Chiapas
9


Luis Hernández Navarro
Zapatismo: la interacción del color

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Presentación

Colectivo Neosaurios,
La rebelión de la historia

María Jaidopulu Vrijea,
Las mujeres indígenas como sujetos políticos

Elizabeth Pólito Barrios Morfín,
El capital nacional y extranjero en Chiapas

Edur Velasco Arregui,
Cuestión indígena y nación: la rebelión zapatista desde una perspectiva andina

João Pedro Stédile,
Latifundio: el pecado agrario brasileño

Adriana López Monjardin,
Los nuevos zapatistas y la lucha por la tierra

Luis Hernández Navarro,
Zapatismo: la interacción del color


PARA EL ARCHIVO

Ricardo Robles,
Los derechos colectivos de los pueblos indios. Otra manera de ver los derechos humanos desde las sociedades comunitarias

Ana Esther Ceceña,
¿Biopiratería o desarrollo sustentable?

Primer Encuentro de Movimientos Alternativos de América Latina

Declaración Final del II Encuentro Americano por la Humanidad y contra el Neoliberalismo

Raúl Ornelas Bernal,
Un mundo nos espía. El escándalo ECHELON


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Nos reservamos el derecho de maravillarnos ante las
manifestaciones y significados del color, de admirar
y en lo posible revelar los secretos del color
.

Goethe

El zapatismo como color

Al observar fijamente, durante medio minuto, un círculo rojo con un punto negro dibujado en el centro, y correr la vista a un círculo blanco, los ojos normales ven, de pronto, verde o verde-azul en vez de blanco. Este fenómeno se conoce como persistencia de la imagen o contraste simultáneo. Muestra que los colores se perciben de manera diferente a como son.

La percepción visual del color engaña continuamente. Evoca innumerables lecturas. Es relativa e inestable. Nunca se le ve tal cual es. Más allá de su longitud de onda o de la disección de sus pigmentos, su apreciación varía dependiendo de la interacción e interdependencia de un color con otro. Un mismo color puede desempeñar papeles diferentes. Dos colores distintos pueden parecer semejantes.

A pesar de la rica variedad de colores, su nomenclatura es pobre. Las palabras para designarlos son escasas. Nuestro vocabulario distingue apenas una treintena de ellos.

Nacido a la luz pública en enero de 1994 pero gestado en las oscuridades de selvas y montañas del sureste mexicano, el EZLN vive hoy los efectos de su colorido, y de manera destacada, la persistencia de su imagen o contraste simultáneo. Padece, además, la escasez de conceptos para explicar su complejidad. Lo que el zapatismo dijo sobre sí mismo en los primeros meses de su "presentación en sociedad", lo que los medios de comunicación difundieron sobre él y lo que sus detractores argumentaron en su contra pervive hoy como la imagen dominante en la opinión pública. En lugar de ver el blanco del círculo rebelde, lo que permanece es el recuerdo del verde o del verde-azul.

Como sucede con el color, sus acciones y propuestas evocan múltiples lecturas. Sin embargo, más allá de su intensidad cromática, su luminosidad sólo tiene sentido junto al resto de los colores que forman el arcoíris de la política nacional, y de los que integran la paleta con la que la izquierda en el resto del mundo pinta el lienzo de su destino inmediato. El zapatismo, además de ser una fuerza política nacional, se ha convertido en una referencia internacional.

El contexto nacional

Durante casi cinco años, los que van de finales de 1988 a 1993, una parte significativa de la izquierda mexicana vivió de un mito: las elecciones federales de 1994 serían el momento de la revancha electoral de Cuauhtémoc Cárdenas. No había en esta convicción demasiados datos duros que la confirmaran, más allá de la esperanza de reproducir el milagro producido en las elecciones presidenciales de 1988, y la convicción de que la figura de Cárdenas se mantenía en vida latente en amplios sectores de la población mexicana.

Ciertamente, durante esos cinco años la izquierda partidaria moderna había organizado, con la fundación del PRD, el partido-movimiento más importante en décadas, y había incorporado a sus filas una cantidad significativa de dirigentes de organizaciones sociales, líderes de opinión y dirigentes políticos progresistas, pero su desempeño electoral fue más bien pobre. Víctima de frecuentes fraudes en los distintos comicios, las acciones de protesta emprendidas por su militancia no pudieron revertir, en la mayoría de los casos, los resultados adversos. Las elecciones intermedias de 1991 fueron un fracaso (1 millón 898 mil 208 votos que representaron 8.26 por ciento de la votación y la pérdida de diez curules en la cámara de diputados), y, a pesar de su indudable presencia en estados como Michoacán, no pudo ganar ninguna gubernatura. Desde las más altas esferas del gobierno federal se emprendió en contra del PRD una fuerte campaña de satanización, presentándolo como el refugio de los dinosaurios estatistas, como una fuerza política violenta e intransigente con la que era imposible alcanzar acuerdos políticos. Más de quinientos militantes de ese partido fueron asesinados durante esos años.

Aunque Carlos Salinas de Gortari asumió la presidencia de la república entre fuertes impugnaciones, sus acciones de gobierno le fueron creando una base de legitimidad creciente. La tesis perredista sobre la ilegitimidad del jefe del ejecutivo y su negativa a negociar con él no representaron un contrapeso significativo para el impulso de un drástico proyecto de modernización económica desde arriba, de acuerdo con los lineamientos centrales de las políticas de ajuste y estabilización elaboradas por el Banco Mundial. Casi sin resistencias, Salinas reformó las relaciones entre el estado y las iglesias, incubó una nueva camada de multimillonarios al calor de las privatizaciones de empresas estatales, canceló el viejo pacto existente entre estado y campesinos al modificar el artículo 27 constitucional y suprimir el reparto agrario, reorganizó las políticas de combate a la pobreza para dotarse de una nueva clientela política y firmó un acuerdo de libre comercio con Estados Unidos y Canadá.

El PRD fue excluido de todas estas acciones y su fuerza fue insuficiente para impedirlas o reorientarlas. Tampoco pudo organizar -ni se propuso hacerlo- a los afectados por estas medidas. Logró, en cambio, atraer a su esfera de influencia a un amplio sector de la intelectualidad y a movimientos cívicos y ONG. Fue exitoso en facilitar a varias fuerzas sociales extraparlamentarias su paso a la lucha electoral. Desplazó, hasta casi hacerlos desaparecer, a otros partidos electorales de izquierda como el PFCRN o el PPS, pero no pudo impedir el surgimiento y consolidación del PT, formado a partir de organizaciones sociales urbanas y grupos campesinos del norte del país. A su derecha, el PAN creció significativamente en el terreno electoral y se fortaleció como interlocutor privilegiado del poder.

A finales de 1993 el proyecto político de Salinas de Gortari parecía imbatible. La economía crecía, las encuestas le daban al presidente un alto grado de aceptación, su prestigio internacional era considerablemente alto, y, aunque con un incipiente resquebrajamiento interno, había designado a su sucesor con relativo éxito. Incluso, la tradicional influencia intelectual del PRD en el campo cultural había menguado. Lo único que tenía la izquierda a su favor era el mito vivo de Cuauhtémoc Cárdenas, un partido relativamente consolidado y el ambiguo capital -desde la lógica electoral- de su consecuencia opositora.

Es en este contexto nacional en el que surge el EZLN. Su irrupción pública el 1° de enero de 1994 cambió radicalmente la imagen del jefe del ejecutivo y la suerte de su proyecto transexenal. Entre esa fecha y el 23 de marzo de 1994 -día del asesinato de Luis Donaldo Colosio- hubo un cambio espectacular en la percepción que la opinión pública tenía sobre el gobierno federal y en la acumulación de fuerzas de la izquierda. Los damnificados de la modernización vertical, autoritaria y excluyente del salinismo y los excluidos de siempre encontraron en el zapatismo una referencia política y un espacio simbólico de articulación.

Su "presentación en sociedad" consistió en la toma militar de cinco municipios de Los Altos y la Selva de Chiapas y en la difusión de un documento, la Declaración de la Selva Lacandona,[1] que, de acuerdo con el escritor Manuel Vázquez Montalbán, es "un grito de protesta al estilo del siglo XIX. No tiene nada que ver con el materialismo histórico ni nada por el estilo".[2] En él, los zapatistas reivindican su carácter de fuerza indígena al señalar que "son producto de 500 años de luchas". El impacto de esta primera acción, difundida por los medios de información, fue definitivo para que los rebeldes ganaran una enorme legitimidad en la sociedad mexicana. Según una encuesta nacional de la Fundación Rosenblueth realizada hace poco más de un año -en medio de una de las más fuertes campañas gubernamentales en contra del EZLN-,[3] 73 por ciento de la población piensa que los pueblos indígenas tuvieron razón en rebelarse contra el gobierno en 1994, 73 por ciento cree que el conflicto en Chiapas tiene repercusiones en todo el país y 44 por ciento piensa que el EZLN representa legítimamente a los indígenas, en contra de 40 por ciento, que cree que no es así.

En esa misma Primera Declaración, los insurrectos no llamaban a destruir el estado burgués, ni a instaurar el socialismo, sino a algo mucho más modesto: que el poder legislativo y el poder judicial se abocaran a restaurar la legalidad y la estabilidad de la nación deponiendo a Carlos Salinas de Gortari. Este planteamiento conectaba la rebelión indígena con el neocardenismo, entendido como un movimiento de largo aliento y fuertes raíces populares, como expresión combinada de la resistencia popular presente y de un espacio de legitimidad histórica, y como una fuerza que se oponía socialmente a la visión del salinismo como la única vía para modernizar el país.

El zapatismo encontró allí el terreno para construir su discurso vinculándose a un sentimiento popular articulado en torno a una especie de "maderismo" urbano presente desde 1985, lo que le permitió ganar legitimidad política y reforzar su identidad no como un fenómeno de importación centroamericano sino como un genuino producto nacional. Para quienes habían luchado por vías pacíficas en contra del fraude electoral de 1988 y tenían vivo el recuerdo de los quinientos perredistas asesinados, el levantamiento armado fue un acto de justicia.

La insurrección, además, se ubicó dentro de la ley y no fuera de ésta. Reivindicó como su fuente de legitimidad el artículo 39 constitucional, que establece que la soberanía nacional reside esencial y originariamente en el pueblo, y que éste tiene derecho, en todo tiempo, a alterar o modificar la forma del gobierno. No buscó la subversión del estado mexicano sino la sustitución del régimen político existente y de su política económica. Como lo ha señalado Adolfo Gilly,[4] el zapatismo navegó en los mares de "una cultura de la rebelión, inscrita en la práctica social y en la estructura de los textos legales", que provoca que ésta "pueda parecer a casi todos los estratos sociales un derecho natural y un recurso legítimo".

El contexto internacional

El EZLN emerge a la vida pública en un entorno internacional contradictorio. Por un lado, el fin de la guerra fría dejó a esta fuerza sin el hipotético cobijo de los partidos y naciones que tradicionalmente habían apoyado las luchas de liberación nacional. Por el otro, la desaparición del fantasma del comunismo permitió que el levantamiento indígena fuera leído desde Washington y Bruselas, en un primer momento, desde su especificidad, como un movimiento de raíces agrarias y étnicas y no como parte de la disputa geopolítica de dos sistemas rivales.

La caída del comunismo significó mucho más que el fracaso de un sistema económico-político alternativo al capitalismo. Implicó, más allá de la caracterización que se tuviera del sistema soviético, el adormecimiento o la cancelación de los sueños de emancipación y de los proyectos de liberación de los pueblos por el decreto del fin de la historia. De los vigorosos movimientos antiautoritarios en los países del antiguo bloque soviético, que alimentaron la ilusión de una nueva utopía donde la organización y movilización de los actores sociales fueran capaces de controlar progresivamente el estado y el mercado, no surgió nada novedoso. Esos movimientos fueron capaces de ayudar a destruir el estado autoritario pero no de generar alternativas a la democracia representativa clásica.

Hacia finales de 1993, la influencia social y electoral de los viejos partidos comunistas había declinado aceleradamente. Sus intentos de reconversión (como es el caso del PDS italiano) los han conducido a tomar como modelo al Partido Demócrata de Estados Unidos, o a la fragmentación. Incluso el poderoso Partido Comunista Filipino y su brazo armado, el NEP, con grandes frentes de masas y regiones liberadas, había perdido aceleradamente presencia y se había dividido ante la incapacidad para dar una respuesta unificada a la liberalización política vivida en ese país a la muerte del dictador Marcos.

La situación de las guerrillas latinoamericanas era sumamente complicada. Tanto los sandinistas en Nicaragua como el FMLN en El Salvador habían sufrido serios reveses electorales y escisiones importantes en sus filas. Y la URNG guatemalteca se encontraba reducida militarmente hasta la "insignificancia estratégica" y buscaba una salida negociada, con el apoyo de países europeos y de México. Sendero Luminoso había sido derrotado militarmente, sin necesidad de una negociación, y el MRTA se encontraba casi desmantelado. Sólo las FARC y el ELN colombianos mantenían una presencia militar significativa y creciente en el área.

En Europa, la socialdemocracia sufría un retroceso electoral más o menos generalizado, de la mano de la crisis de los "estados de bienestar" y del surgimiento de movimientos de excluidos y migrantes provenientes de sus antiguas colonias. Y, donde permanecía en el gobierno, lo hacía conduciéndose como lo haría cualquier gobierno de centro-derecha. Los proyectos nacionalistas revolucionarios en el País Vasco y en Irlanda del Norte mantenían su presencia electoral pero estaban cada vez más aislados de fuerzas progresistas de otra naturaleza.

En Estados Unidos, el triunfo electoral de William Clinton en 1992 generó la ilusión de poner en marcha una versión finisecular del New Deal, alrededor de una nueva reforma al sistema de salud y de inversiones en educación y en renovación de las vías de comunicación e informática. El mejoramiento de la economía norteamericana, sin embargo, no fue acompañado de esas reformas. Incluso la modificación del sistema de salud terminó siendo el "parto de los montes".

Ciertamente, el avance del Partido del Trabajo en Brasil, el triunfo de Nelson Mandela en Sudáfrica, la lucha de liberación kurda o polisaria y el desarrollo de movimientos como el indígena en Ecuador mostraban que no todo estaba perdido para la izquierda.

En ese contexto, más allá de su debilidad relativa, el surgimiento del EZLN representó una fuerte llamada de atención para la izquierda en el mundo y propició su solidaridad y apoyo. El ¡Ya basta! rebelde se escuchó fuerte entre todos aquellos preocupados por luchar contra la desigualdad y la exclusión, y por construir una nueva plataforma libertaria. Entre otras muchas cosas, el zapatismo puso sobre la mesa de discusión de esta corriente la naturaleza del neoliberalismo y el papel de las utopías en la elaboración de los proyectos políticos y la transformación de la realidad. La rebelión de los indígenas chiapanecos y su propuesta se convirtieron en una referencia permanente en el debate sobre el futuro de la izquierda. A su vez, las nuevas luchas en otras partes del mundo se han vuelto parte integral de la estrategia zapatista.

El colorido del follaje

Algunos sectores de la intelectualidad han explicado el surgimiento del zapatismo a partir de la teoría de la conspiración de un grupo de universitarios marxistas que no habían tomado nota de la caída del muro de Berlín, y que se montaron simultáneamente en las redes sociales construidas por la iglesia católica practicante de la teología de la liberación y en el malestar provocado por la disminución de los ingresos de los productores rurales como resultado de la caída de los precios agrícolas, y de la acción combinada de la pobreza extrema y la marginación.

Tal interpretación desestima lo que es el elemento central del EZLN: es una fuerza político-militar esencialmente indígena, surgida, en lo fundamental, de la autorganización y la lucha de las comunidades de la selva, Los Altos y el norte de Chiapas. Aunque es cierto que los elementos que incorpora la teoría de la conspiración existieron, el elemento central que los ordena es la voluntad de un amplio sector de la sociedad indígena local de contar con una fuerza política propia. Como lo ha señalado Adolfo Gilly, lo que está en juego detrás de la apuesta zapatista es la "voluntad de las comunidades de persistir en su ser. Resisten y se sublevan para persistir, porque sólo se persiste en la resistencia al movimiento del mundo que disuelve y niega ese ser".[5]

El EZLN es una organización político-militar que se identifica con el zapatismo como corriente histórica revolucionaria y que lucha, como lo dicen sus siglas, por la liberación nacional. Se concibe como un movimiento insurgente, esto es, fundador de nuevos valores.

Quienes las protagonizan no siempre ganan, pero quedan en la historia como los actores de procesos fundadores. Dure o sea aplastada la insurrección, nada queda como antes: las mentalidades han cambiado, se abren nuevos horizontes, los ojos de todos ven de repente realidades que nadie quería ver.[6]

Surge del encuentro y fusión de distintas ideologías y propuestas políticas, aunque el resultado final es distinto a cada una de ellas. Nace del encuentro y fusión de las utopías indígenas, la lucha agraria, el marxismo-leninismo y las propuestas de liberación de católicos progresistas. Como lo señaló el subcomandante Marcos:

Bueno, empezaré a explicar. No nos lo propusimos. En realidad lo único que nos hemos propuesto es cambiar el mundo, lo demás lo hemos ido improvisando. Nuestra cuadrada concepción del mundo y de la revolución quedó bastante abollada en la confrontación con la realidad indígena chiapaneca. De los golpes salió algo nuevo (que no quiere decir "bueno"), lo que hoy se conoce como el neozapatismo.[7]

La Primera Declaración de la Selva Lacandona sintetiza los diversos puntos de vista que confluyen en la formación del EZLN. Allí, los zapatistas ubican como enemigo al sistema de partido de estado, representado por Salinas de Gortari. Señalan la necesidad de avanzar en la transición hacia la democracia como única vía para avanzar en la solución de las once demandas básicas: techo, tierra, trabajo, pan, salud, educación, independencia, libertad, justicia, democracia y paz.

Su propuesta de acción está más cerca de la cultura política de los nuevos movimientos sociales o de las luchas antiautoritarias en la Europa Oriental de antes de 1989 que de la izquierda tradicional. Se distingue de ésta, entre otras cosas, en un elemento central: la pretensión rebelde de promover la organización de la lucha a partir de un conjunto de valores necesarios, compartidos por la colectividad y representativos de su sentir, más que en los tradicionales programas máximos y mínimos que han guiado la acción de todo tipo de grupos de este signo. Esos valores aparecen una y otra vez en sus comunicados. Son: democracia, libertad, justicia o dignidad. Han encontrado un terreno fecundo de vinculación con las pasiones, sueños y deseos de transformación presentes en una amplia corriente de acción política civilista urbana, en el México profundo de las comunidades rurales e indígenas, en una variante del catolicismo popular y en la juventud.

En un momento en el que la lucha electoral ha provocado que los partidos políticos se hayan convertido en partidos-atrapa-todo (inclusive los que se reivindican como de izquierda) y busquen ganar el centro tratando de conquistar la voluntad de los ciudadanos en cuanto a votantes, prescindiendo de la ideología y personalizando la participación política, el zapatismo reivindica una política que apela a los de abajo, a los invisibles, a los pobres, a los excluidos, y apuesta a construir con ellos una propuesta de cambio. En una situación en que la política institucional de acuerdos parlamentarios y de la cúpula de los partidos ha dejado a organizaciones sociales y movimientos ciudadanos fuera de la posibilidad de influir en la definición de la agenda política nacional, el zapatismo ha buscado construir espacios y coaliciones que les permitan a éstos entrar a la disputa por la definición de los grandes temas de la política en el país.

El puente del arcoíris

De acuerdo con su propia definición:

El zapatismo no es una nueva ideología política, o un refrito de viejas ideologías. El zapatismo no es, no existe. Sólo sirve como sirven los puentes, para cruzar de un lado a otro. Por tanto, en el zapatismo caben todos, todos los que quieran cruzar de uno a otro lado. Cada quien tiene su uno y otro lado. No hay recetas, líneas, estrategia, tácticas, leyes, reglamentos o consignas universales. Sólo hay un anhelo: construir un mundo mejor, es decir, nuevo.[8]

El surgimiento público del zapatismo cambió significativamente el rostro de la sociedad civil en México. Presente como un actor de primer orden desde los sismos de 1985, esa sociedad civil desempeñó un papel central en las jornadas contra el fraude electoral de 1988. Su papel activo en la búsqueda de una paz con justicia y dignidad dio a un conjunto de ONG, organizaciones ciudadanas, medios de comunicación e individuos reconocidos en la opinión pública un protagonismo creciente y una presencia social hasta entonces desconocida. Pero, más allá de la solidaridad inmediata con la causa zapatista, han construido puentes al reivindicar nuevas formas de gobierno y de ejercicio del poder emanados de la sociedad civil. Según Norbert Lechner,[9] la idea de sociedad civil, en la época contemporánea, tiene sentido frente a la de estado autoritario y a la de reivindicar la reconstrucción de los espacios de lo social en contra de la negación de los derechos políticos y los derechos humanos, así como a la defensa de la sociedad frente a la desintegración del tejido social provocada por una modernización salvaje. Ambas características son plenamente compatibles con lo que parece ser la visión del zapatismo sobre la sociedad civil.

De acuerdo con Alberto J. Olvera la sociedad civil

tendría dos componentes principales: por un lado, el conjunto de instituciones que defienden los derechos individuales, políticos y sociales de los ciudadanos y que propician su libre asociación, la posibilidad de defenderse de la acción estratégica del poder y del mercado, y la viabilidad de la intervención ciudadana en la operación misma del sistema [...] Por otra parte, estaría el conjunto de movimientos sociales que continuamente plantean nuevos principios y valores, nuevas demandas sociales, así como vigilan la aplicación efectiva de los derechos ya otorgados.[10]

La estrategia rebelde estaría plenamente inscrita en la promoción de nuevos actores sociales que amplíen el umbral de lo posible en el mundo de la política.

La sociedad civil se ha convertido para los zapatistas, más allá de los partidos políticos, en portadora de una propuesta de cambio social. El sistema político vigente, las mutaciones económicas y tecnológicas en marcha, desdibujan la pertenencia de clase, pero permiten el desarrollo de identidades ciudadanas, de movimientos sociales y de la sociedad civil. Éstos son los más poderosos agentes de cambio contemporáneo porque, sin dogmatismo, pueden movilizar a su favor las fuerzas de la convicción y la razón. Los partidos y la clase política tradicional se han separado de la sociedad como interlocutor. El zapatismo pretende promover la construcción de canales de interlocución hacia la clase política y forzarla a tener como referente de su acción a "los de abajo".[11]

La apuesta del zapatismo por la sociedad civil como fuerza de la transformación social proviene además de dos hechos adicionales. El primero es negativo: el fracaso del sindicalismo independiente y el estancamiento y declinación de las coordinadoras de masas surgidas a comienzos de la década de los ochenta, y la carencia de una fuerza social con un claro contenido de clase. El segundo es positivo: el papel relevante de los movimientos ciudadanos, las ONG y las organizaciones sociales regionales en la lucha contra la desigualdad y por la democracia en México.

El zapatismo no reduce la sociedad civil a las ONG, aunque las concibe como parte de ésta y valora altamente su trabajo, sobre todo el que realizan aquellas dedicadas a la promoción y defensa de los derechos humanos. No considera que sean sus representantes porque, por definición, la sociedad civil no tiene representación en cuanto tal. Tampoco limita la existencia de ésta a personalidades públicas no pertenecientes a los partidos políticos, aunque ha dedicado parte de sus actividades al diálogo y la reflexión con ellas. Incorpora, sí, en esta definición, a asociaciones urbanas, movimientos cívicos, medios de comunicación, organizaciones de mujeres, plataforma a favor de la diversidad sexual, comunidades indígenas, grupos de ayuda mutua y todas aquellas formas asociativas que han generado los sectores excluidos de la sociedad.

De piel morena

El zapatismo no "inventó" la lucha indígena pero le dio una dimensión nacional, estimuló su crecimiento, unificó a muchas de sus corrientes, ayudó a sistematizar sus experiencias y planteamientos, arrancó al estado el compromiso de hacer reformas constitucionales profundas, modificó los términos de la relación con el resto de la sociedad no india y le facilitó la construcción de una plataforma organizativa relativamente estable.

El componente indígena del EZLN no es una cuestión instrumental, surgida de la pretensión de ganar legitimidad social para un proyecto insurreccional, sino elemento central de su naturaleza. En la Primera Declaración se establece con claridad el origen indígena de la organización, pero no se limita a este origen. El levantamiento armado de enero de 1994 no era sólo una guerra indígena, aunque la inmensa mayoría de los alzados lo fueran, sino un desafío nacional. Ese componente, sin embargo, adquirió mayor visibilidad y legitimidad desde el inicio mismo del conflicto, y obligó a fijar posiciones políticas más precisas. Éstas aparecieron claramente establecidas en la Tercera Declaración de la Selva Lacandona, en la que se señala:

La cuestión indígena no tendrá solución si no hay una transformación RADICAL del pacto nacional. La única forma de incorporar, con justicia y dignidad, a los indígenas a la nación, es reconociendo las características propias de su organización social, cultural y política. Las autonomías no son separación, son integración de las minorías más humilladas y olvidadas del México contemporáneo.[12]

Y, como sucedió con otros sectores sociales, terminó construyendo un importante puente con las luchas de los pueblos indígenas.

La nueva lucha indígena, surgida del encuentro de un movimiento pacífico y el zapatismo armado, reivindica, mediante un complicado y desigual proceso, una nueva inserción en los espacios públicos, a partir de la superación de su condición de excluidos propiciada por las políticas integracionistas que anularon su condición diferente. En ella, de una primera fase en la que se exige la igualdad se pasa a una segunda en la que se afirma la diferencia. Es una incorporación similar a la que en el pasado tuvieron que ganar los trabajadores, y como la que en la actualidad han tratado de obtener las mujeres.

Se trata de una lucha por la ciudadanía plena que implica la convicción de ser iguales a los demás y tener los mismos derechos y obligaciones. Es pues, de manera simultánea, una lucha por la dignidad y contra el racismo. Se trata de un proceso de construcción de iguales, de rechazo a la exclusión, en el que la exigencia a demandas concretas rebasa el tradicional tono clientelar, para ubicarse en el plano de la reivindicación de derechos. Involucra, asimismo, la lucha por los derechos colectivos como vía para hacer una realidad los derechos individuales. Pero implica, además, la lucha por el reconocimiento a la diferencia. Ésta supone aceptar el derecho al ejercicio distinto de la autoridad y a constituirse como colectividad con derechos propios. Reivindica un derecho de igualdad y un ejercicio diferente de éste. Parte de la legislación de este derecho a nivel internacional (Convenio 169 de la OIT) y su aprobación por parte del gobierno mexicano. Ve en él el instrumento para ganar la igualdad plena de derechos que la actual legislación le concede formalmente pero le niega prácticamente. En el corazón de este planteamiento se encuentra la lucha por la libre determinación, y de la autonomía como una expresión de ésta.

Los pueblos indios se han convertido ya en un sujeto político autónomo con propuestas propias. Se trata de un proceso irreversible y en ascenso. Reivindican un nuevo ordenamiento de las instituciones políticas que les permita superar su condición de exclusión. Al hacerlo alimentan el surgimiento del pluralismo que el estado centralizado niega. Ello es posible porque su identidad se ha transformado profundamente y hoy se asumen, cada vez más, como pueblos y no como poblados.

Así las cosas, la lucha por la libre determinación -y la autonomía indígena como parte de ésta- y la construcción de esta ciudadanía diferente son elementos que actúan a favor de la democratización sustantiva del país. No pretenden particularizar la lucha india sino hacerla parte de la lucha más general por desmantelar el régimen de partido de estado.

Si durante la Colonia se discutía si los indios tenían o no alma, y, a partir del cardenismo, se reclamaba su necesaria desaparición en la identidad común del ser mexicano, a raíz del levantamiento zapatista de enero de 1994 y de la aprobación de los Acuerdos de San Andrés sobre derechos y cultura indígenas se debate si deben o no tener derechos especiales. La negativa a reconocer la existencia de su alma, de su identidad propia o de sus derechos es, más allá de las diferencias en el tiempo, parte de un mismo pensamiento: el que, bajo el argumento de la superioridad racial o del mestizaje como destino final, se niega a aceptar el derecho a la otredad de los que son culturalmente distintos.

Durante cinco años se ha debatido la cuestión indígena con una intensidad, apasionamiento y virulencia desconocidos en nuestra historia reciente. Al calor de la discusión han emergido prejuicios e idealizaciones. Al lado de opiniones informadas y cultas han aparecido juicios desafortunados e ignorantes. La reflexión sobre la cuestión indígena parece, en ocasiones, un laberinto de equívocos del que no hay salida.

Este debate sobre los derechos indígenas y de algunas de sus consecuencias en la política nacional y en la formación de un nuevo actor (el movimiento indígena autónomo agrupado en el Congreso Nacional Indígena) se ha intensificado a partir de la firma de los Acuerdos de San Andrés. La cuestión indígena se ha colocado en el centro de la agenda política nacional. Los contornos de la identidad nacional, las políticas de combate a la pobreza, la democratización del país, la naturaleza de un nuevo régimen, las relaciones entre moral y política han adquirido nuevos contenidos. No habrá reforma del estado sin solución a la cuestión indígena. No habrá paz en Chiapas, al margen de una reforma constitucional que reconozca los derechos de los pobladores originarios de estas tierras.

La nueva lucha india articulada e impulsada por el zapatismo tiene profundas implicaciones para la formación de otro modelo de país. Impulsora del multiculturalismo democrático, es una fuerza central en la resistencia a una globalización que sirve a los intereses de los más poderosos, y una promotora de los derechos de las minorías y del combate a la exclusión. Gestora de un nuevo pacto nacional basado no sólo en los individuos sino también en los pueblos, estimula la reinvención del estado y la nación que queremos.

Los Acuerdos de San Andrés son la demostración de que los pueblos indios existen, están vivos y en pie de lucha. Son la evidencia de que los viejos y nuevos integracionismos, disfrazados de nacionalismo o universalismo, no han podido desaparecerlos, de que una parte de nuestra intelectualidad y nuestra clase política sigue profesando un liberalismo decimonónico trasnochado. El testimonio de que no son sólo "reliquias vivientes" sino actores políticos dotados de un proyecto de futuro, culturas acosadas pero vivas poseedoras de una enorme vitalidad.

En San Andrés se oficiaron los funerales del indigenismo. El estado mexicano tuvo que reconocer su orfandad teórica sobre la cuestión indígena y el fracaso de sus políticas. Todavía está instalado en el duelo. En su lugar se ha desarrollado un pensamiento nuevo, vigoroso y profundo, que modificará la cultura y la política nacional. Un pensamiento surgido de años de resistencia y reflexión sobre lo propio y lo ajeno. Resultado de la gestación de una nueva intelectualidad indígena educada y con arraigo en las comunidades, de la formación de cientos de organizaciones locales y regionales con liderazgos auténticos y del conocimiento de las luchas indígenas en América Latina. Ese pensamiento, esos intelectuales y dirigentes, ese proceso organizativo, fueron los que tuvieron en San Andrés un punto de encuentro y convergencia, como nunca antes lo habían tenido.

San Andrés representa la fractura del ciclo de dominación ejercida sobre los pueblos indios, el resquicio por el que se meten, una vez más, a la disputa por el futuro. El rostro de la sociedad civil en México es, a partir de entonces, diferente.

El neoliberalismo y la cuestión nacional

Para el zapatismo, "la globalización moderna, el neoliberalismo como sistema mundial, debe entenderse como una nueva guerra de conquista de territorios".[13] El fin de la guerra fría -la tercera guerra mundial según su visión- no implica que el mundo haya superado la bipolaridad y que se encuentre estable bajo la hegemonía de un triunfador. Hubo, sí, un vencido, pero no está claro quién fue el triunfador. De la derrota del campo socialista emergieron nuevos mercados sin dueño, y una fuerte disputa por conquistarlos. De ella ha surgido la cuarta guerra mundial. En el nuevo escenario sólo se percibe un nuevo campo de batalla y en él reina el caos.

La cuarta guerra mundial se libra entre los grandes centros financieros. De la mano de la revolución tecnológica han impuesto sus leyes y preceptos a todo el planeta. La nueva mundialización consiste en la expansión de las lógicas de los mercados financieros. Los estados nacionales han pasado de ser rectores de la economía a regidos por el fundamento del poder financiero: el libre cambio comercial.

Una de las primeras bajas de esta guerra son los mercados nacionales. Con ello se liquida una de las bases fundamentales del poder del estado capitalista moderno. Los poderes públicos han sido adelgazados hasta la inanición. El golpe ha sido tan brutal que los estados nacionales no disponen de fuerza para oponerse a la acción de los mercados nacionales.

El neoliberalismo destruye naciones y crea, simultáneamente, megápolis. Éstas se reproducen en todo el planeta. Las zonas económicas integradas son el terreno donde se erigen. Opera así una dinámica de destrucción/despoblamiento y de reconstrucción/reordenamiento de regiones y naciones para abrir nuevos mercados y modernizar los existentes. Su lógica es la de destruir las bases materiales de la soberanía de los estados nacionales (incluidas su historia y cultura), y provocar el despoblamiento cualitativo de sus territorios, entendido como el prescindir de todos aquellos que son inútiles para la nueva economía de mercado. Pero, simultáneamente, reconstruyen los estados nacionales y los reordenan según la nueva lógica del mercado mundial.

La política como organizadora del estado nacional no existe más. Ésta es sólo un organizador económico, y los políticos administradores de empresas.

Al calor del neoliberalismo se ha concentrado la riqueza y distribuido la pobreza, se ha globalizado la explotación, la migración se ha convertido en una pesadilla errante, el crimen organizado ha adquirido una imagen respetable y ha penetrado profundamente los sistemas económicos y políticos de los estados nacionales, el monopolio legítimo de la violencia se ha puesto en venta, fragmenta el mundo que supone unir y produce el centro político-financiero que dirige la guerra.[14]

En todo el planeta se han formado bolsas de resistencia. Los prescindibles se han rebelado. Sabiéndose iguales y diferentes, los excluidos de la "modernidad" tejen resistencias en contra del neoliberalismo. La lucha en su contra requiere de la coordinación internacional de los excluidos. La resistencia en la red, la guerra en las redes se ha convertido en la estrategia para enfrentar la cuarta guerra mundial. "Esta red intercontinental de resistencia no es una estructura organizativa, no tiene centro rector ni decisorio, no tiene mando central ni jerarquías. La red somos todos los que resistimos."[15]

Más allá de las declaraciones, los excluidos de muchos lados, pero también personalidades reconocidas en la opinión pública internacional preocupadas por la emergencia de nuevos valores, todos ellos ciudadanos planetarios, han trasnacionalizado la política de los de abajo, organizado movilizaciones internacionales, presionado a gobiernos y partidos, generado lazos solidarios y formas de convivencia en donde se comparten acciones urgentes, y apoyado con recursos económicos o con su propia presencia a las comunidades indígenas.

La lucha contra el neoliberalismo implica el desarrollo de un nuevo humanismo. Si la humanidad parte del reconocimiento de uno mismo en el otro, el sometimiento, la humillación y el aniquilamiento del otro que son la negación de la humanidad son elementos sustantivos del neoliberalismo. La reconstrucción de la humanidad requiere rescatar y dar nuevo significado a valores como la dignidad, la libertad y la justicia.[16]

En la era de la cuarta guerra mundial la cuestión nacional adquiere un nuevo significado. Los estados-nación son el espacio donde se disputa territorio al neoliberalismo. Sin embargo, lo nacional es un instrumento de resistencia contra el neoliberalismo si y sólo si está ordenado a partir de lo popular. La recuperación de la patria no implica aislamiento sino todo lo contrario, nuevas formas de internacionalismo. Como lo ha señalado Gilberto López y Rivas:

Una de las novedades de este nuevo cuerpo social en movimiento es que fusiona la solidaridad internacionalista con la lucha patriótica. Ese patriotismo lucha en contra de la abrogación de lo nacional que conlleva la apertura neoliberal a los grandes capitales financieros que no tienen nacionalidad, ni arraigo, ni interés alguno que no sea la ganancia y la depredación social.[17]

Expresión de este proceso son los Encuentros Intercontinentales por la Humanidad y contra el Neoliberalismo, que corren paralelamente al Foro de San Pablo, pero, también, la negativa zapatista a construir una nueva Internacional.

Política, ética y dignidad

El desprecio y la desconfianza hacia la política y los políticos están extendidos en muchos rincones de la sociedad. No es algo nuevo en el país, en donde usualmente se les ha asociado con politiquería y deshonestidad. A pesar de las posibilidades reales de alternancia en los gobiernos estatales y municipales, del incremento en la competencia electoral y de la enorme cantidad de recursos económicos y publicitarios que se invierten en las campañas, la mayoría de las últimas elecciones locales han presentado altos niveles de abstención. Los pasados comicios del Estado de México -que tuvieron un impacto nacional-, de Guerrero, de Oaxaca y Chiapas tuvieron niveles de abstención de alrededor de 50 por ciento. Habrá, por supuesto, quien vea en ello una evidencia de que somos un país moderno. En las actuales condiciones son muestra de recelo y de desgaste, de la desconfianza en la política medida en términos de eficacia y no de servicio.

El zapatismo hace de la refundación ética de la política uno de sus principios de acción básica. De acuerdo con Giovanni Sartori[18] -"izquierda es la política que apela a la ética y rechaza lo injusto"-, no concibe la posibilidad de generar un proyecto emancipador al margen de la ética.

Colocar a la ética en el puesto de mando de la política implica no sólo que quienes se dediquen a ella deben buscar el bien común por sobre el propio, o que requieren tener, como figuras públicas, un comportamiento honesto, sino, de manera central, el que están obligados a comportarse con dignidad, entendida ésta como la exigencia enunciada por Kant como segunda fórmula del imperativo categórico: "Obra de manera de tratar a la humanidad, tanto en tu persona como en la persona de otro, siempre como un fin y nunca sólo como un medio".[19]

La lucha por la dignidad es uno de sus postulados centrales. La dignidad entendida como el rechazo a aceptar la humillación y la deshumanización, como la negativa a conformarse, como la no aceptación del trato basado en los rangos, las preferencias y las distinciones, como la exigencia de ser juzgado por cualquiera. "Es una revolución porque la reivindicación de la dignidad en una sociedad basada en su negación sólo se puede satisfacer a través de una transformación radical de la sociedad."[20]

Una política de la dignidad sólo puede tener vigencia dentro de una propuesta de transformación social de las relaciones de poder más general. Entre las piezas que componen este modelo para armar se encuentran el mandar obedeciendo,[21] la negativa a constituirse en vanguardia y el rechazo a la toma del poder.

El EZLN no es una vanguardia político-militar de corte marxista-leninista que se proponga tomar el poder de manera violenta para instaurar el socialismo. No lo era en enero de 1994, y menos lo es ahora. Plantea, sí, la necesidad de cambiar radicalmente la relación entre gobernantes y gobernados, creando instrumentos que obliguen a los representantes populares a rendir cuentas y a tener gestiones transparentes, y que posibiliten a los gobernados incidir directamente en el control de la clase política y en el servicio público. Busca el fin del presidencialismo, el equilibrio de poderes y la promoción de la democracia participativa. Procura la ampliación de las formas de participación política, estableciendo mecanismos de democracia directa tales como el reconocimiento del referéndum, la revocación del mandato, el plebiscito y la iniciativa popular. Parte de esta concepción está en la propuesta de mandar obedeciendo, y parte en las conclusiones a las que llegó la mesa de San Andrés sobre democracia y justicia del 16 y 17 de julio de 1996. En aquel entonces, en un documento de treinta y siete cuartillas los zapatistas sostenían: "Sin negar ni menospreciar la importancia que los partidos políticos tienen en la vida nacional, una visión sustantiva de la democracia contempla la apertura de espacios ciudadanos no partidarios en la lucha política [...]"[22]

Recomponer la izquierda

Toda izquierda que prescinda de la utopía termina haciendo una política de derecha. El zapatismo ha renovado la utopía y con ella la esperanza de la izquierda. Si se le escucha dentro y fuera de México no es sólo por el resplandor al culto de los fusiles que sobrevive en algunos sectores, sino porque su mensaje dice algo.

Dice algo porque, por principio de cuentas, se atrevió, en el reino de la conformidad, a nombrar lo intolerable.

Nombrar lo intolerable -dice John Berger- es en sí mismo la esperanza. Cuando algo se considera intolerable, ha de hacerse algo. La acción está sujeta a todas las vicisitudes de la vida. Pero la pura esperanza reside en primer término, en forma misteriosa, en la capacidad de nombrar lo intolerable como tal: y esta capacidad viene de lejos -del pasado y del futuro. Ésta es la razón de que la política y el coraje sean inevitables.[23]

Al dejar en libertad las palabras para que anden por el mundo nombrando lo intolerable, sin sentir vergüenza e ignorando las acusaciones de mala fe, éstas han emprendido una gran cruzada pedagógica: la educación del deseo entendido como "enseñarle al deseo a desear, a desear mejor, a desear más, y sobre todo a desear de un modo diferente".[24]

Dice algo porque su palabra muestra la pervivencia y fecundidad de un lenguaje que retoma y desarrolla las facultades imaginativas del pensamiento emancipador que abreva en la práctica de un nuevo sujeto político, que reivindica la autoconciencia moral y el vocabulario relativo al deseo, que proyecta imágenes de futuro y que se enfrenta al paraíso terrenal del utilitarismo. Porque estimula los sueños de transformación de quienes se resistían a la idea de que había que cancelar todo afán de transformación social.

Dice algo porque en la difícil y tortuosa transición hacia la democracia en México, los zapatistas han hecho aportes invaluables: han metido a los pueblos indios a la disputa por la nación, han facilitado la conversión de los invisibles en actores políticos, han potenciado la influencia de la sociedad civil, se han convertido en un polo de atracción y coherencia para los excluidos del sistema, han sentado las bases para la recomposición de la izquierda y han creado condiciones para la regeneración de la política desde una perspectiva ética.

Una parte de sus planteamientos, tales como la búsqueda de valores aceptados por la colectividad y apoyados en el cimiento de la vida social, el papel del diálogo en su establecimiento, la constitución de los sujetos políticos alternativos, la exigencia de dignidad, la lucha por todos los derechos para todos incluido el derecho a la diferencia, la confluencia entre lo social y lo político, la combinación de la lucha étnica y la lucha democrática, la renuncia a buscar conquistar el poder y su interés por transformarlo, el papel de la soberanía popular, se inscriben plenamente en el terreno de la renovación de la izquierda. El zapatismo ha recordado qué es la izquierda.

Ser de izquierda -dice André Gorz- significa sentirse ligados a todos aquellos que luchan por la propia liberación, que no aceptan sin más la determinación desde arriba de metas y objetivos y luchan, juntos o solos, por la eliminación de todas las formas de dominio y por el derrocamiento de todo aparato de poder.[25]

El zapatismo ha ganado su legitimidad en el terreno mismo en el que el régimen la ha perdido: el déficit democrático, el desmantelamiento del estado nacional, la pérdida de soberanía, la desaparición de las precarias redes sociales, la cancelación del reparto de tierra, la falta de reconocimiento a los derechos de los pueblos indios. Lo ha hecho explicándose a sí mismo, nombrando lo intolerable, construyendo un nuevo lenguaje, estimulando la voluntad de desear más y de otra manera. Apelando al imaginario colectivo. Sintonizando su discurso con el de una franja de la sociedad civil.

Su futuro, empero, no puede estar anclado a su pasado sino a su capacidad para enfrentar la nueva realidad. Su intensidad cromática puede ser demasiado fuerte; su luminosidad sólo tendrá sentido junto al resto de los colores que forman el arcoíris de la política nacional. En lo inmediato tendrá que enfrentar el reto de las elecciones del 2000 y de la nueva composición de fuerzas en el futuro gobierno, un terreno que no es el suyo y que, de manera natural, tenderá a opacarlo o a hacerlo aparecer fuera de cuadro. Un poco más adelante requerirá de definiciones alrededor de la difícil relación con el cardenismo en lo general y con el PRD en lo particular, con el movimiento campesino y con amplios sectores de la intelectualidad crítica que han diferido sustancialmente de la posición adoptada por el EZLN ante la huelga universitaria. Todo dependerá del entorno: ¿avanza el país hacia la democracia o se operará una recomposición autoritaria del poder?, ¿la inevitable recomposición del sistema de partidos hará del PRD un partido de centroizquierda o el desembarcadero del priísmo renovado? La intensidad y la oportunidad con la que dé respuesta a estas interrogantes siempre podrá parecer a sectores sociales y actores políticos que hasta hoy han sido sus aliados y que quisieran una realidad pintada con técnica pastel, demasiado chillante.


Notas:

[1]

"Declaración de la Selva Lacandona", EZLN. Documentos y comunicados, t. 1, Era, México, 1994.

[2]

Manuel Vázquez Montalbán, "La hora de la sociedad civil ha llegado. Encuentro con el subcomandante Marcos", Le Monde Diplomatique, 20 de agosto-19 de septiembre de 1999.

[3]

La Jornada, 19 de agosto de 1998.

[4]

Adolfo Gilly, Chiapas, la razón ardiente, Era, México, 1997, p. 13.

[5]

Ibid, p. 22. Cursivas en el original.

[6]

Andrés Aubry, "El movimiento zapatista en el continuum de la historia de Chiapas", en Silvia Soriano Hernández (coord.), A propósito de la insurgencia en Chiapas, Asociación para el Desarrollo de la Investigación Científica y Humanística en Chiapas, México, 1995, p. 49.

[7]

Subcomandante Marcos, "Carta a Adolfo Gilly", en EZLN. Documentos y comunicados, t. 2, op. cit., pp. 109-10.

[8]

Cit. en la contraportada de Desde las montañas del Sureste mexicano, Plaza y Janés, México, 1999.

[9]

Norbert Lechner, La(s) invocacion(es) de la sociedad civil en América Latina. Partidos políticos y sociedad civil, H. Congreso de la Unión, México, 1995.

[10]

Alberto J. Olvera, "Introducción", en Alberto J. Olvera (coord.), La sociedad civil: de la teoría a la realidad, El Colegio de México, México, 1999.

[11]

Véase Manuel Vázquez Montalbán, "La hora de la sociedad civil ha llegado. Encuentro con el subcomandante Marcos", cit.

[12]

EZLN. Documentos y comunicados, t. 2, op. cit., p. 190.

[13]

Subcomandante Insurgente Marcos, "7 piezas sueltas del rompecabezas mundial (El neoliberalismo como rompecabezas: la inútil unidad mundial que fragmenta y destruye naciones)", Le Monde Diplomatique, año 1, n. 4, septiembre-octubre de 1997.

[14]

Ibid.

[15]

Segunda Declaración por la Humanidad y contra el Neoliberalismo.

[16]

Véase Ana Esther Ceceña, "Neoliberalismo e insubordinación", Chiapas, n. 4, Instituto de Investigaciones Económicas, UNAM-Era, México, 1997, p. 41.

[17]

Gilberto López y Rivas, "Los aires renovadores del zapatismo en los movimientos sociales del nuevo milenio", seminario "Reforzando Nuestras Alianzas Binacionales", Universidad de Washington, D. C., 23 al 26 de septiembre de 1999.

[18]

Giovanni Sartori, "¿La izquierda? Es la ética", en Giancarlo Boseti (comp.), Izquierda punto cero, Paidós, México, 1999, p. 100.

[19]

En Nicola Abbagnano, Diccionario de Filosofía, Fondo de Cultura Económica, México, 1996.

[20]

Véase John Holloway, "La revuelta de la dignidad", Chiapas, n. 5, Instituto de Investigaciones Económicas, UNAM-Era, México, 1997, p. 13.

[21]

"Fue nuestro camino siempre que la voluntad de los más se hiciera común en el corazón de hombres y mujeres de mando. Era esa voluntad mayoritaria el camino en el que debía andar el paso del que mandaba. Si se apartaba su andar de lo que era razón de la gente, el corazón que mandaba debía cambiar por otro que obedeciera. Así nació nuestra fuerza en la montaña, el que manda obedece si es verdadero, el que obedece manda por el corazón común de los hombres y mujeres verdaderos. Otra palabra vino de lejos para que este gobierno se nombrara y esa palabra nombró ‘democracia’ este camino nuestro que andaba desde antes que caminaran las palabras." EZLN. Documentos y comunicados, t. 1, Era, México, 1994, pp. 175-76.

[22]

Posición del EZLN en la Mesa sobre Demoracia y Justicia, mecanoscrito, Chiapas, agosto de 1996.

[23]

John Berger, Once in Europa, Pantheon Books, 1983.

[24]

E. P. Thompson, William Morris. De romántico a revolucionario, Edicions Alfons el Magnànim, Valencia, 1988, p. 727.

[25]

André Gorz, "Adiós, conflicto central", en Giancarlo Bosseti, op. cit., p. 109.



Revista Chiapas
http://www.ezln.org/revistachiapas
http://membres.lycos.fr/revistachiapas/
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2000 (México: ERA-IIEc)


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