Chiapas
13


Jérôme Baschet
¿Los zapatistas contra el imperio?
Una invitación a debatir el libro de Michael Hardt y Toni Negri

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La crisis actual en la Argentina: entre la dolarización, la devaluación y la redistribución del ingreso

Edur Velasco Arregui,
Asia Central en el siglo XXI y los movimientos de larga duración en la economía mundial

Enrique Rajchenberg,
La rebelión de la memoria. Entrevista con Mauricio Fernández Picolo

Myriam Amparo Espinosa,
Contraste entre miradas colonizadoras y subalternas sobre el Plan Colombia

José Seoane,
Crisis de régimen y protesta social en Argentina


DEBATE

Raúl Zibechi,
Poder y representación: ese estado que llevamos dentro

Ana Esther Ceceña, Adriana Ornelas y Raúl Ornelas,
No es necesario conquistar el mundo, basta con que lo hagamos de nuevo nosotros hoy

Jérôme Baschet,
¿Los zapatistas contra el imperio? Una invitación a debatir el libro de Michael Hardt y Toni Negri


PARA EL ARCHIVO

II Foro Social Mundial de Porto Alegre:

Argentina

Claudia Korol,
Las palabras nuevas de los piqueteros

Cachito,
Los hijos del Cordobazo. Crónica desde el Gran Buenos Aires

León Rozitchner,
Los campos floridos de la Argentina


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Empire de Michael Hardt y Toni Negri es de esos libros fuera de lo común, cuya lectura proporciona una experiencia estimulante que nos provoca y nos invita a un cambio de perspectivas.[1] Incluso cuando no convence, inquieta nuestras formas acostumbradas de pensamiento y empuja al esfuerzo crítico a reformularse en aspectos no menores. Esta nota no pretende dar cuenta de manera completa de una obra tan densa ni discutir todas las cuestiones que abarca; sólo quisiera invitar al debate que abre este libro. Intentaré esbozar aquí una especie de diálogo entre la teoría del imperio y la palabra zapatista -un diálogo fecundo en donde se tejen notables convergencias y críticas recíprocas.

Imperio versus imperialismo

La tesis central de Empire podría sintetizarse de la siguiente manera. No es cierto que hoy en día la soberanía política desaparezca en provecho del juego de las fuerzas económicas; lo que ocurre es más bien un cambio en el régimen de soberanía: sin desaparecer, los estados-nación declinan y se integran en una estructura supranacional que se va consolidando: el imperio. Mientras el estado-nación fue el centro territorial de la soberanía moderna y el imperialismo su extensión más allá de sus fronteras, el imperio ya no tiene centro ni límites; pretende ser un orden eterno y abarcar la totalidad del espacio mundial. Al revés de la organización territorializada y centralizada de los estados-nación y el imperialismo, la desterritorialización es una característica fundamental del imperio. Por lo tanto, "el imperialismo ya se acabó" (y "el imperio que está por venir no es americano; Estados Unidos no conforma su centro"): con esta afirmación polémica, Hardt y Negri invitan a romper con decenios de lucha antimperialista, focalizados en la denuncia de la hegemonía estadounidense. Cambiar de enemigo y luego de estrategia de lucha no es tan fácil, sobre todo en el continente latinoamericano, sofocado por el poderío de Estados Unidos, imperante entre otros aspectos en el proyecto del TLCAN y los Planes Colombia y Puebla-Panamá; no es tan fácil cuando la actual administración estadounidense consolida su legitimidad con base en declaraciones místico-belicistas y exhibiciones de sus músculos de acero.

Se podría objetar que Hardt y Negri no llegan a una caracterización suficientemente clara del imperio. Su libro podría considerarse como una anticipación filosófica, más preocupada por revelar los rasgos de un futuro a punto de emerger que por describir detalladamente la organización del mundo actual. En esto radican su fuerza y su debilidad. ¿En qué consiste la soberanía imperial y cómo se manifiesta? Apenas se menciona el papel del FMI, BM y OMC, mientras las empresas transnacionales son vistas como "el tejido conjuntivo del mundo imperial". En comparación, los autores dedican más atención a la ONU (y su constelación de organizaciones internacionales), presentada, a pesar de sus inconsecuencias e ineficacia, como la "instancia de producción de un derecho soberano supranacional" en donde "el concepto jurídico del imperio empezó a tomar forma". Sin embargo, el imperio no se limita a la producción de normas jurídicas necesarias a la economía capitalista mundializada; más globalmente, el imperio es la "regulación política del mercado mundial" (puesto que "la realización y organización del mercado mundial no puede ser sólo el resultado de los factores financieros y monetarios, es necesaria una fuerza política de autoridad mundial"). Sin preocuparse por administrar todos los aspectos de la organización planetaria, la autoridad imperial protege sus grandes equilibrios mediante el manejo de la fuerza militar (y su horizonte nuclear), la moneda (con la cual puede deconstruir los mercados y las políticas nacionales) y la comunicación (sometiendo educación y cultura a su lógica desterritorializante). Sin embargo, a pesar de estas caracterizaciones, el lector a veces tiene la impresión de que la tesis de la soberanía imperial resulta más postulada que demostrada, o tal vez sea inevitable que, en el momento actual, el imperio quede más esbozado a partir de sus síntomas que completamente descrito en sus mecanismos propios. El análisis del imperio no es, pues, una teoría cerrada; los autores sólo plantean sus premisas.

La articulación entre el imperio y Estados Unidos queda como uno de los interrogantes principales. Para evitar inútiles malentendidos, cabe subrayar que Hardt y Negri no niegan en absoluto el papel determinante del país norteamericano. En sus palabras, el imperio "no es Estados Unidos, aunque él tenga una posición privilegiada dentro del imperio". Incluso, insisten en que Estados Unidos es una "superpotencia que detenta la hegemonía en la utilización mundial de la fuerza", y que "la guerra del Golfo demostró que el poder internacional de policía incumbe integralmente" a esta nación. Ahora, leemos Empire (escrito antes de la guerra de Kosovo) en el contexto creado por el 11 de septiembre, lo que podría sugerir algunas actualizaciones. Por cierto, muchos análisis de Hardt y Negri parecen confirmados por la última de las guerras neoliberales: las modalidades de producción del enemigo, caracterizado como terrorista ("burda reducción semántica enraizada en una mentalidad de tipo policiaca") y fundamentalista; los rasgos de la "guerra justa" ("toda guerra imperial es una guerra civil, una operación de policía"; incluso, en el caso actual, sin declaración de guerra, lo que permite argumentar el no respeto de la Convención de Ginebra) y en particular, como lo subrayan Hardt y Negri, su ausencia de límites espaciales y temporales. El fantasma de Bin Laden, ni vivo ni muerto, es el mejor ayudante de la administración estadounidense para justificar la guerra perpetua anticipada por Empire ("cincuenta años para eliminar a Al Qaeda", no dudan ahora en plantear los funcionarios de Washington). Además, la formación de una coalición mundial inédita (y sin fallas, mientras el blanco se limitaba a Al Qaeda y Afganistán) parece confirmar que el 11 de septiembre permitió dibujar el perfecto escenario de la guerra entre el imperio y el mal. Sin embargo, el ataque directo sufrido por Estados Unidos y la movilización de un sentimiento nacionalista herido podrían haber orientado al imperio hacia una configuración ligeramente distinta a la que plantean los autores: ¿un imperio en el cual Estados Unidos reivindica un papel todavía más hegemónico y pretende un liderazgo más directo?

Si bien la temática de la global governance y de la dominación de fuerzas supranacionales no es nueva (Brand, 2000: pp. 185-89), ¿cuál es entonces la verdadera originalidad del libro de Hardt y Negri? Consiste en dar fuerza, por la amplitud y la coherencia de sus análisis, a la idea de que estamos entrando a otro mundo; consiste en obligarnos a ver que vamos iniciando un nuevo periodo histórico. Impulsado a partir de los años setenta, el salto es triple: ya no los estados-nación sino el imperio; ya no las economías nacionales y sus extensiones imperialistas sino el mercado mundial realizado; ya no la modernidad sino la posmodernidad. Evidentemente, de un periodo a otro existen continuidades y los autores insisten en las tendencias imperiales inscritas desde sus orígenes en la constitución de Estados Unidos, de tal suerte que releen su historia como la progresiva realización y extensión mundial de estas potencialidades imperiales. Por otra parte, el capitalismo tiende a la realización del mercado mundial desde el siglo XIX y bien se sabe que el Manifiesto comunista anunciaba ya la superación de las fronteras como efecto del desarrollo económico. Sin embargo, a pesar de la resonancia actual de esas páginas famosas, Marx y Engels se equivocaron al prever una inmediata reducción de los antagonismos entre naciones, cuando la expansión de los imperialismos produjo tensiones cada vez mayores, a tal punto que el final del siglo XIX y la primera mitad del XX fueron dominados por los conflictos interimperialistas y sus consecuencias devastadoras. Los imperialismos, organizaciones territorializadas, centralizadas y también definidas por la exterioridad a la cual se oponen, construyeron muros que dividieron al mundo, mientras que el actual imperio tiende a abarcarlo por completo y a eliminar toda clase de exterioridad. Por tanto, si bien existen continuidades entre el proceso de constitución del mercado mundial y la (cuasi) plena realización de éste, el paso de uno a otro conlleva transformaciones cualitativas que significan un cambio de época. Por último, los autores insisten en "el fin de la modernidad" y la importancia de la posmodernidad que, lejos de ser el epifenómeno que muchos dicen, es un síntoma que acompaña y revela el camino hacia el imperio. La posmodernidad es "un paso cualitativo", una "transición capital en la historia contemporánea", y en muchos aspectos la posmodernidad imperial tiene características inversas a las de la modernidad imperialista.

A la configuración de ayer (estado-nación, mercado nacional con sus extensiones imperialistas y modernidad), se sustituye la de hoy y de mañana (imperio, posición dominante de los mercados mundiales y posmodernidad).

En esto radica la fuerza del libro de Hardt y Negri: aclararnos la magnitud del cambio que estamos viviendo y urgirnos en asumirlo en todas sus consecuencias. Nos insisten en que cualquier análisis basado en la noción de imperialismo se equivoca de siglo y de blanco. Pero tampoco nos dejan afiliarnos al pensamiento posmoderno que por cierto tuvo un valor liberador en sus inicios, como crítica de las formas modernas de soberanía, pero que luego no supo ver que éstas habían sido ya desaparecidas por el imperio, de tal suerte que la posmodernidad se transformó en sostén teórico de la dominación imperial. Los autores también critican severamente las teorías del sistema-mundo que, según ellos, atenúan doblemente la ruptura que estamos viviendo, al afirmar que la mundialización no es nada nueva y al adoptar una lectura cíclica de las transformaciones actuales. De hecho, estas teorías analizan el ocaso de la hegemonía estadounidense, que I. Wallerstein va anunciando ya desde hace tiempo (Wallerstein, 1996, 2001), como un fenómeno normal y recurrente de la vida del sistema capitalista, como un episodio más en la ya larga historia de los traslados geográficos del centro de la economía-mundo: después de Génova, las Provincias Unidas e Inglaterra, le toca a Estados Unidos entregar el relevo y sólo hace falta para esto que se dibuje más claramente el próximo poderío hegemónico. Al contrario, en la visión de Hardt y Negri, a Estados Unidos no le sucederá ningún nuevo campeón en la categoría envidiada de país (o polo) hegemónico: la hegemonía de Estados Unidos no declina en provecho de otra entidad territorial; se va integrando al orden mundial del imperio (sugerir que Estados Unidos pasa de la posición de potencia imperialista hegemónica a la de poderío dominante en el seno de la configuración supranacional del imperio, podría dar cuenta de manera más convincente de las observaciones aparentemente paradójicas de I. Wallerstein sobre el ocaso estadounidense). Sin embargo, las críticas de Hardt y Negri son algo injustas, puesto que las tesis de I. Wallerstein son sólo parcialmente cíclicas. El tema de la migración periódica del polo hegemónico no le impide afirmar que "hemos entrado en una nueva era" (Wallerstein, 1996), definida como fase terminal del sistema capitalista (situación de bifurcación histórica) y como el fin del liberalismo, ideología dominante desde 1789 y subvertida a partir de 1968 (en esta terminología, el liberalismo es lo que llamamos, con Hardt y Negri, la modernidad). A este punto, advertimos que I. Wallerstein caracteriza la situación presente en términos exclusivamente negativos, es decir como el fin, ya cumplido o anunciado, del periodo anterior, y como un caos desconcertante que no deja ver los rasgos de una nueva configuración.[2] En cambio, Hardt y Negri (que parecen integrar algunas de las observaciones planteadas por I. Wallerstein) logran analizar el presente con términos propios y dar cuenta de su coherencia específica. Además, considerar que vivimos la configuración de un nuevo periodo del sistema capitalista podría resultar más pertinente que hablar de la "fase terminal" del mismo (sobre todo si ésta puede dilatarse unos cincuenta años más). Tal opción no resulta ni más ni menos alentadora; pero puede tener implicaciones determinantes para los movimientos antisistémicos. Si estamos cambiando tan radicalmente de época, un esfuerzo enorme es indispensable para replantear todos los análisis y todas las estrategias de lucha. En este contexto, podríamos considerar al movimiento zapatista como uno de los primeros en formular, por lo menos parcialmente, las exigencias específicas de la resistencia antimperial y en explorar las nuevas formas que puede asumir. La teoría de Hardt y Negri puede verse como una invitación a valorar de manera aún más profunda las aportaciones de la experiencia zapatista (sin que esto implique conferirle el estatuto de vanguardia que tanto se preocupa en rechazar).

La multitud contra el imperio

No hacen falta las convergencias entre las propuestas de los autores de Empire y las de los zapatistas. Unos como otros insisten en que la lucha ya no puede asumir como objetivo la toma del poder (de estado). Esta postura, emblemática del zapatismo, es congruente con los análisis de Hardt y Negri: la sobrevaloración leninista del poder de estado como instrumento de la transformación revolucionaria resultó ser equivocada, pero no era más que un espejismo insuficientemente crítico de la forma moderna de soberanía, encarnada en el estado-nación; ahora, además de que la historia del siglo XX nos permite ver las dramáticas desviaciones que autorizó, esta opción ha perdido todo sentido en la posmodernidad imperial. En palabras de Hardt y Negri, "es necesario destruir el ‘gran gobierno’ y no tomarlo", para realizar el autogobierno autónomo de la multitud (las referencias históricas implícitas son, además de la Comuna de París, la experiencia de los Consejos en la Europa de 1917-1921 y su reapropiación en los movimientos de los años sesenta y setenta, en particular en Francia e Italia). No dicen otra cosa los zapatistas, cuando plantean desertar el terreno de la lucha por el poder de estado y privilegiar la autorganización de la sociedad, que no es sino su autonomía. En tema conexo, Hardt y Negri insisten en que la lucha ya no puede ser una actividad de representación (asumida por el partido, el sindicato y sus líderes, como representantes de las necesidades de los explotados) y, de igual manera, los zapatistas cuestionan las formas tradicionales de la práctica política: si bien el "mandar obedeciendo" parece mantener la representación pero controlándola, el rechazo zapatista a la noción de vanguardia ubica un punto clave en las derivaciones de la representación y la sustitución (de la clase por el partido, y del partido por los líderes). Mientras los zapatistas formulan esta crítica y buscan poner en práctica sus consecuencias, Hardt y Negri la ubican en su dimensión teórica e histórica: la representación como principio fundamental de la forma moderna de la soberanía.

Los dos autores insisten también en que las nuevas luchas en el contexto del imperio son indisociablemente económicas, sociales y políticas, a tal punto que estas divisiones ya carecen por completo de sentido. Eso se debe a que el salto de la modernidad de los estados a la posmodernidad imperial es también el paso de las sociedades disciplinarias a las sociedades de control. En estas últimas, la disciplina no desaparece, pero lejos de concentrarse en lugares institucionales paradigmáticos (escuela, fábrica, cárcel, etcétera) se extiende a toda la sociedad, "en todas partes y en todo momento", "asumiendo la organización de todos los aspectos de la vida" y conformando así un control biopolítico que abarca hasta los cuerpos y los afectos.[3]3 No resultaría difícil argumentar que encontramos en el zapatismo esta característica de las nuevas luchas. La lucha por la dignidad, que sintetiza la idea zapatista de la resistencia, no es una noción estrictamente ética, sino una manera de nombrar una movilización indisociablemente social, económica, política y, más aún, una lucha global que abarca sin separarlos "todos los aspectos de la vida". Lo que se celebra a menudo como la originalidad de la palabra zapatista es más que la expresión anecdótica de un refrescante sentido del humor o de un eficaz talento literario. Es la realización práctica de las observaciones de Hardt y Negri; es la manifestación de que no es posible luchar por la humanidad de manera inhumana, de que no es posible luchar contra la alienación de manera alienada (en este caso, sectorializando al hombre, separándolo, como si estuviéramos todavía en un régimen disciplinario).

¿Cómo llamar a las fuerzas vivas, virtualmente subversivas en el mundo imperial? Según Hardt y Negri, se trata de la multitud, concepto que contraponen al de pueblo, dibujado por y para el régimen moderno de soberanía. El pueblo es uno y se le postula una voluntad única, mientras que la multitud es una constelación de individualidades, con su diversidad y heterogeneidad. "El pueblo es una síntesis constituida, preparada para la soberanía" del estado y, en el régimen moderno de soberanía, "toda nación debe hacer de su multitud un pueblo". No se trata de un concepto fuera de las relaciones de clases: la multitud es "el nombre común de los pobres"; es la versión posmoderna de un proletariado cuya composición ha sido cambiada por el imperio y que agrupa a todos los hombres "cuyo trabajo es directa o indirectamente explotado mediante normas capitalistas de producción y de reproducción", abarcando a los excluidos y extendiéndose a las dimensiones de la humanidad. La multitud de Hardt y Negri se parece bastante a lo que los zapatistas contemplan bajo la expresión de sociedad civil. A tal punto que uno puede preguntarse si, a la noción de sociedad civil y los debates que sus ambigüedades provocan,[4] no haríamos mejor en preferir la de multitud, con sus connotaciones de diversidad y creatividad (para no hablar del viejo vocabulario que llamaba a movilizar a las masas, palabra que suena tan espantosa una vez que nos acostumbramos a pensar en la multitud). ¿No será a la multitud que se dirige el vocero del EZLN en sus características e interminables enumeraciones, por ejemplo a la hora de pedir que se escuche la voz "del estudiante, la del colono, la del maestro, la del ama de casa, la del empleado, la del vendedor ambulante, la del minusválido, la de la mecanógrafa, la del capturista, la de la costurera, la del repartidor, la del payaso, la del gasolinero, la del telefonista, la del mesero, la de la mesera, la del cocinero, la de la cocinera, la del mariachi, la de la sexoservidora, la del sexoservidor, la del cirquero, la del mecánico, la del lavacoches, la del indígena, la del obrero, la del campesino, la del chofer, la del pescador, la del taxista, la del estibador, la del niño de la calle, la de la sobrecargo, la del piloto, la del oficinista, la de la banda, la del trabajador de los medios de comunicación, la del profesionista, la del religioso, la del homosexual, la de la lesbiana, la del transexual, la del artista, la del intelectual, la del militante, la del activista, la del marino, la del soldado, la del deportista, la del albañil, la del locatario del mercado, la del vendedor de tacos y tortas, la del limpiaparabrisas, la del cuidador de coches, la del burócrata, la del hombre, la de la mujer, la del niño, la del joven, la del anciano, la del que somos"?[5] Y cuando rinde cuentas de la Marcha de la Dignidad Indígena dirigiéndose no a las comunidades como tales sino a cada uno de los individuos que las conforman,[6] ¿no será porque la lógica de la multitud, que deja espacio a las subjetividades, se extiende hasta las propias comunidades indígenas? Tener conciencia de hablarle a la multitud, ¿no será esto el valor decisivo de la palabra zapatista?

La multitud contra el imperio: así ubican Hardt y Negri las potencialidades liberadoras en el mundo actual. Quizás sea lo que, con palabras distintas pero con significado parecido, plantean los zapatistas cuando llaman a luchar "por la humanidad y contra el neoliberalismo". Por cierto, una diferencia evidente es que el EZLN no ha manejado hasta ahora el concepto de imperio, pero el neoliberalismo es el nombre económico del capitalismo globalizado, es el orden presente cuyo guardián es el imperio. Contra el neoliberalismo o contra el imperio: la palabra es diferente, pero la estrategia idéntica. Tanto Hardt y Negri como los zapatistas anhelan una convergencia mundial de las luchas, cuya razón de ser es la conciencia de tener, en todas partes del mundo, un mismo y único enemigo. Esto no lleva, ni para unos ni para otros, a plantear una organización unitaria y centralizada, sino una red horizontal de las luchas y las "bolsas de resistencia". Sería inútil recordar que el zapatismo se esforzó por llevar a la práctica estas propuestas, organizando el Encuentro Intercontinental por la Humanidad y contra el Neoliberalismo de 1996, antes de que tomen forma, por otros rumbos, de Seattle a Génova, pasando por Porto Alegre (el libro de Hardt y Negri fue escrito antes de estas movilizaciones, que obviamente fortalecen sus planteamientos).[7] Por la humanidad y contra el neoliberalismo: los dos elementos de esta expresión se definen mutuamente, de tal suerte que si bien supera las definiciones clasistas tradicionales, también se aleja de un humanismo abstracto que no sabe identificar su enemigo ni criticar las condiciones de su actual imposibilidad. Se trata aquí de una humanidad que sabe reconocer en la mercantilización del mundo lo que impide su plena realización, de una humanidad que contempla su diversidad y el reconocimiento de sus diferencias como la base sobre la cual construirse como comunidad. Se trata de la multitud. ¿No son entonces la lucha por la humanidad y contra el neoliberalismo y la de la multitud contra el imperio dos formulaciones distintas para un mismo planteamiento estratégico?

Pre, pos, anti, contra: ¿por dónde ir cuando termina la modernidad?

El imperio, a la vez extendido al planeta e intensivo en sus mecanismos de control biopolíticos, tiene todas las apariencias de un poder absoluto e invencible. Los autores aceptan estos signos de omnipotencia, pero se interesan más por descubrir y subrayar las potencialidades liberadoras presentes en el mundo imperial. En su opinión, el imperio aumenta -por lo menos virtualmente- los poderes de la multitud que, a pesar de haber quedado hasta la fecha controlados e integrados, podrían pasar de lo virtual a lo real. Incluso, las posibilidades de liberación resultan ahora mayores que durante la fase moderna del desarrollo capitalista. Tanto optimismo puede no convencer, pero hay que reconocer que los autores tienen algunos argumentos a su favor: a pesar de la expansión de su capacidad de control (reactiva y no creativa, dicen Hardt y Negri), el imperio genera lógicamente (y prácticamente, desde Seattle) una resistencia mundial de la multitud y ésta llega a enfrentarse sin mediación con el imperio, lo que le da una mayor potencialidad de rebeldía. Ya no encuentra en su camino los obstáculos de la representación moderna (partidos y organizaciones de vanguardia) y del estado-nación (ya que el nacionalismo fue el arma más eficaz para derrotar al movimiento obrero cuando, a principios del siglo XX, había alcanzado su fuerza máxima, mientras que las revoluciones victoriosas asumieron una lógica de defensa del estado-nación que terminó por volcarse en contra de los objetivos revolucionarios).

Por lo tanto, los autores insisten en que no se puede luchar contra la dominación actual adoptando el punto de vista de la modernidad. Una crítica moderna del presente resultaría tan equivocada como una supuesta crítica posmoderna. De ahora en adelante, las formas pertinentes de lucha deben inscribirse a la vez dentro y en contra del imperio. Si Hardt y Negri invitan a ir "más allá de la modernidad", la postura que proponen parece consistir en ubicarse a la vez dentro y en contra de la posmodernidad (plantean salir adelante "hundiéndose en la virtualidad biopolítica" y evocan las condiciones de una "revolución posmoderna contra el imperio"). Entonces, ¿una contra-posmodernidad? Por eso se lanzan con entusiasmo en el análisis de la sociedad posmoderna, para criticarla pero también para rescatar y prolongar sus potencialidades liberadoras. Sobran los momentos en que Hardt y Negri parecen seguir a M. Castells y acercarse a una apología de (las virtualidades de) la sociedad de la información.[8] De forma más general, se les podría cuestionar por reproducir, frente a la sociedad posmoderna, una actitud formalmente parecida a la de Marx y Engels frente a la modernidad de su tiempo, por ejemplo cuando llegan a considerar positivos los fracasos de los proyectos revolucionarios a lo largo del siglo XX, por haber obligado al capitalismo a reorganizarse bajo la forma imperial, aumentando así las posibilidades de liberación. Por cierto, ya no se trata del "optimismo fatalista" de los autores del Manifiesto (Löwy, 1998: p. 104), ya que, para Hardt y Negri, la realización de esas virtualidades liberadoras no está de ninguna manera garantizada; pero recuerda demasiado el modernismo de Marx y Engels, quienes a veces celebraron el desarrollo burgués de las fuerzas productivas por acercar la hora de la liberación comunista (aunque en otras ocasiones tuvieron que reconocer las "peripecias espantosas" que dicho desarrollo imponía a la humanidad). A la crítica moderna de la modernidad capitalista de Marx y Engels (es decir insuficientemente crítica, y demasiado apegada a una visión lineal de la historia, impulsada por un progreso ineluctable hacia su final feliz), respondería entonces la crítica posmoderna de la posmodernidad de Hardt y Negri (con el riesgo de producir una crítica que comparta algunas cegueras con el objeto de su crítica). Las salidas a las cuales miran Hardt y Negri, al igual que las más recordadas de Marx y Engels, parecen estar siempre hacia adelante; y unos como otros parecen igualmente preocupados por orientar su pensamiento en el "sentido de la historia" y por excluir cualquier referencia al pasado, lógicamente sospechosa. Es aquí donde la experiencia zapatista podría objetar la posibilidad de otras figuras temporales, de otra articulación de los tiempos históricos. De hecho, Hardt y Negri no parecen considerar la fecundidad de una postura como la que asume el movimiento zapatista al proclamar que "la mejor forma de avanzar es para atrás" y al definirse como una rebelión que ha puesto "un pie en el pasado y otro en el futuro".[9] En eso, se inscribe lo que M. Löwy ha llamado el romanticismo revolucionario, del cual la vena modernista del marxismo no supo ver la importancia, y que plantea "no un regreso al pasado sino un rodeo por el pasado, para proyectarse hacia el futuro" (Löwy y Sayre, 1992).

Por otra parte, Hardt y Negri insisten en que no hay salidas sino a través de movilizaciones planetarias y en la realización de las potencialidades universales del mundo imperial. Pero esto les lleva a rechazar cualquier planteamiento de tipo local, que además de poder volverse retrógrada o fascistizante, reivindica siempre, según ellos, una identidad particular que impone límites a la subjetividad. Entonces, "el imperio no puede combatirse sino al mismo nivel de generalidad", y

no podemos resistir[le] mediante un proyecto enfocado a una autonomía local y limitada. No podemos volver a una forma social anterior, cualquiera que sea, ni tampoco caminar hacia adelante de manera aislada. Tendremos más bien que pasar a través del imperio para salir del otro lado.

Multiplicando las afirmaciones de este tipo, Hardt y Negri mantienen a lo largo del libro una estricta oposición entre lo local y lo universal, postulando su completa incompatibilidad. Al contrario, el movimiento zapatista invita a superar este planteamiento, ya que su experiencia demuestra la posibilidad de luchar conjuntamente por una autonomía localizada y por una convergencia planetaria de las resistencias. De igual manera que buscan en el pasado no un modelo que repetir sino un punto de apoyo para lanzarse creativamente hacia el mañana, los zapatistas reivindican particularidades culturales viendo en ellas no límites en donde encerrarse sino un punto de apoyo para lanzar puentes hacia otras diferencias y construir así la comunidad planetaria. Una de las aportaciones determinantes del zapatismo es su esfuerzo práctico para articular dimensión local y perspectiva universal.[10]

Es cierto que, en una ocasión, Hardt y Negri llegan a admitir la posibilidad de esta articulación:

si derribamos las murallas que encierran lo local [...], podemos conectarlo directamente con lo universal. Lo universal concreto es lo que permite a la multitud pasar de un lugar a otro y apropiárselo (Hardt y Negri, 2000: p. 437).

Es cierto también que los autores insisten en el valor liberador de la movilidad y el nomadismo, proponiendo un análisis brillante de los fenómenos migratorios como forma de la lucha de clases en la posmodernidad imperial y celebrando a los migrantes -tanto en sus anhelos como en sus sufrimientos- como los verdaderos "héroes poscoloniales".[11] Sin embargo, el movimiento zapatista sugiere que Hardt y Negri se proyectan de manera demasiado inmediata hacia lo universal, sin tomar en cuenta las experiencias particulares como condiciones de realización de lo universal concreto (al igual que se proyectan en el futuro sin considerar al pasado más que para rechazarlo).[12] Al tener las particularidades locales por limitaciones que deben superarse, ¿no es que se repite el esquema tradicional (es decir, moderno) de una universalidad basada en la homogeneización? Por cierto, en el caso de Hardt y Negri, no se trata de una universalidad postulada por abstracción, sino históricamente alcanzada como característica de la multitud en la época imperial. Pero, además de reivindicar lo que constituye la humanidad como "una especie común", ¿no sería útil prestar atención a las experiencias específicas que siguen existiendo en su seno y plantear que la humanidad puede construirse como comunidad a partir del diálogo de sus diferencias? ¿No resultaría peligroso olvidarnos del principio enunciado por la mayor Ana María: "Somos iguales porque somos diferentes"? Algunos de los planteamientos más originales del libro de Hardt y Negri se ubican en su crítica posmoderna de la posmodernidad, en su visión de las potencialidades liberadoras de la posmodernidad imperial. Pero la experiencia zapatista sugiere que su postura es algo unilateral: unilateralmente hacia adelante, unilateralmente hacia lo universal.[13]

¿Qué hacer (con el estado-nación)?

Hardt y Negri sostienen que, en el mundo imperial, es inútil luchar en nombre del estado-nación o concebirlo como una protección frente a las fuerzas supranacionales del capital mundializado; de ahora en adelante, las formas pertinentes de lucha se inscriben dentro y contra el imperio, como contramundialización o contraimperio ("Es un error grave sentir cualquier forma de nostalgia por los poderes del estado-nación, o intentar resucitar una política de celebración de la nación. Estos esfuerzos son vanos porque el ocaso del estado-nación [...] es un proceso estructural e irreversible"). Esta posición no está determinada únicamente por el nuevo contexto imperial, sino que los autores la fundamentan en una lectura muy crítica -¿cuasi un odio?- de la función histórica del estado-nación como forma moderna de la soberanía, o mejor dicho como "principio de la forma contrarrevolucionaria de la modernidad". Incluso cuando tiene apariencias democráticas, la idea de nación somete a la multitud a la representación de un supuesto interés general (y se esfuerza por negar o desaparecer, en nombre de la igualdad formal y la unidad nacional, todas las diferencias reales que podrían poner en riesgo una cohesión tan débil que no puede afirmarse sino como homogeneización). Prepara así la imposición del poder de estado que, a pesar de tener su principio en el pueblo, se erige en encarnación del interés general, se separa de él y termina oponiéndose a él. En cuanto a la nación y sus mitos, es sabido que son una construcción del estado, que necesita, en su proceso formativo, asegurar la fidelidad de los ciudadanos y garantizar su superioridad respecto a cualquier forma anterior de lealtad (ver Hobsbawm, 1990, y Löwy, 1997).

Hardt y Negri reconocen plenamente el carácter progresista del nacionalismo subalterno, la legitimidad del derecho a la autodeterminación y la pertinencia histórica de las luchas antimperialistas de liberación nacional. Pero consideran que el valor positivo de dicho nacionalismo se mantiene únicamente mientras la nación anhelada todavía no existe y desaparece cuando se constituye en estado soberano: "Desde India hacia Argelia y desde Cuba hacia Vietnam, el estado es el regalo envenenado de la liberación nacional". El estado nacional se vuelve opresor (basta recordar los kabiles de Argelia), impone la dominación de un nuevo grupo dirigente y termina siendo un instrumento de integración y subordinación a las jerarquías del mercado mundial. El resultado, opuesto al proyecto de independencia, provoca frustraciones y crisis en la mayoría de los estados descolonizados (Argelia, otra vez). Finalmente, los autores subrayan la ambigüedad constitutiva del principio nacional (históricamente inseparable de los procesos formativos del estado), a la vez liberador (frente al exterior) y opresivo (en el interior).

Éste será probablemente uno de los aspectos más debatidos del libro.[14] Por lo tanto, aquí entraremos poco en la discusión relativa al estado, sin poder ignorarla del todo, ya que se trata del punto en que Hardt y Negri más ponen a prueba la posición asumida por el EZLN. Mejor dicho, su tesis principal al respecto choca frontalmente con la opción expresada en varias ocasiones por el Subcomandante Insurgente Marcos: "los zapatistas piensan que, en México [ojo: en México] la recuperación y defensa de la soberanía nacional es parte de una revolución antineoliberal [...] piensan que es necesaria la defensa del estado nacional frente a la globalización" (Subcomandante Insurgente Marcos, 1997: p. 140). Sin embargo, es imposible reducir la posición zapatista a una simple defensa del estado-nación, y debemos plantear una doble articulación que modifica su significado y le quita a la referencia al marco nacional su valor absoluto. De un lado, tales afirmaciones confluyen con el llamado a construir una "internacional de la esperanza" y la definición de la dignidad como una "patria sin nacionalidad que [...] se burla de fronteras, aduanas y guerras"; del otro, la defensa de la soberanía nacional se combina con el abandono de la lucha por el poder de estado y la afirmación de la preeminencia de la sociedad en busca de su autorganización. Entonces, el EZLN reivindica el estado contra la globalización neoliberal, pero también la sociedad contra el estado y la movilización de la multitud por encima de las fronteras nacionales.

Dicha posición podría aparecer como la expresión de una conciencia clara de la ambigüedad del principio nacional, enunciada por Hardt y Negri. La defensa zapatista de la soberanía nacional se refiere a las virtudes liberadoras del estado-nación (hacia el exterior), mientras el planteamiento de la autonomía (como reconocimiento de la autodeterminación de los pueblos indígenas y como regla de autogobierno de la sociedad) pretende eliminar su dimensión opresiva (hacia el interior). Se trataría de conservar la cara buena del estado-nación, deshaciéndose de la mala. Pero, ¿es esto un planteamiento novedoso y creativo o una paradoja insostenible o por lo menos de poca credibilidad? ¿Se puede redimir al estado-nación dividiéndolo o es el Jano que describen Hardt y Negri? ¿No sería el estado mexicano independiente el que ha permitido el mayor despojo de tierras comunales y la más ofensiva negación de los pueblos indígenas? ¿No sería una ilusión considerar como rasgo de una independencia inconclusa el hecho de que no ha habido en la bandera nacional un lugar digno para sus habitantes originales, cuando esta situación deriva del proyecto mismo del estado nacional y su lógica homogeneizante? ¿No se hace aun más fuerte la paradoja cuando Marcos subraya, juntando la crítica del estadocentrismo de las revoluciones pasadas y el análisis de la globalización capitalista, que "el lugar del poder está desde ahora vacío" y que "el centro del poder ya no está en los estados-nación. Entonces, no sirve de nada conquistar el poder"?[15]

¿Adónde nos puede llevar una lucha por la defensa de la soberanía nacional si no enfrenta las fuerzas transnacionales del capital y su gobierno imperial que someten a los estados a sus mandatos? Quizás podría haber consenso en el siguiente punto: una movilización planetaria es indispensable para alcanzar resultados profundos y duraderos, y por tanto hay que reconocerles una primacía a las luchas antimperiales (es decir, por la humanidad y contra el neoliberalismo). Pero, una vez reconocido esto, ¿habrá que renunciar a cualquier reivindicación en el marco nacional? ¿Habrá que dejar de defender instituciones de protección social (cuando las hay) o de combatir privatizaciones? ¿Habrá que abandonar toda preocupación nacional o será posible integrarlas en una perspectiva de lucha planetaria? En relación a este debate, algunas aclaraciones podrían resultar útiles. En primer lugar, Hardt y Negri ponen en cuestión el discurso común sobre la desaparición de los estados frente a la globalización de la economía -más que nada un rasgo de la omnipresente ideología liberal y su guerra santa contra el estado.[16] Sabemos que el mercado siempre ha necesitado del estado y que los mismos liberales vieron en éste la herramienta indispensable para crear y preservar las condiciones de una economía de libre mercado (función hoy transferida al imperio). Y de hecho, la actual ofensiva antiestatal tiene blancos claramente delimitados (papel del estado en la producción de bienes y servicios, límites a la libertad empresarial y los flujos comerciales y financieros, estructuras de protección social mediante las cuales el capitalismo keynesiano buscaba un compromiso integrador de las clases trabajadoras, pero ahora incompatibles con la exigencia de reducción del costo del trabajo), mientras todo lo demás sigue siendo indispensable (seguridad interna y externa, garantías ofrecidas a los mercados y socialización de las pérdidas). Se trata, entonces, de una recomposición de las funciones del estado y de una acentuación de su subordinación a las fuerzas económicas. Siguiendo a Hardt y Negri,

a pesar de que las sociedades transnacionales y sus redes mundiales de producción e intercambios hayan zapado el poder de los estados-nación, el estado sigue funcionando y sus elementos constitutivos se han desplazado hacia otros planos y en otros sectores [...] La política no desaparece: lo que desaparece es la noción de autonomía de lo político.

Hardt y Negri no creen en la desaparición de los estados nacionales: siguen existiendo como administración local del imperio (la esencia de su soberanía ha desaparecido). Insisten en que tanto los estados dominantes del G-7 como los demás asumen un papel decisivo en la pirámide del imperio, en primer lugar porque son los encargados de hacer cumplir los mandatos imperiales y de garantizar la obediencia de la multitud:

Son los reguladores de la articulación de la autoridad imperial; toman y distribuyen los flujos de riqueza destinados al poder mundial o provenientes de él y disciplinan a sus propias poblaciones, en la medida en que esto sigue siendo posible.

Tal es su importancia que los autores subrayan que sólo las administraciones nacionales pueden asegurar la eficacia local del imperio (por su capacidad de tomar en cuenta las diferencias y especificidades de cada población): "La autonomía local [de los estados nacionales] es una condición sine qua non del desarrollo del régimen imperial". Entonces, ¿no debería de incluirse, entre las características locales que las administraciones nacionales deben considerar, el nivel de resistencia de sus poblaciones y su propia tradición de lucha? ¿Las movilizaciones nacionales no podrían por lo menos obligar a los estados a adaptar las reglas imperiales o incluso a suspender la aplicación de las que más rechazo provocan; en fin, a mediar unas concesiones que el imperio aceptaría como condición de la salvaguarda de su dominación?

En resumen, Hardt y Negri invitan a una lectura muy crítica del estado-nación y sus ilusiones, que podría resultar muy útil para que una eventual concepción renovada del estado nacional procurara no repetir sus limitaciones y errores pasados. Sin embargo, cuando Hardt y Negri establecen una contradicción absoluta entre lucha nacional y perspectiva mundial, parecen ignorar una posición como la de los zapatistas, que busca articularlas. De hecho, ¿no sería posible una visión más flexible de la relación entre pertenencia nacional y conciencia planetaria, en vez de postular su incompatibilidad y de negar una en aras de la otra? ¿Una relación evolutiva que permita la atenuación de la primera en la medida en que se fortalezca la segunda, pero no la negación inmediata de ésa (en contra de las subjetividades)?

Hemos intentado identificar convergencias y cuestionamientos cruzados. Las primeras parecen lo suficientemente claras como para esforzarse en fortalecerlas y tal vez para sugerir algunas inflexiones recíprocas. Un punto recurrente en las presentes observaciones puede describirse como una diferencia de actitud. En el pensamiento de Hardt y Negri advertimos una radicalidad relacionada con su opción anticipadora. Buscan lo más nuevo de lo actual para deducir por dónde nos lleva el sentido de la historia, con el riesgo (paradójico) de reproducir una visión lineal de la historia característica de una modernidad que los mismos autores atribuyen a un pasado irremediablemente superado. En cambio, los zapatistas parecen más entrenados para dibujar insólitas articulaciones de lo local, lo nacional y lo planetario, para "puentear" entre el pasado y el futuro en búsqueda de improbables conjunciones de temporalidades discordantes. Tal vez las dos actitudes no son tan incompatibles como parecen, y podría ser una tarea de las futuras luchas antimperiales llevar a cabo su reconciliación.


Notas:

[1]

Michael Hardt y Antonio Negri, Empire, Harvard University Press, 2000. Utilicé la versión francesa (Éxils, París, 2000); las traducciones de las citas al español son mías [N. de A.].

[2]

Además, ubicarnos en la fase terminal del capitalismo recuerda una larga historia de pronósticos fallidos, en particular de los teóricos antimperialistas a principios del siglo XX. Al respecto, Hardt y Negri observan que de cierta forma Rosa Luxemburgo tenía razón: el imperialismo llevaba al capitalismo a la tumba, y lo hubiera hecho... de no haberse logrado el paso a la configuración imperial: "El imperialismo hubiera sido la muerte del capitalismo, si no hubiera sido superado. La realización completa del mercado mundial significa necesariamente el fin del imperialismo" (Hardt y Negri, 2000: p. 404).

[3]

Es decisivo el análisis de las formas biopolíticas de control, y en particular de su tendencia a eliminar la distinción entre la esfera de la producción y la de la reproducción social.

[4]

Sobre el concepto de sociedad civil, ¿negador de las luchas de clases o capaz, a contrapelo de su genealogía liberal, de incluirla?: ver el debate en Chiapas, n. 12, 2001 (artículos de A. Boron, J. Holloway, E. Sader, S. Tischler).

[5]

Mensaje del Subcomandante Marcos en el Instituto Politécnico Nacional (16 de marzo del 2001).

[6]

"Nos diste la orden de llevar con dignidad el nombre de zapatistas y con dignidad lo llevamos [...] Nos dijiste que lleváramos la demanda del reconocimiento de nuestros derechos y cultura hasta arriba y eso hicimos [...] Te devuelvo el bastón de mando, compañero, compañera" (Subcomandante Insurgente Marcos, Oventic, 1° de abril de 2001).

[7]

Por lo tanto, Hardt y Negri subestiman notablemente el alcance del zapatismo, al incluirlo en una serie de luchas de los años noventa, calificadas como novedosas pero aisladas, incapaces de comunicarse entre sí y de identificar el enemigo mundial común. Estas últimas afirmaciones mal se aplican a la experiencia zapatista.

[8]

Un punto central es el entusiasmo por las formas del trabajo inmaterial en la sociedad de la información: "Un trabajo que moviliza la totalidad de los cuerpos y los cerebros, de sus afectos y sus deseos", un trabajo que incluye la creatividad y la afectividad del contacto humano, de tal suerte que "la cooperación intersubjetiva se vuelve inmanente a la actividad laboral" y "parece proporcionar el potencial para una especie de comunismo espontáneo y elemental". Enfocar el análisis en las formas más avanzadas del trabajo puede resultar una eficaz postura de anticipación, pero podría resultar contraproducente olvidarse de la mayoría de los explotados, cuyo trabajo deja poco o ningún espacio a la creatividad y los afectos (¿no recuerda el privilegio teórico del obrero industrial a lo largo del siglo XX, mientras los campesinos eran los actores revolucionarios principales?).

[9]

Sobre la relación pasado/futuro en las concepciones zapatistas, me permito remitir a Colectivo Neosaurios, 2000, pp. 7-33, y a mi libro, Baschet, 2002.

[10]

Sobre la articulación de lo local y lo universal y la perspectiva de un nuevo universalismo, remito a Baschet, 2000 y 2002.

[11]

El tema del nomadismo se relaciona con el del mestizaje y también con la sugestiva reivindicación de la deserción como táctica frente al imperio ("las batallas contra el imperio podrían ganarse por escapatoria o por deserción. Esta deserción no tiene lugar específico, consiste en la evacuación de los lugares de poder").

[12]

Argumenté (Baschet, 2002) que, frente a la deslocalización generalizada que avanza al ritmo de la globalización neoliberal, el movimiento zapatista sugería la reivindicación de una lógica de los lugares en la cual la localización de las experiencias, articulada con la construcción de la "comunidad planetaria", está asumida como condición de su plena realización humana. Hardt y Negri invitan a precisar que la lógica de los lugares debe combinarse con el derecho de trasladarse libremente de un lugar a otro. Recíprocamente, debería reconocerse que el elogio del nomadismo no niega el derecho a quedarse y a no ser forzado a desplazarse.

[13]

Los dos puntos están estrechamente relacionados. La desaparición de la sustancia de los lugares en el mundo posmoderno viene planteada en la obra ya citada de M. Castells como un hecho consumado. Para quienes adoptan este punto de vista, está claro que no tiene sentido reivindicar una lógica de los lugares. Sin embargo, considero que la deslocalización es un proceso tendencial que no puede ser totalmente realizado y que coexiste, necesariamente, con la resistencia de los lugares.

[14]

Ver el debate abierto en Chiapas, n. 12.

[15]

En otra entrevista (entrevista con Julio Scherer, Proceso, 11 de marzo de 2001: p. 12), Marcos insiste en que "en México debe reconstruirse el concepto de nación, y reconstruir no es volver al pasado, no es volver a Juárez ni al liberalismo frente al nuevo conservadurismo. No es esa historia la que tenemos que rescatar. Debemos reconstruir la nación sobre bases diferentes, y estas bases consisten en el reconocimiento de la diferencia".

[16]

En esto se le puede dar la razón a A. Boron (Boron, 2001).



Bibliografía

Baschet, Jérôme, "(Re)discutir sobre la historia", Chiapas, n. 10, Instituto de Investigaciones Económicas-Universidad Nacional Autónoma de México-Era, México, 2000.
---, L’étincelle zapatiste. Insurrection indienne et résistance planétaire, Denöel, París, 2002.

Boron, Atilio, "La selva y la polis. Interrogantes en torno a la teoría política del zapatismo", Chiapas, n. 12, Instituto de Investigaciones Económicas-Universidad Nacional Autónoma de México-Era, México, 2001.

Brand, U., "¿Entre la globalización neoliberal y el estado benefactor? El debate sobre Global Governance", Chiapas, n. 10, Instituto de Investigaciones Económicas-Universidad Nacional Autónoma de México-Era, México, 2000.

Colectivo Neosaurios, "La rebelión de la historia", Chiapas, n. 9, Instituto de Investigaciones Económicas-Universidad Nacional Autónoma de México-Era, México, 2000.

Hardt, Michael y Toni Negri, Empire, Éxils, París, 2000; la versión original está editada por Harvard University Press.

Hobsbawm, E., Nation and Nationalisms since 1780. Program, Myth, Reality, Cambridge University Press, Cambridge, 1990.

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Subcomandante Insurgente Marcos, "Siete piezas sueltas del rompecabezas mundial", Chiapas, n. 5, Instituto de Investigaciones Económicas-Universidad Nacional Autónoma de México-Era, México, 1997.
---, La dignité rebelle (conversations de I. Ramonet avec le sous-commandant Marcos), Galilée, París, 2001.

Wallerstein, I., Después del liberalismo, Siglo XXI, México, 1996.
---, "¿Superpotencia?", La Jornada, México, 10 de noviembre de 2001.


Revista Chiapas
http://www.ezln.org/revistachiapas
http://membres.lycos.fr/revistachiapas/
http://www33.brinkster.com/revistachiapas

Chiapas 13
2002 (México: ERA-IIEc)


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