Chiapas
3


Rubén Jiménez Ricárdez
Las razones de la sublevación *

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Presentación

Bolívar Echeverría,
Lo político y la política

Márgara Millán,
Las zapatistas de fin de milenio. Hacia políticas de autorrepresentación de las mujeres indígenas

Carlos Monsiváis,
Cultura y transición democrática

John Holloway,
La resonancia del zapatismo

Rubén Jiménez Ricárdez,
Las razones de la sublevación

Foro especial para la Reforma del Estado

Primer Encuentro Intercontinental por la Humanidad y contra el Neoliberalismo


PARA EL ARCHIVO

Catherine Héau-Lambert,
A propósito de Chiapas, tierra rica, pueblo pobre, de Thomas Benjamin

Juan Gelman,
"Nada que ver con las armas". Entrevista exclusiva con el subcomandante Marcos


TESTIMONIO

Armando Bartra,
Historia de los otros Chiapas: los Mesino de El Escorpión


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A la sublevación zapatista se le debe también -entre otras consecuencias- una modificación de nuestra perspectiva histórica. Nos colocó en una situación privilegiada para ver, como un periodo entero al que corona, un cuarto de siglo de historia mexicana. Podemos ahora recorrerlo con mirada crítica y descubrir en él -quizás- algunos de los principales trazos que en su entrecruzamiento fueron tejiendo la trama y la urdimbre de donde surgieron las razones de la sublevación. Porque esas razones no se encuentran sólo en la voluntad guerrera de los pueblos indios sino fundamentalmente en los acontecimientos de la historia. México y el mundo han pasado los últimos 25 años inmersos en los sacudimientos de una profunda mutación. Y como parte de ésta los gobiernos del PRI decidieron apresurar al país para elevarlo a la modernidad. Precisamente cuando "lo moderno ha llegado a su fin" y desde sus ruinas emerge "la sociedad de la comunicación y del control".[1] Modernidad o posmodernidad de la cual -para decirlo suavemente- nos encontramos lejos; y no sólo los más de cuarenta millones de pobres que habitan estas tierras. ¿"Sociedad de la comunicación y del control"? ¿En Chiapas? ¿Con las guardias blancas? ¿Con dos tercios de las viviendas sin electricidad? ¿Con un 54 por ciento -y en algunas regiones hasta un 80 por ciento- de población desnutrida? ¿Con 72 niños de cada 100 que no pueden concluir el primer año de primaria? ¿Con el 60 por ciento de los hogares utilizando leña o carbón como combustible doméstico? En las montañas de México reina la muerte: así pudieron, muriendo, anunciarlo en las páginas de los diarios los niños tarahumaras de Chihuahua. "En Chiapas mueren cada año 14 mil 500 personas, es el más alto índice de mortalidad en el país ¿Las causas? Enfermedades curables como: infecciones respiratorias, enteritis, parasitosis, amibiasis, paludismo, salmonelosis, escabiasis, dengue, tuberculosis pulmonar, oncocercosis, tracoma, tifo, cólera y sarampión [...] La guerra que contra el pueblo dirige el virrey y comandan los señores feudales, reviste formas más sutiles que los bombardeos. No hubo en la prensa local o nacional una nota para ese complot asesino en acción que cobra vidas y tierras como en tiempos de la conquista."[2]

El origen de México se encuentra en ese hecho militar: la conquista, una empresa violenta desatada contra quienes poblaban este territorio y a partir de la cual se edificó un país extremadamente injusto y desigual, que en los ochenta de este siglo se volvió atroz para las mayorías. ¿La violencia? Preside, recurrente y proteica, la historia mexicana. Sutil o abierta ha sido dirigida sobre todo en contra de las clases subalternas. Pero éstas tampoco han cesado de luchar y rebelarse. Es una parte de nuestra tradición. ¿Habremos ingresado a un nuevo ciclo de resolución de los conflictos por medio de las armas? Es muy pronto para intentar responder esa pregunta. Pero en México se ha abierto paso una gran fractura, y por ella brotó el desafío armado de los pueblos indios chiapanecos. La sociabilidad surgida de la revolución mexicana, cuya integración concluye el cardenismo, fue destrozada irremediablemente por la economía y la política ejecutadas por el neoliberalismo. Esa sociabilidad era una forma de compromiso -o pacto social- que incluyó también, junto a otras clases y grupos, a los sobrevivientes actores colectivos provenientes de nuestro pasado precortesiano. Para éstos la conquista había significado un cataclismo. La sistemática destrucción de la economía prehispánica -que alimentaba a una población total estimada en 25 millones a la llegada de Cortés-, las nuevas enfermedades y las brutales condiciones de trabajo y de vida impuestas por los conquistadores, determinaron una reducción catastrófica de la población indígena, que sólo en el centro de México, la región más densamente poblada, se redujo de 11 millones de personas a sólo 1 millón 200 mil personas para 1690.[3] Un lento proceso de recuperación demográfica se inició a finales del siglo XVII, pero destruido su mecanismo de producción, víctimas de un persistente y multidimensional ataque contra los vínculos de su unidad civilizatoria, diezmados, los pueblos originales de la tierra mexicana cayeron en el anonadamiento y la dispersión. Indestructibles sin embargo, maestros en el arte de resistir, aunque empobrecidos, degradados y arrojados paulatinamente a las montañas y a los sitios menos accesibles del territorio, al inicio del presente siglo los pueblos indios habían sobrevivido a la conquista y a la colonia, a la república liberal y a la dictadura de Díaz.

Acudieron entonces de distintos modos al llamado de la revolución, al igual que habían participado desde 1810 en las grandes luchas formativas de la nación mexicana. Para entonces su número se había elevado: según una estimación ascendía en 1910 a 4 millones 900 mil personas, equivalentes al 32 por ciento de una población total de 15 millones 200 mil personas.[4] Cuando la gesta iniciada en 1910 culminó en una nueva Constitución, las banderas que Emiliano Zapata había levantado en el sur, en nombre y representación de las comunidades, fueron parcialmente acogidas en ese texto de 1916-1917. El artículo 27, en su redacción original, incluyó la promesa de reparto agrario y de restitución. Declaró "nulas todas las diligencias, disposiciones, resoluciones y operaciones de deslinde, concesión, composición, sentencia, transacción, enajenación o remate que hayan privado total o parcialmente de sus tierras, bosques y aguas a los condueñazgos, rancherías, pueblos, congregaciones, tribus y demás corporaciones de población que existan todavía, desde la Ley de 25 de junio de 1856". Y prescribió: "Del mismo modo, serán nulas todas las disposiciones, resoluciones y operaciones que tengan lugar en lo sucesivo y que produzcan iguales efectos".[5] El artículo 27 estableció la propiedad originaria de la nación sobre todas las tierras y aguas comprendidas dentro del territorio, pero acordó transmitir a los ciudadanos el dominio de tres tipos de propiedad derivados de aquélla: privada, ejidal y comunal. En esos términos sellaba un pacto, contrato o compromiso social, que partía de la necesaria eliminación de los latifundistas y de la gran propiedad territorial. Sancionaba constitucionalmente un compromiso mediante el cual las restantes clases y categorías sociales del agro se disponían a vivir, a trabajar y a coexistir en paz.

La Constitución entera se puede analizar como la expresión normativa de ese pacto. El cual, de modo específico, incluyó a las clases urbanas más importantes en el artículo 123. Surgió, así se ha dicho repetidamente, como un programa nacional, como la promesa de un país posible en el que podíamos caber todos y alcanzar todos una vida digna. Y aunque era un pacto inestable, cuyos beneficios a lo largo del tiempo se distribuyeron de manera muy desigual, revistió al Estado y a los gobiernos posrevolucionarios de una fuerte coraza de legitimidad. Las grandes reformas cardenistas con amplia participación de masas -el reparto agrario, la expropiación petrolera, el aniquilamiento del maximato callista, la creación de un sistema corporativo a partir de las organizaciones obreras, campesinas, de burócratas, que quedaron encuadradas en la organización partidaria estatal que de PNR se transformó en PRM y posteriormente en PRI- desembocaron en el fortalecimiento, a partir de allí incontrastable, de la figura presidencial y en la edificación de un régimen de partido de Estado. Los otros poderes constitucionales -el Legislativo y el Judicial- fueron vaciados de contenido y subordinados al Ejecutivo. El país ingresó a un largo periodo de estabilidad política -no completa, pero sustancial- y también de continuo crecimiento económico que, no sin tropiezos, se extendió por 35 años

Real y simbólicamente el 68 indica el punto de una inflexión histórica. Hasta allí alcanzó el impacto legitimador de la revolución, y se inició un lento pero irrevocable proceso de disolución del pacto social sobre el que reposaba un consenso casi unánime, una hegemonía indiscutida. El régimen no pudo restañar la grieta política y moral que le causó aquel movimiento, al que tuvo que derrotar militarmente.[6] Tampoco pudo restaurar a su favor -a pesar de los intentos del gobierno de Luis Echeverría- la ideología de la revolución mexicana, maltrecha por el disentimiento de aquellas multitudes. Miles de jóvenes en todo el país se incorporaron a la lucha contra el régimen, con un entusiasmo fortalecido porque en los años setenta emerge un vasto movimiento social protagonizado por obreros, campesinos indígenas y mestizos, burócratas, colonos, maestros, estudiantes. Se disemina entre nosotros la pasión revolucionaria, y si algunos la transforman en prédica ardiente y en organización en el terreno de la lucha de masas (como se decía entonces), otros -entre los cuales hay que contar a muchos radicalizados a partir de una nueva matanza del régimen el 10 de junio de 1971- eligen el camino de las armas. Sobre todo en el norte y en el centro de México surgen organizaciones de guerrilla urbana. Y en el estado de Guerrero, a causa de condiciones particulares, emergen dos movimientos guerrilleros rurales: el de Genaro Vázquez y el de Lucio Cabañas.

A la fisura histórica provocada por el 68 y actualizada en las variadas formas de lucha social, política y militar de los setenta, se agregó la crisis económica, que actuó como un poderoso catalizador en el proceso de disolución del pacto social. Entre 1935 y 1970 el país había crecido a una tasa anual de alrededor del 6% y la inflación, en los últimos trece años de ese periodo, se había elevado a una tasa media anual de aproximadamente 4%. A partir de allí ingresamos a una prolongada época de crisis: la estrategia económica precedente se había agotado y era preciso construir otra. Los problemas de la economía se identificaron con claridad: reorganizar los aparatos productivos industrial y agrario, para imprimirles un nuevo dinamismo, y superar la traba de un crónico desequilibrio externo derivado de un modo de vinculación de nuestra economía con el mercado mundial. La elaboración de una nueva estrategia (o modelo) planteaba una disyuntiva: podía basarse en una ampliación del mercado interno sin descuidar el impulso indispensable a la exportación de manufacturas y orientarse a responder a las necesidades de todos, o podía dirigirse a atender prioritariamente los intereses de una minoría ya privilegiada. Esta última fue la opción elegida. Pero al ponerla en práctica los sucesivos gobiernos priístas profundizaron la erosión del pacto constitucional. Prisioneros voluntarios de los intereses de aquella minoría nativa y del capital transnacional, fueron perdiendo potestad sobre el manejo de la política económica. Y su imperiosa necesidad de mantener el control sobre el Estado y sobre las clases subalternas determinó la subsistencia del régimen de partido de Estado, del presidencialismo y del obsoleto aparato corporativo, lo que configuró también una contradicción entre economía y política. El sistema en su conjunto entró en un lento proceso de descomposición y debilitamiento. Y la no resolución de las contradicciones abrió un complejo periodo de nulo o errático crecimiento y de intensificación de la lucha social y política.

Periódicamente, por lo regular al final de cada sexenio, brotan coyunturas de emergencia económica. Así han transcurrido 25 años, bajo Echeverría, López Portillo, De la Madrid y Salinas-Zedillo. Ninguno de ellos se ha mostrado capaz ni interesado en promover las grandes reformas económicas y políticas sin las cuales será imposible renovar las bases de la economía y ascender a una nueva fase de desarrollo que beneficie a todos. En su negativa subyace un temor ineludible: no se puede sustituir el régimen existente sin demoler el aparato corporativo, el sistema de partido de Estado y el presidencialismo, lo que equivale a liberar a los trabajadores y a desmontar los mecanismos del fraude electoral, de la imposición y de la impunidad. Pero esas son las bases del autoritarismo que nos oprime y, como lo demuestra hasta la saciedad la experiencia histórica de un cuarto de siglo, no existe el menor atisbo de voluntad política, en los beneficiarios del régimen, de contribuir a su sustitución pactada.

Las acciones de cuatro presidentes (y las de Zedillo siguen el mismo curso) condujeron sin falla al agravamiento de la crisis, a la inflación, al incremento de la deuda externa, a la caída del salario real, a una situación de catástrofe en el campo, a extender la pobreza, a una impresionante concentración de la riqueza social, a una vasta destrucción de recursos productivos (sobre todo de los fundamentales: el saber y la fuerza de trabajo humanos), al desempleo, al predominio del capital especulativo, a mayor dependencia del exterior, a una disminución de la soberanía nacional, al crecimiento de la delincuencia y de la inseguridad pública y a una ingente corrupción. El mismo guión se repite puntualmente: una fuga de capitales que implica el arrasamiento de las reservas determina la devaluación, la contratación de nuevos créditos y por ende un mayor endeudamiento, un programa de emergencia y la firma de un acuerdo con el Fondo Monetario Internacional (FMI). Conclusión: un pequeño grupo -con la presumible participación del presidente en turno y los más altos funcionarios- se apropia de ese modo de una porción de la riqueza producida por todos, a quienes se nos pide sacrificarnos para pagar la nueva deuda y estabilizar la economía. Es un infernal círculo vicioso, al que se le añadió desde 1987, para enfrentar las presiones inflacionarias mediante una administración concertada de los precios, la firma de un pacto entre el gobierno y los supuestos representantes del empresariado, de los obreros y de los campesinos.[7]

En 1982 una élite tecnocrática tomó en sus manos las palancas de mando y profundizó la orientación de la política económica en contra de las mayorías. Aplicó un modelo más concentrador y excluyente, perdió o abandonó su sustento nacional y, desde esa fecha, los titulares del Ejecutivo se colocaron bajo el dominio del capital transnacional. Miguel de la Madrid ascendió a la presidencia al frente de un equipo entrenado en los rígidos cánones de la economía ortodoxa, monetarista y neoliberal, del que formaban parte Carlos Salinas, José María Córdoba, Guillermo Ortiz, Ernesto Zedillo y otros. Dogmáticamente partidarios de las políticas de austeridad, del combate a la inflación, del equilibrio presupuestal, admiradores de Estados Unidos y entusiastas de los programas del FMI y del Banco Mundial, se entregaron sin descanso a organizar la penuria. Adversos a lo que motejaron de "populismo", enfilaron decididamente su acción en contra de las conquistas populares inscritas en el pacto constitucional. Las bases materiales de éste -entre otras, salario, subsidios al consumo, empleo, reparto agrario, créditos, educación, atención a la salud; concesiones mínimas pero reales- las borraron del mapa o las redujeron al mínimo. En esa forma el régimen terminó de infringir uno de los términos del compromiso: las concesiones materiales y la promesa de obtenerlas -con su fuerte carga legitimadora- eran la contraparte del consenso activo o pasivo de la mayoría.

Carlos Salinas subió a la presidencia en 1988 y mantuvo, acentuándolas, las líneas de su antecesor. Con un éxito incuestionable: la devaluación del 21 de diciembre de 1994 retornó la rueda de la historia al año 1982. Pero con agravantes: en aquel año los pasivos totales del país eran de alrededor de 88 mil millones de dólares; ahora ascienden, según datos del Instituto de Investigaciones Económicas de la UNAM, aproximadamente a 200 mil millones. Si durante el sexenio anterior el crecimiento fue de cero, con Salinas alcanzó la impresionante cifra de 2.7 por ciento. Reprivatizó la banca y vendió un gran número de empresas estatales y obtuvo un monto de más de 20 mil millones de dólares, que se esfumaron. Y para enfrentar la emergencia, incapaz de proponer una salida que no provenga de Nueva York o Washington, Ernesto Zedillo, su sucesor, nos convoca a sacrificarnos, nos promete un nuevo programa de austeridad y parece dispuesto a aniquilar las menguadas bases de la soberanía nacional que aún subsisten.

Pero durante el periodo que venimos considerando es posible constatar también el desigual desarrollo de un gran número de luchas sociales y políticas. Su gravitación fue tan fuerte que logró atraer, hasta los ochenta, un conglomerado de saber intelectual y técnico que se incorporó para dirigirlas, ilustrarlas, apoyarlas o sólo con propósitos de investigación. Se escribieron libros, tesis, crónicas y artículos; se investigaron los movimientos, se levantó el registro de sus vicisitudes, aparecieron folletos, revistas y periódicos, se organizaron colecciones editoriales, seminarios, discusiones. Todo ese material forma hoy una verdadera biblioteca que contiene la historia y los avatares de esa intensa movilización social. Constituye el trasfondo, además, de los estudios de largo aliento que reinterpretaron el pasado y el presente de México desde la perspectiva de las clases subalternas y que contribuyeron a establecer en estos años, junto a otras investigaciones, una visión informada y compleja del país. Pero al llegar el momento del reflujo, cuyo punto más bajo coincide con el sexenio de Salinas, con la caída del muro de Berlín y con el predominio ideológico del neoliberalismo, decae esa efervescencia cultural y muchos de los cuadros intelectuales que la animaron, para no desmentir una añeja tradición, son cooptados por el gobierno. No existe en la historia nacional otro periodo en que se pueda observar un comportamiento tan paradójico de una parte de la intelligentsia. Influida o no por distintas corrientes del marxismo, se vincula primero en diferentes formas a las clases subalternas o a la crítica del régimen. Después, como resultado de un deterioro moral y de una pérdida de sentido de solidaridad con los de abajo, algunos -obteniendo beneficios en metálico y/o en prestigio de su conversión ideológica, o por convicción- pasan a la categoría de neoideólogos del neoliberalismo y del Pronasol. Serán los apologetas de Salinas y del modelo económico que lesiona y agravia a las clases subalternas y que esparce también la miseria cultural y moral. Cómplices del desastre nacional, entre sus filas se cuenta un premio Nobel que fue incapaz de ponerse al lado de su pueblo.

Ya desde 1983 The Economist se mostraba sorprendido ante el carácter drástico del programa de austeridad que se aplicaba en México, pues ni aun en la Alemania postWeimar se habían tomado medidas que lesionaran tanto las condiciones de vida de la mayoría de la población. Algunos escritores expresaron en aquellos años el ánimo de profundo desaliento que cubrió al país. Recuerdo la imagen en un texto de José Joaquín Blanco: un túnel oscuro, en donde no se alcanzaba a ver la luz que indicara la salida.[8] Un economista llamó la atención: "El acelerado proceso de pauperización ha sido recibido por el pueblo con una actitud que muchos califican de una resignación sin equivalentes en América Latina o incluso en el mundo. La capacidad de sacrificio y la pasividad del proletariado han asombrado a propios y extraños".[9] El autor reconocía correctamente, en el aparato corporativo, una de las fuentes de ese comportamiento, y descubría otra en la débil implantación social de la izquierda. Pero además influyó el "aniquilador efecto combinado de desempleo y bajos salarios" para inducir pasividad, resignación y desmoralización entre aquellos que preferían cobrar un raquítico salario que no cobrar ninguno. Con todo, en junio de 1983 estallaron más de 3 000 huelgas en el país (según Economía Informa). Pero no alcanzaron conquista alguna de importancia, y deben ser vistas como el último coletazo de un gigante que en esa forma salía del escenario. Durante el resto del periodo los obreros permanecerán postrados, sólo con ocasionales apariciones aisladas y sin presencia determinante en el contexto nacional, lo que ocasionó el debilitamiento incluso de los sindicatos oficiales y de sus direcciones.

Pero en sentido estricto el movimiento obrero independiente había sido derrotado desde 1976. La movilización surgió desde el inicio de la década, y en su fase de ascenso tal vez alcanzó su pico más alto en 1974.[10] Y aunque no pudo crear ninguna instancia estable de coordinación nacional, la Tendencia Democrática de los electricistas debe ser considerada como el eje y punto de referencia de la insurgencia sindical. Reunía algunas características que le permitieron cumplir ese singular papel: fue la única organización movilizada a lo largo de esos seis años, tenía programa, iniciativa política y había logrado definir -con la bandera de democracia sindical- el objetivo principal de la lucha.[11] Pero también por eso su derrota militar en julio de 1976, cuando el ejército intervino para impedir el estallido de la huelga eléctrica, origen de su final disolución, adquirió el significado de una derrota general de la insurgencia. Ésta experimentó un cambio sustancial: no sólo se fragmentó y dispersó ya de modo irremediable, sino que el movimiento obrero pasó a la defensiva hasta alcanzar un grado de reflujo que prácticamente lo extinguió en cuanto fuerza autónoma con presencia nacional. La ofensiva del régimen no paró allí. A los efectos desmoralizadores de la restricción salarial y del incremento del desempleo, además de la represión directa sobre los trabajadores (incluido el asesinato), añadió el uso tramposo de la legislación laboral y la reducción de derechos, el recorte de éstos en los contratos colectivos de trabajo, la creación de formas de mayor control en el proceso productivo, etcétera. Sin contar con la sempiterna y sofocante presencia de los mecanismos corporativos. El régimen y el capital consiguieron así mantener una permanente iniciativa que configura, en esencia, un vasto proceso de redisciplinamiento de los trabajadores industriales.

El año 1976 revela una coyuntura clave. El régimen culminó también hacia esa fecha la tarea de aniquilar a las guerrillas rural y urbana, un movimiento cuya historia todavía está por escribirse. "Este movimiento -se dice en un balance de la guerra sucia- comprometió a varios miles de militantes en todo el país, dejando un saldo de 1 500 muertos, alrededor de 1 000 presos políticos y más de 400 desaparecidos".[12] Y en ese mismo año llegó a su clímax el ascenso ofensivo del movimiento campesino, pasando a una fase defensiva con eventuales momentos de repunte. También los campesinos indígenas y mestizos inician su movilización desde 1970, pero con una constancia y una capacidad organizativa sorprendentes y sin paralelo.[13] El movimiento se despliega por todos los rumbos del país y su objetivo central destaca pronto: la lucha por la tierra. Ya en 1973 es un movimiento generalizado que logra quebrar la resistencia de Echeverría, quien había empezado su sexenio declarando el fin del reparto agrario y lo terminaría repartiendo tierras en el noroeste.[14] Pero esa acción fue el canto del cisne del agrarismo posrevolucionario, y a partir de allí el proceso de demolición del compromiso del régimen con los campesinos entró en la recta final. La represión -como escribió Luisa Paré- se transformó en "parte estructural de la política agraria" de López Portillo, y con su uso indiscriminado logró replegar al movimiento y arrojarlo a la defensiva. Entre 1976-1982 se cuentan casi cien ataques masivos a poblados campesinos y sobresalen las matanzas de Golonchán, Tlacolula, Venustiano Carranza, Pantepec, Juchitán y San Juan Copala. El gobierno mantiene la iniciativa: declara el fin del reparto, tipifica como delincuentes federales a los invasores de predios privados, complica y centraliza los trámites, concede amparos. De la Madrid le imprime su estilo personal a la contrarreforma: durante su sexenio se reportan 800 asesinatos por motivos agrarios, declara indispensable "regularizar" la tenencia, modifica el artículo 27 para que los gobernadores resuelvan sobre las solicitudes de tierra y promueve la entrega de un número récord de certificados de inafectabilidad agrícola y ganadera: cerca de 180 mil. Como se ve, el discurso, los objetivos y, en fin, el mito fundador de la revolución mexicana ya habían sido abandonados por los grupos gobernantes. Las organizaciones campesinas calculaban que había entre 20 y 30 millones de hectáreas susceptibles de reparto en esos años, además de que el latifundio ganadero extensivo ocupaba "una superficie en la que se podrían producir los alimentos básicos que requieren 20 millones de mexicanos".[15] Pero ante la ofensiva neoliberal que recorre el campo devastado, la lucha campesina sólo ofrece un panorama desolador al final de ese gobierno: "las fuerzas que podrían oponerse a este proyecto se encuentran más dispersas que nunca".[16]

En la compleja dialéctica del ascenso y del reflujo -o de los dos momentos diferenciados de la iniciativa y de la resistencia-, 1988 señala el arribo a otra fecha crucial. En ese año se produce un intento masivo y generalizado por pasar a la ofensiva. En gran número, las clases subalternas deciden transitar la vía hasta entonces relativamente poco explorada de la lucha electoral. Es cierto que los veinte años anteriores habían preparado las condiciones. Porque desde el 68 venía fraguándose en las mismas luchas, al toparse en todas partes con el autoritarismo, una estrategia objetiva que fue generalizando desde abajo la aspiración a la democracia. Esta vino a coincidir con el valor preponderante que ese tema tenía ya en el discurso intelectual, entre la mayor parte de la izquierda y en el PAN, sin contar con la alta valoración que había readquirido en el contexto internacional. Pero también se acumularon otros hechos que contribuyeron a fermentar un nuevo estado de ánimo social: los continuos fraudes electorales y las disputadas elecciones de Chihuahua, la movilización de la sociedad civil en el Distrito Federal a consecuencia de los sismos de 1985 y el desprestigio del PRI y del gobierno por su incapacidad para atender la emergencia, el surgimiento de nuevas organizaciones urbano-populares y la ampliación de otras en la ciudad de México, la movilización -entre noviembre de 1986 y febrero de 1987- de miles de estudiantes de la UNAM agrupados en el CEU, la huelga de los electricistas del SME y su marcha al Zócalo del 3 de marzo de 1987 que irradiaba -o al menos así lo percibíamos- una fuerza inusitada y, en fin, el crack de la Bolsa de Valores y la devaluación de octubre de 1987.

Pero el elemento clave para configurar la coyuntura de 1988 lo aportó la escisión en el PRI. La erosión del pacto social alcanzaba así la esfera de la coalición gobernante, desgajándola. Y su disgregación fue, a la vez, actual y emblemática: la expulsión de Cuauhtémoc Cárdenas del PRI, el 16 de octubre de 1987, significaba también la expulsión simbólica de aquella corriente histórica -el cardenismo- que mediante su alianza con las masas había contribuido tan decisivamente a otorgarle al régimen su perfil definitivo, y al pacto constitucional la densidad de un programa en curso de realización. La élite tecnocrática creía estar deshaciéndose de un lastre y en realidad acababa de cometer un gran error político, como lo comprobaría en las elecciones del 6 de julio del año siguiente. Con la expulsión de la Corriente Democrática eliminaba al único grupo que, desde adentro, había tratado seriamente de reformar al régimen en sentido democrático y rectificar el rumbo económico del país. El nuevo grupo dominante se quedaba con el gobierno de un Estado que había emanado de la revolución y con las instituciones, pero los vaciaba de contenido histórico, y en México no se puede gobernar durante mucho tiempo si se carece de legitimidad histórica.[17] De allí arranca abiertamente la querella por la historia que hoy forma un núcleo fundamental de la lucha por crear otras normas de relación política. Y de allí parten también, en el grupo gobernante, el final abandono de los temas y del discurso de la revolución, el desinterés por la soberanía nacional, los trabajos tendientes a la restauración cultural del porfiriato, los afanes de expurgar la historia patria en los libros de texto, los torpes intentos de apoderarse del deslucido discurso liberal. Todo lo cual indica la ciega búsqueda -a manotazos- de una nueva matriz ideológica con cierto brillo, algo que el maoísmo pronasolero no tenía capacidad de proporcionar.

La candidatura de Cárdenas a la presidencia fue el eje hacia el que confluyó un movimiento disperso y hasta allí a la defensiva, compuesto a veces tan sólo de vestigios de las luchas de los setenta. Pero, sobre todo, abrió las compuertas por donde escaparon, dispuestos a infligirle una derrota al PRI mediante el voto, millones de mexicanos que creyeron llegado el momento de su oportunidad. Abundan los testimonios del fervor con que la gente vivió esa campaña electoral, cuyo único parangón posible es la campaña de Madero en 1910. Pero al igual que a Madero, a Cárdenas también le fue escamoteado el triunfo mediante un fraude. Lo que creó un clima de tensión tal en el país, que de improviso estuvimos al borde de un estallido armado, de una posible guerra civil: hubiera bastado un llamamiento de Cuauhtémoc Cárdenas. Pero éste no lo pronunció, en total congruencia con su convicción de luchar por cauces pacíficos y legales.

Carlos Salinas tomó la presidencia bajo el estigma de la ilegitimidad. Y así saldría, sin poder borrarlo. Producto de la manipulación de los resultados electorales, ascendió en contra de la voluntad popular y por la fuerza del régimen. Ganó, pero el fruto estaba podrido. Más allá de la superficie de la manipulación propagandística, que proyectó durante el sexenio una imagen ilusoria de fortaleza, el proceso de descomposición y debilitamiento del sistema económico y político se aceleró a partir de 1988. Y en 1994 entró en caída libre, atajada y suavizada, sin embargo, por la capacidad de resistencia al cambio detectable en amplias capas de la sociedad y en todos los niveles, y por la indudable fuerza que el régimen -en consecuencia- todavía posee. Es preciso enfatizar la responsabilidad histórica del PAN: aliado, guardespaldas y trinchera del régimen, constituye, fuera de éste, el principal reducto organizado de resistencia al cambio. Pero de no darse éste, amenaza con hundir al país en una generalizada descomposición que pondría en peligro la misma sobrevivencia nacional y que, en el plano político, conduciría al intento de imponer formas todavía más autoritarias que las actuales.

Desde 1988 el régimen, como un cuerpo leproso, empezó a caer a pedazos: a ceder gubernaturas al PAN, a implantar la turbia política de las concertacesiones, a perder un número creciente de presidencias municipales y regidurías, etcétera. La crisis política, la inestabilidad y la descomposición en sus filas aparecieron desde el principio y se acentuaron hacia el final del salinato. Se manifestaron en distintas formas: enfrentamiento armado para capturar a La Quina Hernández Galicia, el dirigente del sindicato petrolero; asesinato político para ejecutar a Luis Donaldo Colosio -candidato oficial a la presidencia- y a José Francisco Ruiz Massieu, secretario general del PRI; centralización exacerbada y avasallamiento hasta de los aspectos formales del pacto federal, con la imposición de 17 interinos en igual número de gubernaturas, lo cual era una muestra palpable de la ingobernalidad subyacente; corrupción generalizada en los aparatos policiacos y en el sistema judicial; complicidad o participación de los más altos funcionarios en las actividades del narcotráfico, para no mencionar sino algunos de los síntomas más sobresalientes.

Pero Salinas contaba en el momento de asumir la presidencia, entre otras, con una importante circunstancia a su favor. Al arrebatarle la victoria a Cárdenas, le propinaba en realidad una derrota a los millones de ciudadanos que habían creído posible ganarle al PRI en las urnas. Y se trataba además de una derrota de efectos prolongados, cuyas secuelas se arrastraron a lo largo del sexenio. Influyó desde luego de modo diferente en las personas, pero fue reforzada mediante el empleo de diversos medios. Uno fundamental fue la alianza con el PAN, que abdicó de sus valores democráticos en favor de una política pragmática que le rindió muchas ganancias. Pero el gobierno usó además otros medios para profundizar el desánimo y la resignación: los fraudes electorales para impedir los posibles avances del PRD, el despiadado acoso a ese partido, casi 300 de cuyos militantes fueron asesinados, una vasta e incansable campaña de desprestigio y muchos más. A pesar de todo, el PRD se organizó y ocupó un espacio ganado a pulso en la lucha electoral. Parecía que la movilización social había encontrado una nueva forma de expresarse. Pero sólo era una apariencia. Es cierto que la mayor parte de los cuadros de izquierda hallaron en ese partido una instancia de organización nacional, y en la contienda electoral una manera de sostener una tenaz lucha contra el régimen. Pero según las evidencias, las clases subalternas vivieron de otro modo la derrota: para ellas había fracasado el intento de retomar la iniciativa y cayeron nuevamente en el reflujo.[18]

La lucha social, particularmente en el campo, retornó al mismo nivel que tenía antes de la jornada electoral. Pero en forma más grave, porque a la derrota vino a sumarse la gestión gubernamental de la misma. La contraofensiva política de Salinas, que no descuidaba el impulso a su proyecto económico, se disparó "en un juego múltiple que ha agudizado la dispersión, la confusión, el desencanto y la disolución de los objetivos sectoriales del movimiento [campesino]", comprobaba Antonio García de León ya en diciembre de 1989.[19] La campaña cardenista había sido un abierto litigio por la hegemonía entre las grandes masas, obteniendo una especial respuesta en dos territorios distinguibles: en las zonas rurales y en los distritos de inmigración interestatal, reductos de una fuerte carga de inconformidad social.[20] Hacia ellos se dirigió preferentemente la embestida. Para operarla, Salinas puso a su servicio la capacidad, la experiencia, la formación y las relaciones que en la lucha social habían construido algunos cuadros provenientes sobre todo del maoísmo pero también de otras corrientes de la izquierda. La llamada política de concertación y dos instrumentos -el Consejo Agrario Permanente (CAP) y el Pronasol- fueron claves en esa operación. El Pronasol, como se sabe, sirvió como una organización clientelar y de manipulación de la miseria, tanto en las colonias populares como en las deprimidas zonas campesinas. El CAP, por su parte, logró cooptar -aunque se trataba de una cooptación inconsistente- a las principales organizaciones independientes que, con mucho esfuerzo, habían logrado sobrevivir: a la CIOAC, la UGOCP, la CNPA.

La cooptación era el resultado de un largo caminar sin encontrar otras salidas que no fueran el desgaste o la represión, del reflujo concomitante, del reciente fracaso electoral del cardenismo y de una lamentable confusión. Pero era doblemente trágica en el caso de la CNPA (Coordinadora Nacional Plan de Ayala), porque esta organización había surgido justamente del rechazo multitudinario a José López Portillo en un acto realizado en Cuautla para conmemorar, en 1979, el centenario del nacimiento de Emiliano Zapata. La primera acción de la CNPA -compuesta por campesinos indígenas y mestizos- consistió en oponerse con éxito al propósito gubernamental de trasladar los restos de Zapata al monumento a la revolución, en donde reposarían bajo el peso de la horripilante mole y al lado de los huesos de Carranza, el responsable de su asesinato. Ese combate por la historia -que en México no es sólo memoria viva sino realidad tangible- reactivó la imagen del general suriano y de sus ideales. Los campesinos recuperaban un mito en la figura legendaria de Zapata, arrebatándosela al régimen. Libre ahora, cabalgaría por los confines del país escapando del papel asignado de símbolo conmemorativo en actos oficiales y alimentando la esperanza campesina de tierra y libertad. En los años posteriores muchas organizaciones en el campo se autonombrarían zapatistas. Se trataba, consciente o no, de una auténtica elaboración o recreación histórica y cultural y no de una moda del momento. La tenacidad de la CNPA, además, logró que la conmemoración del asesinato de Zapata (el 10 de abril) se convirtiera en una jornada de movilizaciones campesinas. Así empezaron a llegar al Zócalo de la capital del país en manifestaciones a veces gigantescas. Pero el 10 de abril de 1989, en Cuautla nuevamente, en un acto del CAP, "las organizaciones independientes y oficiales desfilaron ante Salinas de Gortari". Se había cerrado el círculo: ese desfile, en el que participaba la CNPA, parecía la rendición final de los herederos de Zapata.

Pero otra vez era sólo la apariencia, cuando menos por lo que respecta a unos zapatistas que en la selva se preparaban ya para hacer frente, a su manera, a lo que estaba por venir. Más resuelto que sus antecesores, Salinas decidió modernizar al país por decreto y terminar no sólo con el reparto agrario sino también con los campesinos. Una clase social inexistente en su paradigma de la modernidad -Estados Unidos- que en México sin embargo se resiste tercamente a desaparecer. En su primer informe de gobierno anunció: "El reparto masivo de tierra ha concluido". Y luego llevó a su culminación, en el nivel jurídico, la ofensiva contra una fundamental e histórica conquista popular. Un Congreso dominado por el PRI decretó el 3 de enero de 1992 las reformas al artículo 27 constitucional propuestas por Salinas, quien para reafirmar su filiación carrancista las hizo publicar en el Diario Oficial el 6 de enero. Las guiaba una concepción privatizadora que abrió el cauce -como señaló Emilio Krieger- "al tercer gran periodo de concentración agraria en México" y a la entrada de capital extranjero al campo. Atribuyéndole al reparto la persistencia de la crisis agraria, lo dio por concluido. No comprendió que en México la lucha por la tierra es el núcleo original de donde partieron las más grandes contiendas civiles de nuestra historia, y una multitud incontable de revueltas, gestiones jurídicas, movilizaciones y levantamientos. Y todavía Fernando Ortiz Arana -entonces presidente de la comisión permanente del Congreso y ahora dirigente del PRI en el Senado- se atrevió a elogiar la "responsabilidad política" que demostraba la iniciativa de Salinas, quien había empezado su mandato poniendo al país al borde de la guerra civil, al robarse las elecciones, y lo terminaría provocando una sublevación campesina y la más grave crisis política desde 1910. Las reformas al artículo 27 representan el más severo ataque a la Constitución Política desde su promulgación. De eso tampoco se percató Salinas, o no le importó. Pero al romper el pacto constitucional, el despotismo priísta consiguió reunir dos de los motivos que han causado las revoluciones en México: el de la tierra y el de la lucha por la democracia y la libertad. Motivos que orientaron los tres grandes movimientos revolucionarios de nuestra historia: el de Hidalgo y Morelos, el inspirado en el plan de Ayutla que se proclamó contra la dictadura de Santa Ana y desembocó en la constitución de 1857, y el de Madero.[21]

Llegamos así a un punto terminal. Todos los caminos estaban obstruidos y no conducían a ninguna parte. Durante un cuarto de siglo la lucha de los campesinos, de las organizaciones urbano-populares, de los obreros, de los estudiantes, la lucha electoral por la democracia no habían obtenido sino magros resultados. El deterioro de las condiciones de existencia, la carencia de tierras y de trabajo arroja a millones de mexicanos a las actividades de la economía informal, a hacinarse en los cinturones de miseria en las ciudades, a emprender la aventura difícil, riesgosa, denigrante y muchas veces mortal de cruzar la frontera. En ese punto Carlos Salinas impuso la reforma al artículo 27. Y de ese modo rompió el pacto constitucional con los campesinos indígenas y mestizos. De inmediato no pasó gran cosa. Rechazo del PRD a la contrarreforma, algunas protestas aisladas, voces críticas en contra. En Morelos varias organizaciones independientes (algunas lo eran nuevamente, porque no habían obtenido nada sustancial de su oportunista adhesión al salinismo) crearon un Consejo de Organizaciones Agrarias. En Ocosingo, el 10 de abril de 1992, 4 mil campesinos indígenas, escribe el subcomandante Marcos, "bailan frente a una gigantesca imagen de Zapata pintada por uno de ellos, declaman poemas, cantan y dicen su palabra [...] Los campesinos gritan que Zapata vive, la lucha sigue. Uno de ellos lee una carta dirigida a Carlos Salinas de Gortari donde lo acusan de haber acabado con los logros zapatistas en materia agraria, vender al país con el TLC y volver a México a los tiempos del porfirismo, declaran contundentemente no reconocer las reformas salinistas al artículo 27 de la Constitución Política".[22]

En octubre del premonitorio 1992 los indios se movilizan, en México y América Latina, al cumplirse 500 años del inicio de su catástrofe. En San Cristóbal de las Casas, miles de indígenas ocupan la ciudad en disciplinadas filas, llevan arcos y flechas y derriban y destrozan la estatua del conquistador Diego de Mazariegos. Uno de ellos pronuncia un discurso lleno de nuevos contenidos, en donde las palabras tienen un fulgor renovado y una fuerza inusual. Pero en 1993 no hay marcha indígena del 12 de octubre y otra vez la opacidad lo cubre todo. La Unión de Pueblos de Morelos escribe en un documento: "tanto las organizaciones campesinas autónomas como las que han estado subordinadas al Estado, viven un preocupante reflujo y desarticulación". Y en Chiapas, en donde el año anterior se había creado un frente que llegó a aglutinar a 35 organizaciones, en diciembre de 1993 no pudo celebrar su primer aniversario. El obispo Samuel Ruiz enfrentaba la ofensiva del gobierno y del Nuncio Apostólico, empeñados en separarlo de su diócesis, y estaba amenazado de muerte por los finqueros de la Unión para la Defensa Ciudadana de Ocosingo. Los canales para la resolución pacífica de los intereses confrontados en el campo los había terminado de cerrar el gobierno salinista. No había tierra ni trabajo y ni siquiera la esperanza de obtenerlos. Eso fue lo que entendieron los pueblos indios de la selva, de la frontera y de los altos de Chiapas, quienes -así lo han dicho- se sintieron condenados a muerte. Pero tenían muchos años preparándose para cuando el horizonte se cerrara. Se habían dotado de una dirección política colectiva muy capaz y de un proyecto. Contaban con una concepción de la historia nacional, con organización, entrenamiento, armas, liderazgo y razones. Decidieron que el momento había llegado. Se fueron a la revolución.


Notas:

[*]

El presente texto es el capítulo de un libro en preparación. No es una historia: es un ensayo de interpretación política, y su última redacción data de enero de 1995.

[1]

Toni Negri, Fin de siglo, Paidós, Barcelona, 1992, p. 38. Negri sigue a Foucault, "interpretado y desarrollado por Deleuze", para caracterizar "la nueva época en la que hemos entrado a partir del 68, la época en la que el trabajo material es sustituido por el trabajo inmaterial, la organización de fábrica por el de la sociedad informatizada, el mando directo sobre el trabajo por el control de la cooperación social productiva. Éste es un cambio fundamental de los paradigmas del poder. La microfísica se transforma en micropsicología, la dimensión del control se hace interna, la acumulación de capital es una acumulación de saber y de ciencia, porque el trabajo se ha hecho, al mismo tiempo, trabajo intelectual y trabajo cooperativo social".

[2]

Subcomandante Insurgente Marcos, "Chiapas: el Sureste en dos vientos, una tormenta y una profecía", en: EZLN, Documentos y comunicados, t. I Era, México, 1994, p. 60.

[3]

Woodrow Borah, El siglo de la depresión en Nueva España, Era, México, 1982, pp. 13-17.

[4]

Manuel Germán Parra, "Las grandes tendencias de la evolución histórica de la política indigenista moderna en México", en Bibliografía indigenista de México y Centroamérica, Memorias del Instituto Nacional Indigenista, vol. IV, México, 1954, p. XC.

[5]

Véase en Diario de los debates del Congreso Constituyente 1916-1917, Comisión Nacional para la Celebración del Sesquicentenario de la Proclamación de la Independencia Nacional y del Cincuentenario de la Revolución Mexicana, México, 1960, t. II, p. 1189.

[6]

Conviene recordar que en 1993, al cumplirse 25 años del movimiento de 68, se creó una Comisión de la Verdad para tratar de esclarecer las responsabilidades oficiales en aquellos acontecimientos, que culminaron en la matanza de la Plaza de las Tres Culturas, en Tlatelolco. Las autoridades se negaron a abrir los archivos. El ejército mexicano se sintió obligado a dar explicaciones y a defenderse públicamente, en una actitud que globalmente -en cuanto intento de responder a los cuestionamientos de la sociedad- debe juzgarse como positiva. Pero la plena identificación de los responsables de la represión a aquel movimiento, que marcó a mi generación, es una exigencia que debe satisfacerse plenamente. En esa polémica nos encontrábamos cuando fue interrumpida, sin concluir, por el levantamiento zapatista.

[7]

Cf. Héctor Guillén Romo, Orígenes de la crisis en México, 1940/1982, Era, México, 1984; Héctor Guillén Romo, El sexenio de crecimiento cero. México, 1982/1988, Era, México, 1990; Alejandro Álvarez, La crisis global del capitalismo en México, 1968/1985, Era, México, 1987; Miguel Ángel Rivera Ríos, Crisis y reorganización del capitalismo mexicano, 1960/1985, Era, México, 1986; Miguel Ángel Rivera Ríos, El nuevo capitalismo mexicano. El proceso de reestructuración en los años ochenta, Era, México, 1992; José Valenzuela Feijóo, El capitalismo mexicano en los ochenta. ¿Hacia un nuevo modelo de acumulación?, Era, México, 1986; Carlos Tello, La política económica en México, 1970-1976, Siglo XXI, México, 1979.

[8]

Estaba escrito lo anterior cuando apareció un artículo de José Joaquín Blanco, "Mambrú le apostó al PRI (¡qué dolor, qué dolor qué pena!)", en La Jornada del 14 de enero de 1995, en donde retoma aquella imagen: "Al fondo del túnel, dice Robert Lowell, finalmente se vislumbró una luz; pero no era la salida, sino el fanal de otro tren que venía en sentido contrario, hacia tí, velocísimo, a arrollarte". Esta nueva caída nuestra en la modernidad (para usar la expresión de Adolfo Gilly), con la devaluación de diciembre de 1994, se vive sin embargo de modo diferente. Creo percibir un estado de ánimo distinto: en los ochenta el sentimiento generalizado era de desánimo y derrota; ahora parece ser de rabia y frustración.

[9]

Miguel Angel Rivera Ríos, Crisis y reorganización..., cit., p. 163. La referencia a The Economist, allí mismo.

[10]

La movilización obrera en los setenta se extendió por todo el país. Un recuento parcial registra movilizaciones en 19 estados: Daniel Molina, "La política laboral y el movimiento obrero. 1970-1976", en Cuadernos Políticos, n. 12, abril-junio de 1977. Un indicador, insuficiente pero ilustrativo, lo proporciona el número de huelgas estalladas en empresas de jurisdicción federal, el cual muestra que el mayor número, entre 1972 y 1976, se produjo en 1974, con 452 huelgas estalladas, frente a 57 huelgas en 1973 y 104 en 1975. Estos últimos datos en Raúl Trejo Delarbre, "El movimiento obrero: situación y perspectivas", en Pablo González Casanova y Enrique Florescano (coords.), México, hoy, Siglo XXI, México, 1980, p. 134.

[11]

El movimiento de los electricistas democráticos merece ser revalorado. El suyo era un programa nacionalista, con raíces en la ideología de la revolución mexicana. Véase al respecto, Rubén Jiménez Ricárdez, "El nacionalismo revolucionario en el movimiento obrero mexicano", en Cuadernos Políticos, n. 5, julio-septiembre de 1975.

[12]

Organización Revolucionaria Punto Crítico, La izquierda ante la represión y el autoritarismo estatal, México, 1985, p. 38.

[13]

Cf. Armando Bartra, Los herederos de Zapata. Movimientos campesinos posrevolucionarios en México. 1920-1980, Era, México, 1985; Blanca Rubio, Resistencia campesina y explotación rural en México, Era, México, 1987; María Consuelo Mejía Piñeros y Sergio Sarmiento Silva, La lucha indígena: un reto a la ortodoxia, Siglo XXI, México, 1987; Luisa Paré, "La política agropecuaria, 1976-1982", en Cuadernos Políticos, n. 33, junio-septiembre de 1982; Adriana López Monjardin, "1982-1988: un proyecto anticampesino y antinacional", en Cuadernos Políticos, n. 53, enero-abril de 1988.

[14]

Véase Julio Moguel y Pilar López Sierra, "Política agraria y modernización capitalista", en Carlota Botey y Everardo Escárcega (coords.), Historia de la cuestión agraria mexicana, Siglo XXI, México, 1990, t. 9 (segunda parte); Rubén Jiménez Ricárdez, "Movimiento campesino en Sonora", en Cuadernos Políticos, n. 7, enero-marzo de 1976.

[15]

Adriana López Monjardín, op. cit., p. 29.

[16]

Ibid.

[17]

La cuestión del deterioro de la legitimidad es crucial para la comprensión de la crisis y de la descomposición del régimen político mexicano. Un régimen cuya legitimidad se fundó primordialmente en su sustrato histórico -su origen revolucionario y su carácter de heredero de la Independencia y de la Reforma- y sólo muy débilmente en la legalidad de procedimientos democráticos inexistentes o muy limitados (hasta la fecha) por la avasalladora realidad del autoritarismo. Su crisis se manifiesta, además de en otros ámbitos, en el problema fundamental de la sucesión presidencial, es decir, en la cuestión de la transmisión de poder, de la cual depende la continuidad de las instituciones, y que es particularmente sensible en un régimen presidencialista como éste, en donde el Ejecutivo es el vértice de un poder excesivamente concentrado. Las dificultades aparecieron ya durante la sucesión de Díaz Ordaz a Echeverría, y tuvieron su origen en un motivo directamente relacionado con el 68. Se agudizaron en el contexto de la sucesión de Miguel de la Madrid, que se "resolvió", por un lado, expulsando a la Corriente Democrátca del PRI y, por otro, mediante el inocultable fraude electoral que entregó a Salinas la primera presidencia posrevolucionaria calificada de ilegítima por millones de mexicanos. En la sucesión de 1994, en fin, la crisis alcanzó el nivel del asesinato político. El ejercicio del poder en México, hasta ahora, se funda en el pasado -heroico o mítico- o carece de legitimidad sustancial, pues los mecanismos legales de legitimación siguen suendo muy endebles y están sujetos no sólo a la controversia sino a la impugnación armada.

[18]

Un indicador del desánimo lo proporciona el comportamiento electoral: "en 13 de las 15 elecciones locales que se han celebrado entre el 6 de julio de 1988 y octubre de 1990, los niveles de participación electoral cayeron por abajo de las tendencias históricas de esos estados", sostienen Juan Molinar y Jeffrey Weldon, "Elecciones de 1988 en México: crisis del autoritarismo", en Revista Mexicana de Sociología, año LII, n. 4, octubre-diciembre de 1990, p. 252.

[19]

Antonio García de León, "Encrucijada rural: el movimiento campesino ante las modernidades", en Cuadernos Políticos, n. 58, octubre-diciembre de 1989, p. 39.

[20]

Juan Molinar y Jeffrey Weldon, art. cit., pp. 252-54. Los autores sostienen que para la coalición cardenista "el peso de la variable inmigrantes es clave en la configuración de su base electoral" (p. 254).

[21]

Ignacio Burgoa precisa: "Cuando se desconocen los principios básicos de la estructura constitucional de un Estado por parte del gobierno a través de una política legislativa o administrativa reiterada y general, el pueblo tiene la potestad para sublevarse contra sus autoridades a fin de restablecer el imperio de la Constitución". Y aunque más adelante, al referirse al EZLN, se contradice de modo flagrante debido a su posición conservadora, Burgoa es tan buen constitucionalista que su estudio resulta un impecable y brillante alegato del derecho que asiste a la sublevación indígena. Ignacio Burgoa Orihuela, "Constitución, Estado de derecho y derecho a la rebelión", en Mario Melgar Adalid, José Francisco Ruiz Massieu y José Luis Soberanes Fernández (coords.), La rebelión en Chiapas y el derecho, UNAM, México, 1994, p. 26.

[22]

Subcomandante Insurgente Marcos, "Chiapas: el Sureste...", cit., p. 65.



Revista Chiapas
http://www.ezln.org/revistachiapas
http://membres.lycos.fr/revistachiapas/
http://www33.brinkster.com/revistachiapas

Chiapas 3
1996 (México: ERA-IIEc)


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