La Marcha de la Dignidad Indígena ha sido uno de los mayores signos de voluntad democrática expresados por la sociedad. Más aún cuando se emprende desde las entrañas de un ejército rebelde y es acompañado masivamente a lo largo de 6 mil kilómetros.
Juzgando por los resultados, ningún senador de la República y muy pocos diputados se sintieron interpelados por esta demostración insoslayable de reconocimiento público de los pueblos indios como sujeto político del más alto nivel. Sujeto político con autoridad moral, responsabilidad política y capacidad para construir, desde San Andrés, su relación y especificidad dentro de la comunidad nacional; con una inquebrantable vocación democrática que lo llevó hasta la más alta tribuna de representación nacional y con una dignidad que es orgullo del pueblo mexicano.
Cuando no hay un solo senador capaz de representar el sentir de miles y miles de mexicanos que se expresaron por la aprobación de la ley Cocopa lo menos que puede decirse es que la legitimidad de esa representación está en entredicho. La incapacidad mostrada por el Congreso para expresar la amplia gama de posiciones, intereses, historias y culturas de la sociedad mexicana lo inhabilita políticamente para legislar a nombre de la nación.
Las diferencias, contradicciones, fisuras y resquebrajamientos del sistema político mexicano, expresadas en la última votación presidencial, parecen haberse borrado al confrontarse con la disyuntiva de pensar a los indios como seres humanos iguales pero histórica y culturalmente diferentes o de seguirlos considerando insuficientemente desarrollados y, por tanto, indignos del reconocimiento ciudadano que reclaman.
La elevación del racismo a rango constitucional, cuando se afirma que las comunidades indígenas son entidades de interés público, marca un enorme retroceso en la historia de nuestro país. No es suficiente el ejercicio privado del racismo sino que los legisladores le asignan carácter público y reconocimiento constitucional. La transición a la democracia enarbolada por las instituciones políticas aparece como su contrario: sin ambigüedades, los indios de este país deben ser redimidos.
Triste comienzo de este nuevo gobierno y de este supuestamente renovado sistema político mexicano. Muy cortos horizontes de una clase política que es capaz de acordar por unanimidad el racismo y la relación asistencial con la sociedad. Pobre intento de cambiar dignidad por empleo, ciudadanía por condescendencia y despojo y derechos elementales por migajas.
Las reformas aprobadas por el Congreso han sido un duro golpe a las demandas y esperanzas de amplios sectores sociales de este país, a las posibilidades de la democracia como modo de organizar nuestras diferencias, al respeto mostrado por los pueblos indios a las instituciones republicanas pero, sobre todo, al propio Congreso como instancia de representación nacional.
Y, evidentemente, el debilitamiento y deslegitimación del Congreso, al que los legisladores no deberían contribuir, es una de las piezas sobre las que se construye el nuevo México, el de los empresarios, el del Plan Puebla Panamá, el de las privatizaciones del petróleo, de las selvas y bosques, del agua, de nuestros brazos trabajadores y de la vida.
La grandeza histórica de los pueblos indios consiste en que siendo los más pequeños, resisten y luchan por un futuro posible para el México, que en voz de los legisladores, una vez más los condena a la extinción. Sin embargo, en este país, casi todos somos indios.
Revista Chiapas
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Chiapas 11 2001 (México: ERA-IIEc)
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