasiones desfilaron desde el 1° de enero en la ciudad de México. En el imaginario colectivo, los héroes populares prosiguen su existencia terrenal mucho después de su muerte biológica.

La eternidad constituye un rasgo intrínseco a los héroes, pero es necesario explicar por qué a ciertos individuos se les confiere el carácter de héroes nacionales y, por lo tanto, de símbolos patrios, incuestionables por definición. En el caso de Zapata, se trataría de explicar la aparente paradoja de un personaje del mundo rural de principios de siglo XX que luchaba por "tierra y libertad" y que sigue siendo a fines del mismo siglo el símbolo de lucha para quienes lo campirano viene siendo, en el mejor de los casos, aquello que empieza ahí donde acaban el asfalto y los edificios.

a. Zapata: el nacimiento de un mito en disputa

Hace unos meses, Friedrich Katz comentaba que, de todos los líderes revolucionarios del siglo XX, los únicos que seguían siendo figuras heroicas eran Zapata y Villa. Lenin, Mao y Tito han sido tumbados de su pedestal escultórico-simbólico en los últimos años. En cambio, los dos primeros no solamente conservan su puesto, sino que su ejemplaridad se multiplica. La razón de su permanencia, y también de la del Che Guevara, radica, entre otras cosas, en que fueron ajenos al poder. En otras palabras, no basta que los individuos abracen causas populares, sino que es preciso que se mantengan alejados de aquello que ensucia a quien lo toca: el poder y sus símbolos.[6] Al respecto, nada más ilustrativo que la fotografía de Zapata y Villa sentados en la silla presidencial en 1914 cuando tomaron la ciudad de México los ejércitos campesinos. Al lado de un Villa que se burla de la circunstancia, tal vez algo complacido, hay un Zapata incómodo y con ganas de acabar lo más rápido posible con esa parte del carnaval en que los pobres toman el lugar de los poderosos seculares, esto es, como si su imagen se reflejara en el espejo del poder. Tal vez por esta razón, además de su caballo y sus cananas, Marcos es identificado con Zapata: un poeta, dijo en una ocasión, sería un pésimo gobernante. Así, interpuso sus distancias frente a lo que algunos le imputarían, su ambición de poder. Pero hay más: Zapata y Villa son asesinados por el gobierno; en el caso de Zapata, el asesinato se comete a traición. Villa es asesinado en su automóvil, una vez concluida la revolución y él viviendo en una hacienda norteña rodeado por sus antiguos soldados convertidos en agricultores. Zapata muere a caballo y acorralado, junto a sus comunidades famélicas. Es el símbolo de quien no capitula en la defensa de los principios y valores que sustentan la rebeldía.

Sin embargo, Zapata no es un patrimonio simbólico exclusivo de los sectores populares de la sociedad mexicana. Si los campesinos hubieran sido no solamente derrotados, sino además vencidos y aniquilados como fuerza social y política en el transcurso de la revolución mexicana, Zapata sería actualmente monopolizado por ellos y no constituiría una figura simbólica disputada por el estado. La derrota de los ejércitos campesinos entre 1915 y 1916 no marcó el término de la revuelta y del descontento campesinos.[7] Éstos siguieron armados durante muchos años más y constituyeron una amenaza, aunque no cohesionada, a una entidad que se autodenominaba estado mexicano, pero que en realidad no detentaba en exclusiva el uso de la violencia, sino que le disputaba la legitimidad de su ejercicio a caciques, caudillos y bandas armadas de campesinos dispersos en el territorio. En suma, era un esbozo de poder estatal que se quería y autoproclamaba soberano sin serlo. Ideológicamente, el estado halló la solución a su déficit de cohesión social y política en la agrupación post-mortem de personajes que en vida habían sido rivales y portadores de proyectos sociales irreconciliables. Carranza, quien ordenó el asesinato de Zapata, aparece en los productos de la imaginería oficial junto a éste, y el Caudillo del Sur, al lado de Francisco Madero quien envió al ejército federal para solucionar la rebeldía campesina. Así también, el expresidente de la República, Carlos Salinas pudo anunciar la reforma del artículo 27 constitucional, reforma que en los hechos promueve la legalización del latifundio y la liquidación del ejido,[8] con un retrato de Zapata detrás de él. Es el mismo presidente que viajaba en un avión llamado Emiliano Zapata, que tiene un hijo Emiliano y a quien asesoró en sus estudios doctorales John Womack, el autor de la mejor historia del zapatismo. De este modo, el más radical de los protagonistas de la revolución de 1910 es edulcorado en la galería oficial de hombres heroicos de la patria que vuelve indescifrables las diferencias entre alternativas políticas, por un lado, y, por otro, convierte a los héroes en herencia del estado o, mejor dicho, de la fracción victoriosa de la revolución. Zapata se vuelve entonces cofundador y santificador del régimen político, y legitimador de un proyecto contrario al suyo, sobre todo después de haberse declarado el fin de la reforma agraria.

En los días que siguieron al 1° de enero de 1994, el símbolo fue objeto de una reapropiación. Zapata ya no iba a ser compartido con los gobernantes, sino que sería el símbolo de los rebeldes chiapanecos y de todos los grupos sociales que se formaron o activaron: "Si Zapata viviera, con nosotros estuviera", coreaban los manifestantes pasando por alto el error de conjugación porque en la lucha simbólica todas las armas lingüísticas son legítimas. Esa batalla parece estar ganada. La invocación estatal de Zapata tendrá a partir de ahora sus riesgos y seguramente será evitada. Tal como observaron muchos analistas, después del 1° de enero de 1994, Salinas de Gortari optó por declarar ante las cámaras de televisión con un retrato diferente y también con significados precisos: el de Venustiano Carranza, quien mandó asesinar a Zapata.

Pero volvamos a la pregunta inicial: ¿por qué abanderar la lucha de finales del segundo milenio con la imagen de Zapata? El antropólogo Guillermo Bonfil puso de relieve la dualidad cultural del México actual.[9] Por una parte, el México profundo, cuyas raíces se hunden en el pasado prehispánico, indígena por consiguiente. Por otra, el México imaginario,[10] el del mito de la modernidad, del progreso indefinido que obliga a seguir el camino tecnológico-social de Occidente y, consiguientemente, a uniformar los valores culturales y las poblaciones que los producen y recrean. Los indígenas deben ser, desde la perspectiva de este otro México, si no eliminados, reconvertidos a la fe occidental. Un poco más de medio milenio lleva el intento de aniquilación del sustrato civilizatorio más antiguo, pero no lo ha logrado totalmente, aunque la desindianización (Bonfil) y la estigmatización de la identidad indígena han penetrado la trama social y la conciencia colectiva. Ningún esencialismo o fundamentalismo debe presidir la formulación del esquema de los dos Méxicos, uno profundo, el otro imaginario. Lo indígena del siglo XX no es idéntico a como era antes de la conquista, pero la resistencia al avasallamiento por el México imaginario se presenta con rostro indígena. Aquél siempre permanecerá inconcluso mientras persista el México profundo.

Esta pequeña digresión nos debe permitir la comprensión del significado de la tierra y de la lucha por la tierra. Ésta es ciertamente la que alimenta y que por ello mismo se expresa como madre de todos los que la habitan. La vida misma se organiza en torno a ella y la producción cultural la expresa de muchas maneras. La defensa de la tierra es, entonces, simultáneamente la defensa de los medios que garantizan la existencia y la del universo cultural que los hombres controlan. La mercantilización de la tierra implica la pérdida de unos y de otro. Sin embargo, como siempre ocurre con los signos simbólicos, el significado adquiere autonomía con respecto al significante. La lucha por la tierra adquiere el valor de un símbolo de resistencia al despojo de la capacidad de autodeterminación de las comunidades y, al mismo tiempo, constituye el soporte del sentimiento comunitario, es decir, de aquello que vincula a los hombres.

El México indígena y campesino pelea todavía por la tierra contra las invasiones de los latifundistas en una línea de continuidad con los movimientos iniciados hace quinientos años. No obstante, la adopción de un rostro indígena no implica la idealización del pasado prehispánico. No existe una exaltación del indígena puro, sino que el referente es el indígena rebelde, que resiste y pelea. Los valores democráticos de las comunidades chiapanecas que tanto intrigaron a los interlocutores gubernamentales del EZLN no son propios del mundo prehispánico, sino una cultura política forjada en la resistencia al avasallamiento y al intento de aniquilación. Se produce entonces la paradoja de una sociedad que para permanecer se transforma.

El México urbano no pretende una vuelta a la naturaleza, como ciertos grupos milenaristas que se disfrazan de indios, al adoptar el símbolo zapatista, sino que éste se convierte en el equivalente general de la rebeldía. Zapata es el personaje más cercano al México de fin de siglo que asume los valores del México profundo en oposición al proyecto de un México culturalmente homogéneo, aquel que Bonfil denominó imaginario. Empero, ¿qué tan indígenas eran el mismo Zapata y los zapatistas de 1910? La fotografía de Zapata montado a caballo, vestido de charro, así como la de sus soldados entrando a la ciudad de México en 1914 con un estandarte de la virgen de Guadalupe permiten cuestionar el estereotipo de la lucha zapatista como lucha por la restauración de un idílico mundo precolombino. Sucede que lo popular se ha revestido de indígena hasta volverse sinónimo, sea para exaltarlo, sea para denostarlo con respecto a las élites del poder que, desde la independencia, siempre usaron ropajes europeizantes o americanizantes.

Zapata hace la revolución en los hechos, no sólo empuña las armas sino que procede a la subversión de las tendencias capitalistas en el campo mexicano, esto es, la proletarización de los campesinos y la ampliación del latifundio mediante la absorción de las tierras de los pueblos.[11] No sólo contrarresta estas tendencias sino que profundiza las estructuras tradicionales de los pueblos. En efecto, hace efectivo el grito de levantamiento de la revolución zapatista de marzo de 1911: "¡Abajo las haciendas, vivan los pueblos!"

Durante toda la colonia, las comunidades indígenas gozaban de derechos propios bajo la forma de repúblicas de indios protegidas directamente por la corona española como contrapeso a la aristocracia terrateniente criolla. A pesar de la independencia, esta larga tradición de autogobierno sobrevivió y fomentó la resistencia indígena contra la mercantilización de la tierra impulsada por los sucesivos gobiernos liberales. Estos pueblos se regían con base en consultas y debates realizados en asambleas donde se ventilaban todos los asuntos concernientes a la comunidad. Los zapatistas reactivaron esta práctica que durante el porfiriato había sido supeditada a las decisiones del jefe político, funcionario distrital nombrado por el gobernador. En 1914-1915, después de la derrota de Huerta, los zapatistas dominaron y administraron su región: "Ésa era la transferencia violenta de poder que se había realizado en todo el territorio del estado. Por debajo de las tormentas políticas que aún se sucedían en las alturas, ésa era la sede real del poder zapatista".[12] Este poder zapatista basado en las asambleas locales entrañaba un uso dilatado del tiempo, el tiempo lento -precapitalista- de los campesinos. Este caminar político escalonado contrasta con el buen uso del tiempo moderno "time is money", donde se acostumbra delegar el poder para ahorrar tiempo. De ahí la sorpresa de los negociadores gubernamentales de 1995, cuando el EZLN insiste en seguir el camino largo de las consultas de base.

El México artesano y obrero de 1914 había contemplado con desconfianza y algo de hilaridad anticlerical a los zapatistas católicos que ocupaban las calles de la capital. Algunos historiadores explican cómo esta diversidad o incluso incompatibilidad cultural condujo a la conclusión de un pacto entre la organización sindical obrera y el gobierno de Carranza, que llevaría a la formación de regimientos compuestos por obreros para luchar contra los ejércitos campesinos. El México urbano de 1994 y 1995 mira con simpatía y solidaridad, apoya y se organiza al son de los acontecimientos del México indígena y rural. Parece una revancha histórica por los episodios de 1914 y 1915.

b. Historia nacional y zapatismo de fin de siglo

El zapatismo de fin del siglo XX es caracterizado, al igual que su homónimo de principios de siglo, como un movimiento local y que, por lo tanto, puede ser concluido, es decir, sofocado, mediante su aislamiento, su confinamiento en el territorio donde se origina. Ciertamente, el método aislacionista posee una gran ventaja: es menos costoso políticamente que el militar. La historiografía contemporánea ha procedido frecuentemente de esta manera pretendiendo que el zapatismo había sido un movimiento, limitado a la problemática local o incluso parroquial, incapaz de trascender los límites de las microrregiones en que vivía. De esta manera se explicaría la imposibilidad de los zapatistas de plantear propuestas de alcance nacional y de sentirse involucrados en aquello que acontecía más allá del territorio que habitaban. Esta interpretación está en realidad basada en la confusión entre dos conceptos que conviene distinguir: por un lado, el de patriotismo propiamente dicho y, por otro, el de construcción del estado-nación o nation building.[13] Los campesinos se opusieron a este último, emanado de las élites del poder, puesto que entrañaba la centralización política y la amenaza a sus sistemas de valores, ideas y formas institucionalizadas de gobierno, aunque, en numerosas circunstancias históricas, salieron en defensa tanto de su patria chica como de la patria tout court. En la medida en que las élites sólo conciben el patriotismo como proceso de construcción del estado-nación, los campesinos serían recalcitrantes antipatriotas y su acceso a un estatuto pleno de ciudadanía sólo sería posible si dejaran de lado esa actitud considerada retardataria y anacrónica. De hecho, la centralización política, concomitante con la modernización porfiriana del poder, anulaba progresivamente la autonomía política local o regional. Muchos de los actores colectivos tradicionales eran herederos y defensores del liberalismo, al cual nadie puede negarle su modernidad en el siglo XIX mexicano, porque el federalismo de los liberales se conjugaba muy bien con su ancestral organización política a la que no estaban dispuestos a renunciar.

En nuestros días, se utiliza la misma perspectiva analítica. Chiapas sería una lejana y distante provincia mexicana que, precisamente por su escasa integración a los destinos de la nación, experimentaría la más alta marginación y pobreza. La rebelión zapatista consistiría entonces en un desesperado esfuerzo por unirse al tren de la modernización capitalista acelerada por el TLC. En esa medida, y sólo en ésa, el propio gobierno y los ideólogos oficiales justifican el alzamiento y declaran estar dispuestos a colaborar para lograr este objetivo. Así, el final del movimiento sería la construcción de algunos hospitales, de escuelas y carreteras y, al mismo tiempo, garantizaría la fidelidad de las poblaciones beneficiadas a un régimen político que todavía, después de más de setenta y cinco años, sigue apoyándose en este tipo de relación gobernantes-gobernados: el poder concede y el pueblo se compromete a no cuestionar las redes de la dominación clientelista.

No nos corresponde en los límites temáticos de este artículo explicitar por qué los objetivos y el carácter del movimiento zapatista rebasan las fronteras provinciales, pero lo que parece claro es la intención expresada desde el inicio por el EZLN de demostrar que el pasado histórico de los indígenas rebeldes es el de la nación en su conjunto. Por ello, la primera Declaración de la Selva Lacandona comienza con una referencia a la historia para demostrar que la historia patria, aquella que los mexicanos aprenden en la escuela, es también su historia.

La historia constituye en México, tal vez más que en cualquier otro país americano, un referente obligado del discurso político y un lenguaje conocido por todos. Las confrontaciones políticas se ventilan a través de interpretaciones históricas opuestas. Así, por ejemplo, los conservadores del siglo XIX valoraban altamente el periodo colonial, mientras sus contrincantes políticos enfatizaban el legado prehispánico. Asimismo, tiempo después de concluida la revolución de 1910, las críticas al régimen político se vehiculaban a través de la exaltación o denigración del movimiento revolucionario.

En México, lo que permite fundamentar la comunidad de intereses nacionales es menos el enunciado de valores abstractos que el pasado histórico, inventado, imaginado y reconstruido. En las declaraciones del EZLN, el recurso a la historia es insistente; mediante su repaso, establece la filiación con movimientos y personajes de un pasado más o menos remoto y simultáneamente se deslinda de otros. Un principio de identidad y de diferencia o antagonismo conservado a lo largo de quinientos años fue la carta de presentación del EZLN el 1° de enero de 1994:

Somos producto de quinientos años de luchas: primero contra la esclavitud, en la guerra de Independencia contra España encabezada por los insurgentes, después por evitar ser absorbidos por el expansionismo estadounidense, luego por promulgar nuestra Constitución y expulsar al Imperio Francés de nuestro suelo, después la dictadura porfirista nos negó la aplicación justa de las leyes de Reforma y el pueblo se rebeló formando sus propios líderes, surgieron Villa y Zapata, hombres pobres como nosotros...[14]

La misma continuidad histórica regiría en el caso de los opresores:

Son los mismos que se opusieron a Hidalgo, a Morelos, los que traicionaron a Vicente Guerrero, son los mismos que vendieron más de la mitad de nuestro suelo al extranjero invasor, son los mismos que trajeron un príncipe europeo a gobernarnos, son los mismos que formaron la dictadura de los científicos porfiristas, son los mismos que se opusieron a la Expropiación Petrolera, son los mismos que masacraron a los trabajadores ferrocarrileros en 1958 y a los estudiantes en 1968, son los mismos que hoy nos quitan todo, absolutamente todo.[15]

Los referentes históricos enunciados son conocidos por todos los mexicanos: la independencia, la Reforma, el porfiriato, Zapata y Villa, etcétera. Los miembros del EZLN reafirman su pertenencia a los vencidos históricos, a los de abajo de la historia mexicana, y no a un grupo aparte, como frecuentemente han sido concebidos en una mezcla de paternalismo racista y marginación social. Esta inserción proporciona una fuerte identificación social, incorpora a los chiapanecos dentro de un linaje nacional de defensores de la tierra. Los indígenas chiapanecos expresan que constituyen un segmento de la nación. Sin embargo, no es la nación de los vencedores, de los que han escrito la historia, sino la de los que pelean y pierden:

Se ha dicho, equivocadamente, que la rebeldía chiapaneca tiene otro tiempo y no responde al calendario nacional. Mentira: la especialidad del explotado chiapaneco es la misma del de Durango, el Bajío o Veracruz: pelear y perder.[16]

Chiapas no es otro México porque su historia es la misma que la de otras regiones del país con la diferencia de que en esta sureña provincia la ignominia compartida es más violenta.

La reescritura de la historia consiste, desde esta perspectiva, en la recuperación del pasado no-oficial que se ha intentado borrar de los textos aunque no totalmente de la memoria colectiva, en una redignificación de los rebeldes derrotados, pero sobre todo en evidenciar que después de quinientos años, "cuando comenzó nuestra lucha contra la esclavitud",[17] la historia puede invertirse: el viento de abajo ya no responde al soplo del viento de arriba que durante quinientos años puso y quitó las nubes en un cielo que él dominaba, sino que es iniciativa cuyo significado es la esperanza, dice el EZLN, de que la dignidad y la rebeldía se conviertan en libertad y dignidad. En síntesis, se trata de una voluntad de recuperación de la historia que, por una parte, indica la continuidad y, por otra, la ruptura o, mejor dicho, la esperanza de una ruptura.

En todos los casos, es una recuperación crítica de la historia y, por esa misma razón, una apropiación[18] que le confiere un sentido original. Zapata es, evidentemente, el héroe por excelencia. Ello no obsta para que uno de los comandantes indígenas actualice el contenido de la lucha por la tierra: "Queremos leyes nuevas para repartir la tierra, tal vez diferente como Emiliano Zapata decía de que a cada campesino se le dé un pedazo de tierra. Ahora entendemos de otra manera".[19] Asimismo, el proyecto de realización de una convención se tomó, como ya se dijo, de un acontecimiento de la revolución mexicana, cuyo sentido de diálogo público y democrático había sido escamoteado o tergiversado por la historiografía oficial y paraoficial. Nuevamente, la recuperación histórica no es apología nostálgica, repetición de un pasado que fue mejor, sino que va acompañada de una reflexión crítica de la experiencia de 1914:

Falta [en 1914] el desarrollo de la organización política, muchas cosas que llevan después a la derrota de la División del Norte, al cerco sobre el Ejército Libertador del Sur y luego al asesinato de Zapata y luego al asesinato de Villa. Pero este país no es el de 1914, es mejor creo, mucho mejor...[20]

3. Tradición, arcaísmo y modernidad

La reactualización de la memoria colectiva por parte del EZLN nos lleva a algunas consideraciones acerca de la relación tradición-modernidad.

Demasiado a menudo los historiadores tienden a considerar los conceptos tradición-modernidad dentro de un continuum de menos a más desarrollo. Lo que en Max Weber era una distinción principalmente tipológica y clasificatoria, tiende a convertirse en una distinción cronológica, evolutiva y excluyente. Lo malo de este enfoque es que no permite entender ni explicar los fenómenos de interpenetración y entrelazamiento entre ambos polos. Ambos participan en una dinámica creadora.

La tradición es el conjunto de representaciones, imágenes, saberes y comportamientos que un grupo o una sociedad acepta en nombre de la necesaria continuidad entre pasado y presente; es el acervo de símbolos y comportamientos que establecen un puente entre nuestro pasado y nuestro presente colectivos forjando la nueva identidad que requiere el mundo moderno. La tradición nunca es mera repetición del pasado en el presente: reconstruye y actualiza selectivamente el pasado según los requerimientos del presente.

Para muchos historiadores, la tradición es sinónimo de arcaísmo y restauración de tiempos idos. Desde la tradición nadie se inconforma, todo permanece igual. Las sociedades llamadas tradicionales se definen como comunidades holísticas, concepto actualmente en boga. En este caso, la única posibilidad de actualizar la tradición consistiría en observarla como pura reminiscencia y "reliquia" (Thompson), mera cosecha de curiosidades.[21] La tradición, por consiguiente, nunca podría convertirse en un ingrediente de los procesos de cambio, sino por el contrario, sería reproducción idéntica a lo largo del tiempo.

La modernidad occidental ha impuesto como condición del progreso la ruptura con toda tradición. El avance histórico sólo sería posible cuando los hombres se liberaran de sus tradiciones y atavismos ya que el cambio sólo puede provenir del entorno exterior. Sin embargo, siguiendo a Eric Hobsbawm[22] y a Edward P. Thompson, podemos evidenciar una característica de las tradiciones consistente en su flexibilidad para enfrentar desafíos originales. Por lo tanto, resulta erróneo tipificar a las tradiciones como el recurso de quienes, inconscientes de los cambios acaecidos, esgrimen armas pertenecientes a épocas superadas. Dicha falacia corresponde a la concepción que las identifica como supervivencias y en consecuencia las califica de ineficaces, meros residuos del pasado cuya muerte es cuestión de tiempo. Por el contrario, su flexibilidad permite su renovación para enfrentar problemáticas presentes. Entonces puede producirse en la historia la paradoja que apuntó Thompson: "Nos encontramos con una cultura tradicional y rebelde".[23] La paradoja se resuelve si nos liberamos de la connotación negativa que el revisionismo historiográfico ha endilgado a las tradiciones y que hizo que el famoso epígrafe del libro de John Womack haya sido asumido como síntesis de la idea de que desde la tradición todo es conformismo: "Éste es un libro acerca de unos campesinos que no querían cambiar y que, por eso mismo, hicieron una revolución".[24] Por el contrario, el zapatismo recuperó una tradición progresista, una palanca de rebeldía. A pesar de estar fuertemente enraizado en redes de sociabilidad antiguas en que coexisten los sistemas de lealtades tradicionales tales como el compadrazgo y las relaciones de parentesco, la tradición zapatista integra elementos de modernidad como la escolarización y la necesidad de producir un excedente económico y no sólo asegurar la autosubsistencia.[25] Asimismo, el legalismo de las acciones zapatistas, reflejado en la publicación de manifiestos escritos, la aceptación de las comisiones agrarias y, sobre todo, la acogida a los intelectuales urbanos después del asesinato de Madero en 1913, nos devuelve una imagen muy distinta de la de una sociedad tradicional replegada, por definición, sobre sí misma.

Aun cuando el capitalismo perfora "la túnica de la costumbre, desmembrando a los hombres de su acostumbrada matriz social para transformarlos en actores económicos independientes de anteriores compromisos sociales con parientes o vecinos",[26] los campesinos no son meros títeres. Al contrario de lo que parece sugerir la frase de Womack, la lucha zapatista no fue una resistencia ciega y obcecada al capitalismo, no fue una utopía regresiva, sino, más bien una rebelión defensiva de los campesinos ante el despojo de sus tierras y la supresión de la autonomía política de sus aldeas.[27] Hicieron valer sus derechos, lucharon por conservar su tradición solidaria frente a un capitalismo bárbaro al igual que lo están haciendo hoy los zapatistas chiapanecos:

El trabajo colectivo, el pensamiento democrático, la sujeción al acuerdo de la mayoría, son más que una tradición en zona indígena, han sido la única posibilidad de sobrevivencia, de resistencia, de dignidad y rebeldía.[28]

Los campesinos habían aceptado las transformaciones económicas, pero no podían admitir su propia desaparición como ente político. Desde la conquista, siempre habían convivido con las haciendas, incluso les vendían su fuerza de trabajo, pero seguían existiendo como aldeas vecinas con sus propias tierras, sus costumbres y todo el entorno cultural vinculado a la tierra. El EZLN se ubica en este replanteamiento del binomio tradición-modernidad cuyos polos son realidades complementarias y no excluyentes. Para vivir y asumir su modernidad, los chiapanecos abrevan en el acervo de símbolos nacionales disponibles. Han optado claramente por ubicarse en la filiación de los movimientos agraristas mexicanos, ya que la historia de México es la historia de la lucha por la tierra.

4. Conclusión

El zapatismo de fin de siglo ha sorprendido por muchas razones, por la vestimenta de los combatientes, por la composición étnica y clasista de sus adherentes, por la actualización de imágenes, nombres y hechos a punto de pasar a la antesala del olvido histórico. Pero también sorprendió porque demostró que la política no es inexorablemente el terreno adusto en que ésta se desenvolvió durante varios siglos. De hecho, la sociedad mexicana tomó más en serio a quien le hablaba de política irreverentemente y con humor que a quienes ponen cara de serios y se visten seriamente para hablar en un lenguaje político que pocos escuchan y en que menos aún creen. El discurso político revolucionario creíble apela a la poesía y al chiste, al juego de palabras y a la metáfora. Frente a él, la clase política profesional se encuentra desarmada. Tal vez algunos miembros de esta clase comprenden que su aprendizaje formal o informal no los capacitó para dialogar con la sociedad, sino entre ellos mismos en un código indescifrable para los no-iniciados. Poco importaría: la política es para los políticos. Otros miembros más, la mayoría, no se han dado cuenta y siguen hablando con las mismas claves de antaño para un auditorio cada vez más reducido e intentando infructuosamente seguir monopolizando el espacio de la voz pública.

El zapatismo, en cambio, politizó el lenguaje de la sociedad y sus contenidos simbólicos e históricos. Llevó a cabo una desritualización de la política y se burló de sus formas consagradas, por ejemplo representando al partido de estado con una tarántula y a su opositor, con un escarabajo. Rescató a los héroes populares y los desantificó, por ejemplo con el rostro de Zapata atravesado a la altura de la boca por la pipa humeante de Marcos.[29] Aquello que hubiera sido asumido como un sacrilegio, hoy es percibido como diversión. La revolución, en general, deja de ser imaginada bajo los patrones del realismo socialista, es decir, como hombres y mujeres que marchan estoicamente con una bandera ondeante y roja hacia un porvenir luminoso, y deviene más una fiesta carnavalesca. La experiencia revolucionaria como proceso carnavalesco se acerca más a la representación popular de las revoluciones que su identificación con los cánticos del coro del Ejército Rojo o de cualquiera de sus evocaciones desde el poder.[30]

El zapatismo, en contradicción con el precepto bíblico que prohibía a la mujer de Lot mirar hacia atrás porque se convertiría en sal, voltea la mirada constantemente no sólo para denunciar el pasado de explotación y racismo y demostrar su actualidad, sino también para extraer de ese pasado valores de lucha y resistencia. A diferencia de las estatuas de bronce que simbolizaban la marcha de los revolucionarios hacia un futuro radiante, los zapatistas no ocultan que miran hacia atrás para caminar hacia adelante. Quieren, tienen la esperanza de que el futuro será diferente del pasado pero no programan el futuro de todos y para todos al estilo de los partidos de vanguardia. El futuro se irá construyendo colectivamente y no sólo desde las trincheras zapatistas.[31] Los pueblos no hacen una revolución sabiendo de antemano cómo será la sociedad futura; hacen una revolución porque no quieren seguir viviendo en el antiguo régimen.[32] Éste es también el significado del "ya basta" zapatista.

Marx había advertido un rasgo presente en todas las revoluciones que consiste en la resurrección de los muertos "para glorificar las nuevas luchas".[33] Destacaba que, a diferencia de las revoluciones burguesas, "la revolución social en el siglo XIX -y con mayor razón en el siglo XX, agregamos nosotros-, no puede extraer su poesía del pasado, sino solamente del porvenir".[34] Ahora bien, si la poesía del EZLN se inspira en el pasado, de él extrae su identidad, sus símbolos y héroes, ¿no sería el zapatimo sino una última y muy trasnochada edición de las revoluciones burguesas de los siglos XVIII y principios del XIX?[35] Sin embargo, los elementos del pasado que se incorporan a su poesía son los que van costruyendo el porvenir: ¿no constituyen acaso "el trabajo colectivo, el pensamiento democrático, la sujeción al acuerdo de la mayoría", además de una tradición y un abrevadero de la resistencia, los lineamientos de una sociedad por la cual hombres y mujeres pelean desde hace más de ciento cincuenta años? Si así es, ¿no están más cerca las comunidades indígenas de la poesía del porvenir que el México urbano?

Agosto de 1995


Notas:

[1]

Maurice Agulhon, Histoire vagabonde, Gallimard, París, 1988, p. 186.

[2]

Estos corridos se encuentran recopilados y analizados en el libro de Catalina H. de Giménez, Así cantaban la Revolución, Grijalbo, México, 1991.

[3]

Marciano Silva, protagonista de la gesta zapatista y máximo vate de sus hazañas, escribe a la muerte de su jefe, en 1919, un corrido titulado Duelo de Zapata que concluye así: "varias familias con su llanto demostraban/su gratitud y su cariño hacia Zapata,/que como Cristo llegó al fin de su jornada/por libertar de la opresión a nuestra raza".

[4]

"Si hubiera podido elegir mi condición, dice Adriano al final de su vida, habría elegido la de centauro" (Marguerite Yourcenar, Memorias de Adriano).

[5]

Op. cit., p. 313.

[6]

Un corrido villista refleja muy bien este sentimiento popular: "Soy soldado de Francisco Villa/de aquel hombre de fama mundial/que aunque estuvo sentado en la silla/no envidiaba la presidencial".

[7]

Ver Armando Bartra, Los herederos de Zapata. Movimientos campesinos posrevolucionarios en México. 1920-1980, Era, México, 1985. El autor demuestra que, a pesar de la derrota de los campesinos y de los augurios de su inminente desaparición y extinción a derecha e izquierda, éstos siguieron siendo una fuerza actuante a lo largo del siglo XX.

[8]

La propiedad de la tierra pertenece a la nación quien otorga la posesión a los campesinos, lo cual impedía, antes de la reforma constitucional, su venta y obligaba a su transferencia gratuita mediante lazos familiares o redistribución en caso de no descendencia.

[9]

México profundo. Una civilización negada, Grijalbo, México, 1989.

[10]

El calificativo imaginario es, sin embargo, ambiguo porque este México también es real, así como el México profundo es productor de mitos que alimentan el imaginario colectivo.

[11]

Alan Knight, "La Revolución Mexicana: ¿burguesa, nacionalista o simplemente una ‘gran rebelión’?" en Cuadernos Políticos, n. 48, México, octubre-diciembre de 1986.

[12]

Adolfo Gilly, La revolución interrumpida, Era, México, 1994, p. 296.

[13]

Alan Knight, "Peasants Into Patriots: Thoughts on the Making of the Mexican Nation", en Mexican Studies, v. 10, n. 1, University of California Press, Berkeley, invierno de 1994.

[14]

"Declaración de la Selva Lacandona. Hoy decimos ¡Basta!", en La palabra de los armados de verdad y fuego, entrevistas, cartas y comunicados del EZLN, Fuenteovejuna, México, 1994, p. 5.

[15]

Idem.

[16]

Ibid., p. 32.

[17]

Ibid., p. 53.

[18]

"Si es preciso conocer la historia, es menos para nutrirse y más para liberarse de ella, para evitar tener que obedecerla sin saberlo o reiterarla sin desearlo" (Pierre Bourdieu, "Sur les rapports entre la sociologie et l’ histoire en Allemagne et en France", en Actes de la recherche en sciences sociales, n. 106-107, Seuil, París, 1995, p. 117).

[19]

La palabra de los hombres armados de verdad y fuego, cit., p. 131.

[20]

Op. cit., t. II, 1995, p. 227.

[21]

No es casual, indicaba E. P. Thompson, que el estudio de las costumbres sea acaparado por los historiadores más conservadores ante la indiferencia de los historiadores de izquierda, más proclives a "ocuparse de movimientos innovadores y racionalizadores" ("Folclor, antropología e historia social", en Historia social y antropología, Instituto Mora, México, 1994, p. 59).

[22]

Eric Hobsbawm, Trabajadores, Crítica, Barcelona, 1979, p. 384.

[23]

E.P. Thompson, Tradición, revuelta y conciencia de clase, Crítica, Barcelona, 1989, p. 45.

[24]

John Womack, Zapata y la revolución mexicana, Siglo XXI, México 1969, p. XI. Muy atinadamente, Armando Bartra amplió la frase original: "Quizás en un principio los campesinos se rebelaron porque no querían cambiar, pero puestos a hacer, se decidieron a cambiarlo todo" (Los herederos de Zapata, cit., p. 15).

[25]

Zapata insistió en mantener las haciendas morelenses como unidades productivas físicas, no como núcleo de relaciones sociales de explotación. La destrucción de aquéllas fue obra de Carranza como medio para doblegar al ejército suriano.

[26]

Eric Wolf, citado por John Tutino, De la insurrección a la revolución en México, Era, México, 1990, p. 26.

[27]

"No todo movimiento económicamente conservador es socialmente reaccionario, sobre todo cuando el progreso material y el desarrollo de las fuerzas productivas no significan una liberación, así sea parcial, sino un reforzamiento de los viejos yugos a los que se adicionan nuevas cadenas" (Armando Bartra, op. cit., p. 12). Bonfil se ubica en la misma línea explicativa al diferenciar la "cultura de resistencia" de una suerte de "cultura de la inmovilidad" (op. cit., p. 191).

[28]

"Viento segundo. El de abajo", en La palabra de los armados de verdad y fuego, cit., p. 32.

[29]

Con esta imagen concluye el video "Consulta Nacional por la Paz y la Democracia".

[30]

Friedrich Katz dictaba un ciclo de conferencias en Viena sobre la revolución mexicana e invitó a unos estudiantes para oír canciones revolucionarias mexicanas: "Puse discos de las canciones más famosas: la Adelita, la Valentina y la Cucaracha. Al oír la música y la letra que yo les iba traduciendo, las caras de los estudiantes se hacían cada vez más incrédulas. Para los austriacos, lo mismo que para la mayoría de los europeos -o de cualquier parte del mundo pero portadores de la historia de bronce de las revoluciones, añadimos nosotros-, las canciones revolucionarias debían ser marchas vibrantes y llenas de expresiones como ‘libertad o muerte’, el ‘futuro radiante’... Pero lo que oían aquí era a alguien prometiéndole a Adelita que iba a comprarle un vestido nuevo, alguien que le decía a Valentina que si lo iban a matar mañana mejor que lo mataran de una vez y alguien que vinculaba los nombres de los héroes revolucionarios como Pancho Villa y Venustiano Carranza con cucarachas pasadísimas de mariguana" ("Presentación" a Hans Werner Tobler, La revolución mexicana. Transformación social y cambio político, 1876-1940, Alianza Editorial, México, 1994, p. 9). En las manifestaciones de apoyo al zapatismo, se corea a ritmo de chachachá: "Subversión, qué rica subversión".

[31]

Éste es el sentido más profundo de la convocatoria de agosto de 1994 para reunir a la sociedad en una Convención Nacional Democrática.

[32]

Uno de los más lúcidos ideólogos de la revolución de 1910 captó muy bien este fenómeno: "La verdad es que no hay revolución en el mundo que se haya emprendido previendo de antemano los medios de reconstrucción del orden social o de sustitución del régimen que se pretende hacer desaparecer" (Luis Cabrera, "La revolución es la revolución" [1911], en Eugenia Meyer, Luis Cabrera: teórico y crítico de la revolución, SEP/80-Fondo de Cultura Económica, México, 1982, p. 73).

[33]

Karl Marx, El 18 Brumario de Luis Bonaparte, en Obras escogidas, Progreso, Moscú, p. 231.

[34]

Ibid., p. 232.

[35]

En cuyo caso tendrían validez los argumentos de algunas organizaciones críticas del EZLN las cuales le reprochan su filiación con la Ilustración por su insistencia en tópicos como el de la democracia.



Revista Chiapas
http://www.ezln.org/revistachiapas
http://membres.lycos.fr/revistachiapas/
http://www33.brinkster.com/revistachiapas

Chiapas 2
1996 (México: ERA-IIEc)


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