Del río Hudson al mar Aral
"¡Ponga usted las fotos, que yo pondré la guerra!", gritaba el ciudadano Kane. Al menos así lo narra un tal Orson Wells, perdido en medio de la bruma, en blanco y negro. Ayer fue la explosión del Acorazado Maine y la Bahía de La Habana, hoy son las Torres Gemelas y el puerto de Nueva York. El terror como partero de una vieja historia: la de las guerras coloniales. El tono imperativo de la maquinaria de la muerte que repite ahora: "¡Ponga usted la imagen, que yo pondré la guerra!" Cabría preguntar ¿quién fue el autor, en esta ocasión, de las imágenes requeridas por el ciudadano Kane? Es un tópico decir que después de los acontecimientos del 11 de septiembre estamos en presencia de un gran cambio en el andamiaje del orbe. No lo es el decir que toda una época fue derribada junto con las Torres Gemelas.[1] Y que en esta circunstancia podemos hablar de quienes obtuvieron, llamémosle así, "beneficios colaterales".
En un despliegue sin precedente de miles de hombres y mujeres, en las breves semanas del otoño del 2001, las fuerzas armadas de Estados Unidos han roturado militarmente más territorio que en los cien años de guerras coloniales que van desde la ocupación de los estados septentrionales de México en la guerra de 1847 a la victoria en la guerra del Pacífico en 1945. El gran juego que iniciaran en el siglo XIX la Rusia zarista y la Inglaterra victoriana, terminó en el primer año del siglo XXI con un nuevo pentágono yanqui, sólo que ahora ubicado en Asia Central. Como lo muestra el Mapa 1, los estadounidenses adquirieron en su campaña de Afganistán bases militares y derechos de tránsito militar aéreo en el conjunto de las naciones de Asia Central. En Uzbekistán, la primera nación en ceder a las pretensiones estadounidenses, no en balde la más vulnerable de todas por sus menguados recursos, Estados Unidos tomó el control de la base militar de Kandabad desde septiembre de 2001, una plataforma en la que residen ahora miles de tropas estadounidenses y desde donde partieron numerosos ataques aéreos en el reciente conflicto. Cuando los talibanes sean recordados en la memoria gelatinosa de los mass media como un "pésimo conjunto de rock" (The Taliban), las tropas estadounidenses todavía estarán ahí. Pero para que las bases de Uzbekistán fueran accesibles desde los emplazamientos militares de Turquía, era necesario que Armenia y Azerbaiyán cedieran sus espacios aéreos. El 19 de diciembre de 2001 ambos países accedieron a la petición del Departamento de Estado.
El otro gran triunfo militar lo han conseguido sin disparar un solo misil. El 9 de enero de 2002, personal militar estadounidense tomó posesión del aeropuerto militar de Manas, en la antigua república soviética de Kirguizistán. Un primer destacamento de la división 86 de intervención rápida, que posteriormente se escalará cuando menos a tres mil unidades de personal de tropa, se ha hecho de las 37 hectáreas de la inmensa base aérea construida por el realismo socialista hace tres décadas. También en el curso del invierno 2001-2002, otras tres posiciones, Kulyab, Khojand y Turgan, en este caso en la República de Tayikistán, serán ocupadas por tropas de Estados Unidos. La nueva base de Manas en Kirguizistán, se encuentra a tan sólo 200 millas de la más profunda de las provincias chinas: Xinjiang, colocando las instalaciones nucleares de mayor importancia militar de China a menos de diez minutos de la aviación militar estadounidense.
Como lo reconoce el propio New York Times, las divisiones aerotransportadas y de montaña que se han desplegado en montañas y valles de Asia Central han iniciado los ciclos de rotación que anuncian una larga presencia estadounidense en la región. A las bases en las antiguas repúblicas de la Unión Soviética hay que agregar otras tres, por ahora, con las que Estados Unidos da garantías de estabilidad a los empleados del Banco Mundial que gobiernan hoy Kabul. El trípode militar del "gobierno libre" de Kabul se encuentra en la presencia de las divisiones estadounidenses en el tristemente célebre Mazar-i-Sharif, en la base de Bagram y en la ciudad de Kandahar.
Pero todo esto no para aquí. Hay también la intención de consolidar la autocracia en Pakistán y, junto con el ejército paquistaní, fundado y conformado por oficiales ingleses como estocada al antimperialismo de Gandhi y Nehru, expandir la presencia militar estadounidense a lo largo del Indus, más allá de la base de Jacobabad (Beluchistán). Pero si todo ello no es aún suficiente, está en curso la consolidación militar en un segundo círculo, que va de Qatar (en el Golfo Pérsico) -y la inmensa pista militar de Al Adid, con 10 kilómetros de extensión para maniobras de aterrizaje y despegue- a Kazajstán, en el norte. Las instalaciones estratégicas de Rusia, con los cosmódromos y zonas de defensa profunda en la Siberia occidental, antes inaccesibles, quedan a merced, en menos de veinte minutos, de los misiles y aviación de combate de Estados Unidos. También dentro de un rango de menos de una hora de un eventual ataque aéreo devastador queda ahora una extensa región hacia el occidente, junto con sus grandes ciudades: El Cairo, Bagdad, Riad, Djibouti y Teherán se encuentran desde el 2002 bajo el dominio de las nuevas bases militares de Estados Unidos. Después de la guerra de Asia Central, y así lo demuestran las amenazas abiertas de Bush a la República Islámica de Irán y al pueblo de Irak, cercados ahora por bases militares estadounidenses -como se puede apreciar en el Mapa 1-, los musulmanes en todas sus vertientes tienen un cuchillo en la yugular.[2]
A lo largo de las últimas décadas del siglo XX, la balanza de la historia se fue desplazando hacia el Oriente. De Berlín y su muro, en la inmediata posguerra, hacia Palestina, en un primer giro del siglo americano. Ahora, ante nuestros ojos, de Medio Oriente hacia el Asia Central, en una segunda vuelta de tuerca. La edición de los acontecimientos del otoño de 2001 por los mass media los describe tan descontextualizados que, en lugar de arrojar luz sobre su gestación, los encubre. Ahora, décadas de historia no se concentran en días, sino en instantes. Y el resultado es el desasosiego y la confusión. Ello ha permitido a los pensadores liberales, como José Maria Ridao (Ridao, 2001: p. 25), abundar en que lo acontecido a los símbolos de poder de Estados Unidos a partir del ataque del 11 de septiembre es sólo un efímero escenario del continuatum de desgracias humanas: contingente e irracional. Y la solución es una disminución al mínimo del dolor por medio de las acciones humanitarias -así sean bélicas- de la razón neoliberal. Para los pensadores neoliberales se han hecho demasiadas concesiones al romanticismo irracional de los pueblos, a su sentido de identidad milenaria, y ya llegó la hora de que los poderes fácticos del mundo resuelvan los problemas de una buena vez imponiendo sociedades abiertas en el mundo entero -abiertas al mercado y despojadas de toda identidad-, así sea bajo la fuerza de los misiles.
Para poder eludir esta visión neocolonial del mundo y su corolario militarista, resulta necesario ver el conflicto de Asia Central del siglo XXI desde una perspectiva histórica, comprender que existen otros pueblos con historia y no sólo las naciones dominantes del Atlántico del norte. Para empezar es necesario recuperar una visión integral de la inserción de las distintas regiones en el mundo en las tendencias dominantes del trend secular.
Asia en el nuevo ciclo de larga duración
Según Braudel en su célebre texto Civilización material, economía y capitalismo, se distinguen en la historia de las naciones dominantes de la economía mundial, cuatro ciclos seculares sucesivos:
Primero: 1250 [1350] 1507-1510; segundo: 1507-1510 [1650] 1733-1743; tercero: 1733-1743 [1817] 1896; cuarto 1896 [1974] [...] La primera y la última fecha de cada uno de estos ciclos señalan el comienzo del ascenso y el fin del descenso; la fecha media, entre corchetes, señala el punto culminante, el punto de inflexión de la tendencia secular, es decir, de la crisis [...] Pensemos en 1817: la precisión de la fecha no debe hacernos abrigar demasiadas ilusiones. El retorno secular se anuncia en Inglaterra desde 1809 o 1810; en Francia, con las crisis de los últimos años de la experiencia napoleónica. Y para Estados Unidos, 1812 es el franco comienzo del cambio de tendencia. Asimismo las minas de plata de México, esperanza y codicia de Europa, reciben un golpe brutal de la revolución de 1810, y si no resurgen enseguida a flote, la coyuntura tiene algo que ver con ello. He aquí que en Europa y el mundo escasea el metal blanco. Lo que se tambalea entonces es el orden económico del mundo entero, desde China hasta las Américas, Inglaterra está en el centro del corazón del mundo, y es innegable que sufre pese a la victoria y que tardará años en recobrar el aliento [...] ¿Y 1973-1974?, se preguntarán. ¿Se trata de una nueva crisis coyuntural corta, como parece creer la mayoría de los economistas? ¿O bien tenemos el privilegio, bastante poco envidiable por lo demás, de ver ante nuestros ojos tambalear el siglo hacia la baja? Si es así, las políticas a corto plazo, admirablemente puntuales, corren el riesgo de curar una enfermedad cuyo fin no verían ni siquiera los hijos de nuestros hijos. La actualidad nos insta imperiosamente a plantearnos la cuestión [Braudel, 1979].
Braudel reconoce que no es su intención diseñar una teoría acabada sobre el trend secular, sino sugerir cómo el tiempo, al igual que el espacio, se divide -tarea indispensable para realizar la anatomía de los monstruos históricos de las economías-mundo. Lo primero que es necesario resaltar de la periodización apenas esbozada en su texto es cómo el siglo de la primera y segunda revolución industrial, el XIX, lejos de ser un periodo de expansión mundial fue una etapa de fuerzas centrípetas colosales, que consumieron la energía de buena parte de las economías distantes del Atlántico norte. Es por ello que se caracteriza por una baja tasa de crecimiento global y el estancamiento de regiones enteras sede de otras poderosas economías-mundo, en particular, las de Asia. Y este notable estancamiento de Asia durante cerca de siglo y medio, de 1817 a 1950, es el que contrasta con su formidable ascenso de inicios del siglo XXI.
Durante el siglo XIX y la primera mitad del siglo XX, las economías de Asia se desplomaron. La India, por ejemplo, en el transcurso de 130 años entre las dos fechas, tan sólo logró duplicar su producto interno mientras el producto per cápita permaneció estancado. Pero quizá el caso más dramático es el de China, cuyo nivel de producción se sumergió en un profundo letargo de trece décadas, al grado de que en el año de 1950 su producto per cápita era 30% menor al de siglo y medio atrás (Maddison, 2001: p. 215). Ello nos permite acotar el fenómeno de la revolución industrial inglesa de una manera mucho más precisa. Es cierto que Inglaterra creció durante el siglo XIX a una tasa superior que el resto de las economías del mundo, esto es, a 1.9% anual, gozando de niveles de productividad incluso por encima de los de Estados Unidos. Pero la población inglesa era de tan sólo 31 millones de personas en la dorada época victoriana, mientras China e India, juntas, representaban 57% de la población mundial, con 590 millones de habitantes. El ascenso de Gran Bretaña y Estados Unidos sólo abarcaba 7% de la población del mundo. Ni siquiera el resto de Europa participó plenamente de la modernidad industrial. En territorio continental sólo unas cuantas ciudades emergían como sedes industriales rodeadas de un inmenso hinterland rural. Como resultado del trend secular, de 1817 a las primeras décadas del siglo XX, la importancia de las economías de Asia continental retrocedió de representar 60% del PIB mundial en el año de 1820 a tan sólo 15% en el año de 1950 (Maddison, 2001: p. 263).
El islam y Asia Central
Un caso particular en este periodo fue el de las sociedades y economías de Asia Central. Tradicionalmente ubicadas como una membrana entre Oriente y Occidente, el predominio de las economías del Atlántico norte después del siglo XV hizo que en su conjunto languidecieran. En 1913, las que serían las dos grandes naciones del área, Pakistán e Irán, no sumaban sino 30 millones de habitantes, mientras que Afganistán sólo estaba poblado por escasos 5 millones de personas. Las provincias rusas de Asia Central y el Cáucaso sólo concentraban en un inmenso territorio de 4.2 millones de kilómetros cuadrados a 20 millones de personas (ibid.: pp. 213 y 232). Incluso Medio Oriente era un territorio desolado con una población escasa de 8 millones de personas en el triángulo formado por el Mar Rojo, el Golfo Pérsico y las costas mediterráneas de Palestina y Líbano.
En el año de 1913, según los datos de Maddison, el conjunto del islam sólo representaba 13% de la población mundial, y los 235 millones de musulmanes se dispersaban en un dilatado y vasto territorio de 27 millones de kilómetros cuadrados, con una densidad escasa de 8 habitantes por kilómetro cuadrado, pero alrededor de las rutas que habían sido estratégicas del comercio mundial durante más de 1 500 años. Aquí es necesario entender que el islam, más allá de una religión, fue esencialmente un acuerdo ético entre poblaciones de una vasta área del mundo para crear la primera zona de libre comercio en la historia del mundo. La posibilidad de la libre circulación de bienes y personas desde Mindanao, en Filipinas, hasta la costa occidental de África, en el Atlántico, descansaba en dos conceptos básicos del islam: el principio sagrado de umma, la comunidad de todos los fieles en el mundo, y la idea de tawhid, la unidad de Dios (Mehemet, 1990: p. 10). Frente a los residuos de paganismo y de deidades locales de otras religiones, el islam es el código que rigió la red comercial integrada más extensa en la historia de la humanidad, capaz de traspasar las tenues fronteras de las entidades políticas de la época: los imperios otomano, safavid y mongol.[3] Sólo de una manera más reciente, y como resultado de la presencia del petróleo, desde las sedes del poder mundial atlántico, este flujo continuo de pueblos y bienes fue dividido para crear estados modernos, contrapuestos entre sí en la disputa por la renta petrolera.
El despliegue del gran comercio y del poderío naval de las naciones del Atlántico significó una tremenda desgracia para la economía-mundo del islam. Sin contar con China e India, la participación del resto de Asia en esa economía, dominada fundamentalmente por el islam, se contrajo de 15% en el momento de mayor esplendor de la ruta de la seda, en el siglo XIV, a tan sólo 5.3% en 1913 (Maddison, 2001: p. 241). El lento descenso de la importancia económica y militar del islam permitió el despliegue del gran juego, de la Rusia zarista y del imperio británico en Asia Central durante los dos siglos que siguieron a la ocupación de India (Wallerstein, 1998: p. 237). Pero el descubrimiento de los grandes yacimientos petrolíferos en la región, justo después del fin de la primera guerra mundial, y el desarrollo de diversos movimientos de liberación nacional a raíz de la revolución rusa, dieron un vuelco a la correlación de fuerzas y modificaron el tradicional control occidental sobre el conjunto de Asia menor. Y junto con ello, el regreso del panislamismo como una fuerza mundial. Para finales del siglo XX, los países islámicos, a partir de sus notables acervos de petróleo, habían logrado recuperar su participación en el PIB mundial -a 10% del total-, esto es, una proporción mucho más próxima a su participación en la demografía del orbe. Sin embargo, este restablecimiento relativo de las naciones islámicas coexiste con grandes desigualdades en su interior, en donde contrasta la riqueza de algunas regiones con la pobreza extrema de aquellos países con una dotación de recursos menos propicia.[4]
El ascenso de China: la pieza decisiva del nuevo tablero mundial
Dentro de la etapa en curso de reflujo del trend secular de la economía mundial abierta desde 1974, una contratendencia asombrosa es el ascenso de la economía-mundo de la República Popular China. En las condiciones adversas del 2001, con un crecimiento mediocre de las economías atlánticas de 1.5%, la economía china espera crecer por arriba de 7%.
Cuando Zbigniew Brzezinski, antiguo consejero de seguridad nacional del gobierno de Estados Unidos, discurrió abiertamente sobre reabrir el gran juego en Asia Central en su libro clásico El gran tablero mundial (1997), el adversario era Rusia y no la inamovible China:
Los Estados Unidos, con su interés por el mantenimiento del pluralismo geopolítico en la Euroasia postsoviética [Asia Central], aparecen en un segundo plano como un jugador cada vez más importante, aunque indirecto, claramente interesado no sólo en desarrollar los recursos de la región sino también en impedir que Rusia domine en exclusiva el espacio geopolítico de la región [Brzezinski, 1997: p. 144].
Y más adelante agrega, con respecto a la República Popular China:
En relación a China hay varias razones para mostrarse escéptico en cuanto a las perspectivas de la emergencia de China en el transcurso de los próximos veinte años como una potencia global verdaderamente importante -y, para algunos estadounidenses, amenazadora. Aunque China evite los conflictos políticos importantes, incluso si de alguna manera logra mantener sus altas tasas de crecimiento económico extraordinariamente altas durante un cuarto de siglo más -que son condiciones bastante serias-, China sería aun relativamente muy pobre. Incluso con un PNB triplicado, la población china seguiría ocupando los lugares más bajos en la clasificación de los ingresos per cápita del mundo, por no hablar de la pobreza actual de una parte importante de la población. En resumen, incluso para el año 2020 es bastante improbable, ni en las circunstancias más favorables, que China pueda llegar a ser verdaderamente competitiva en las dimensiones del poder global [ibid.: pp. 168-69].
Para dar fundamento a su afirmación, Brzezinski recupera un estudio del Instituto Chino para los Estudios Económicos, publicado en 1996, en el que se estima que sus ingresos per cápita en el 2010 serían aproximadamente de 735 dólares, 30 dólares más que la definición del Banco Mundial de un país de bajos ingresos.
El error que Brzezinski comete al evaluar la fortaleza económica de China reside en tomar como base de sus cálculos del PIB en dólares de la República Popular China, una división de su magnitud en yuanes por el tipo de cambio prevaleciente, notablemente subvaluado, y no por las unidades reales de poder adquisitivo. El resultado es una tremenda subestimación del Producto Interno Bruto de China. Para corregir este error estadístico, el propio FMI ha elaborado un ajuste que eleva sustancialmente su valor real en dólares, pasando a convertirse en la segunda economía en el mundo, con un PIB equivalente a 50% del de Estados Unidos y su PIB per cápita a un nivel de 4 mil dólares. En el Cuadro 1, se aprecia la sextuplicación del PIB de la República Popular China en tan sólo veinte años. También el notable crecimiento de la economía india. De mantener una tasa de crecimiento similar en el curso de los próximos lustros, para el 2015 la economía china ya habrá alcanzado a la de Estados Unidos, y en el 2020 será la primera economía del mundo.
El retorno de China al gran juego de Asia Central
Pero más allá de su expansión económica y de sus necesidades de aprovisionamiento energético, el Imperio del medio, China, ha reiniciado su desplazamiento histórico hacia Asia Central. Y lo hace con la fuerza de su poderosa demografía. Es así como en la provincia de Xinjiang se construye el poderío chino del siglo XXI en una escala que escapó al ojo escrutador de Brzezinski. Con base en un inmenso mercado interno de 1 400 millones de personas, la nación china ha reanudado el desarrollo de sus territorios occidentales, que había quedado trunco en medio del desastre con que se hundió al viejo imperio en la larga agonía del siglo XIX.
En el siglo XVII, como señala Braudel, la conquista de China por los manchúes culminó en un nuevo orden hacia los años de 1660:
El norte de China, ocupado y protegido, se repobló entonces al amparo de avances protectores: Manchuria, de donde venían los vencedores, después Mongolia, Turkestán y el Tíbet. Los rusos que se habían apoderado, sin encontrar oposición, de Siberia, tropezaron con la resistencia china a lo largo del Valle de Amur y se vieron obligados a ceder en el Tratado de Nerchinsk (7 de septiembre de 1689). A partir de entonces los chinos se extendieron desde la gran muralla hasta cerca del Mar Caspio [Braudel, 1979: p. 70].
En el año de 1759 los ejércitos imperiales de la dinastía Manchú logran completar la ocupación de una región que por más de diez siglos había estado bajo el dominio de migraciones turcas, conocidas como uygures, y que le dieron el nombre de Turkestán a la actual región autónoma de Xinjiang de la República China. Junto con la población uygur, convivían también grupos de pastores kazakos y kirguises. Pero a partir del siglo XVII la presencia étnica de los han en las montañas celestiales Tien Shan, que dominan el centro del antiguo Turkestán, será irreversible. En Asia Central, mientras tanto, otros grupos nómades, como los afganos, que habían colocado al borde del colapso a Teherán, tuvieron en la misma época, siglo XVII, que replegarse hacia sus montañas de origen, sin poder huir de la pobreza en los siglos por venir.
Pero la presión occidental sobre el imperio chino en los puertos del Pacífico, que culmina con la guerra del opio en 1840, obligó a China a replegarse por más de un siglo, dejando la provincia occidental del Turkestán (Xinjiang) en un estado latente, apenas ligada al resto de China por un comercio tenue y -según Ahmad Khan- territorio de sucesivas maniobras militares y políticas de los imperios ruso y británico (Ahmad Khan, 1998). Para el año de 1900 tan sólo 2 millones de personas habitaban este inmenso territorio de 1.7 millones de kilómetros cuadrados, aproximadamente una sexta parte de toda China, conformado por un rombo de 1 900 kilómetros de extensión de este a oeste, y de 1 450 kilómetros de norte a sur. Para 1949, en el momento en que la revolución china llega a las montañas del oeste, la población se ha duplicado para alcanzar los 4 millones de personas y es designada con el nombre actual de Xinjiang, que en chino significa la "nueva frontera". Xinjiang, en efecto, tiene 2 900 kilómetros de fronteras con Tayikistán, Kirguizistán y Kazajstán, y una breve frontera de 65 kilómetros con Afganistán. Todas hacia el este. En el sur colinda con las grandes montañas Kunlun.
Durante la década de los años cincuenta del siglo XX, la República Popular China extiende su frontera agrícola con la creación de asentamientos masivos de campesinos de otras regiones en la deshabitada Xinjiang, creando nuevas regiones de tierras irrigadas que aprovechan las aguas del Irtish y del Iri, los dos grandes ríos de la región (ver Mapa 3). La superficie de tierras cultivables se triplica y, con ello, surge una poderosa agricultura con cosechas abundantes de trigo, maíz, arroz, sorgo y mijo. Xinjiang es también un gran proveedor de algodón y de frutales, que abastecen a los textiles y agroindustrias (conservas) de la zona. Con el desarrollo de nuevos proyectos hidráulicos en las provincias orientales del Pacífico, entre ellos la construcción de la presa más grande del mundo, la de Tres Gargantas, nuevas migraciones masivas de campesinos continúan trasladándose hacia Xinjiang.
Pero la gran palanca demográfica de Xinjiang no son las nuevas zonas de irrigación, ni el inicio de grandes explotaciones petrolíferas en la cuenca de Tarim, sino el derrumbe de la URSS. El colapso del régimen soviético abrió las posibilidades de un comercio sin precedente de la "nueva frontera" con sus vecinos de las antiguas repúblicas de la URSS en Asia Central. La enorme base industrial de bienes de consumo creada por China en las ciudades costeras del Pacífico pudo entonces convertirse también en proveedora de los nuevos mercados de Kazajstán, Uzbekistán, Tayikistán y Kirguizistán. La propia Xinjiang acelera su industrialización y su capital Urumqi alcanza el millón y medio de habitantes. La ruta de la seda ha quedado de nuevo abierta a través de los milenarios pasos de Dzungaria y Kashgar, en la frontera con Kazajstán. Las exportaciones de la propia Xinjiang aumentan a 1 200 millones de dólares en el año 2000, y a través de ella el resto de las provincias chinas penetran en el mercado de Asia Central.
Como consecuencia de todo ello, la población china no sólo logra convertirse en la minoría étnica más numerosa de las catorce que existen en Xinjiang, superando a los musulmanes uygures, sino que la población de la región crece hasta los 20 millones de habitantes, a una tasa que duplica el crecimiento poblacional en el conjunto de la República China. En un lapso de cien años la población del viejo Turkestán se ha multiplicado por diez. Incluso, comerciantes y trabajadores chinos empiezan a tener una presencia cada vez más notable en las antiguas repúblicas soviéticas. Es el regreso de China al gran juego en Asia Central. El gran error de Brzezinski es considerar que todo el tablero de Euroasia se reduce al control del Caspio. Y olvida el regreso de la ruta de la seda. Parafraseando el Manifiesto comunista, el torrente de mercancías baratas provenientes de Jiangsu y Shandong derrumba con eficacia aquellas barreras que miles de toneladas de bombas no pueden vulnerar.
Los recursos petroleros del Mar Caspio
Debido a las necesidades de aprovisionamiento energético que genera su intensa industrialización, China ha desarrollado grandes proyectos de explotación petrolera y nuevas presas hidroeléctricas en sus provincias del interior. Pero más allá de ello, ha realizado una serie de propuestas a las antiguas repúblicas soviéticas de Asia Central para desarrollar varios oleoductos que irían del Mar Caspio a Xinjiang y de ahí hacia Shangai por medio del gigantesco proyecto del oleoducto central de 4 200 kilómetros que aparece en el Mapa 2.
Los recursos petroleros del Mar Caspio son cuantiosos y constituyen una de las últimas zonas potenciales de yacimientos supergigantes en el mundo disponibles para su explotación comercial. En el
Cuadro 2 aparece el monto potencial de los recursos petroleros del Caspio. El Indian Times, periódico indio, estima que, en realidad, los yacimientos del Caspio alcanzan los 200 mil millones de barriles, el equivalente de las reservas de Arabia Saudita (India Times, 20 de octubre de 2001).
Las propuestas chinas para la construcción de oleoductos en la región se desarrollaron desde la segunda mitad de los años noventa. En septiembre de 1997, Kazajstán y China dieron paso a un acuerdo para construir 3 mil kilómetros de oleoductos para conectar los campos petroleros de Aktiubinsk y Uzen con la provincia de Xinjiang. El presupuesto global del proyecto es de 10 mil millones de dólares, y sería cubierto por la Corporación Nacional China del Petróleo (CNCP). La línea debería de transportar, en un inicio, 300 mil barriles de petróleo hacia China. Con ello se sustituiría el actual traslado, por tren, de 95 mil barriles diarios de Kazajstán hacia la dinámica industria de Xinjiang. Pero el objetivo real es conectar el oleoducto kazajo con los grandes centros petroquímicos del interior de China, fundamentalmente el de Lanzhou, a partir del gran oleoducto interno de China que comunicaría Xinjiang con Shangai.
Los otros proyectos petroleros de China en Asia Central involucran a varias de las naciones pacientemente cultivadas por la diplomacia y la industria militar chinas, en particular Irán. En este caso se trata de la construcción de un oleoducto de Turkmenistán y Kazajstán hacia las refinerías del norte de Irán, de forma tal de "liberar" excedentes petroleros iraníes de sus campos cercanos al Golfo Pérsico, donde buques petroleros chinos los trasladarían hacia las ciudades industriales del Pacífico. Esto es, organizar un trueque entre los países de Asia Central, para cubrir sus necesidades internas (petroquímicas iraníes) y abastecer el dinámico mercado de las nuevas zonas industriales de Asia (petróleo en regiones próximas al Océano Índico).
El conjunto de estos proyectos ha pasado por enormes vicisitudes debido a una creciente interferencia por parte de las grandes empresas petroleras estadounidenses en los asuntos de Asia Central. Ello a pesar de que la competitividad real de la economía de China le permite ofrecer los mejores términos de intercambio a las antiguas repúblicas soviéticas por sus exportaciones de petróleo. Pero el fin de la URSS no ha dado lugar a un bloque estable en Asia Central capaz de insertarse en el mundo a partir de su propia lógica nacional y regional. La crisis económica de las naciones de los Balcanes euroasiáticos -como las designa Brzezinski- ha dado lugar a una injerencia desbocada por los poderes fácticos del Atlántico norte, encabezados por las empresas petroleras estadounidenses y británicas para hacer prevalecer sus objetivos estratégicos en la región.
En el Cuadro 3 aparecen los principales proyectos de oleoductos existentes en la región de Asia Central antes de la guerra. La designación de Zalmad Khalilzad, antiguo empleado de la UNOCAL, como representante de Estados Unidos ante el gobierno de Kabul, es la demostración de cómo los logos han perdido el carácter de simples trade-marks, de espectros de la globalización que operaban a través de terceros, mientras vendían imágenes y videoclips. El imperialismo virtual de los años noventa, descrito de manera aguda por Naomi Klein, también ha sido sepultado por el curso de la nueva guerra: la que hoy conocemos como una Segunda Acumulación Originaria de Capital.
La crisis económica de las repúblicas de Asia Central y el curso necesario hacia la guerra: la continuación de la estrategia estadounidense por un medio recurrente
En el Cuadro 4 reconstruimos algunos de los indicadores demográficos y económicos más relevantes de las principales naciones de Asia Central. Considerando la baja densidad demográfica de las antiguas repúblicas de la Unión Soviética, es nítida la presión demográfica que como un monzón sube hacia las montañas desde las planicies costeras de Pakistán, y que va desde el oriente al poniente. Pakistán, con menos de la tercera parte de territorio que Kazajstán, tiene treinta veces más población por kilómetro cuadrado, y esta masa ingente tiende a subir en búsqueda de recursos y destino, determinando uno de los vectores geopolíticos del área. Y la ruta demográfica cruza por Afganistán hacia el norte.
En segundo lugar, se puede percibir el notable derrumbe económico que siguió al final de la Unión Soviética. A diez años de la disolución de la URSS ninguna de las cinco antiguas repúblicas soviéticas ha logrado recuperar el nivel precedente de actividad económica y de bienestar. La razón de ello obedece a la pérdida generalizada de articulación en el interior de cada nuevo país y de la región en su conjunto, que trajo consigo la transición al lumpen/capitalismo. Ello era casi inevitable en economías con una baja productividad -gran parte de la inversión y del gasto público en las décadas precedentes provenía del presupuesto general de la Unión Soviética- y bajos niveles de inversión. La ausencia de fuentes alternativas de crecimiento y la depredación de la riqueza pública por los nuevos "barones capitalistas" se sumaron para generar economías dislocadas y empobrecidas.
La explotación de los notables acervos de combustibles fósiles que yacen en las entrañas de las repúblicas de Asia Central ha sido considerada, por las grandes corporaciones occidentales, como la palanca natural para el desarrollo y el bienestar de sus pueblos. No necesariamente será así. Una explotación intensiva e irracional de los yacimientos petroleros del Caspio puede generar una presión devastadora sobre el otro gran recurso estratégico: el agua. La petrolización sería un nuevo componente de la pesadilla de Euroasia. Desde antes que esto suceda, el conjunto de los países de la región será por un largo periodo el ejemplo más dramático de la devastación ambiental como consecuencia de la ruptura de la lógica comunal en el consumo del agua y de la prevalencia de los criterios burocráticos o mercantiles de "productividad agrícola". Un extenso sistema de irrigación y el uso insensato de agroquímicos en la producción de algodón devastó la de por sí escasa dotación de agua dulce de la región y produjo, entre otras calamidades, una de las más notables catástrofes ecológicas del mundo: la virtual desaparición del mar Aral, un inmenso espejo de agua entre las repúblicas de Uzbekistán y Kazajstán, que llegó a tener en 1960 más de 1 090 kilómetros cúbicos de volumen y 70 mil kilómetros cuadrados de extensión. Hoy sus aguas reducidas a 30% de su nivel original, salinizadas y muertas, son un recuerdo del porvenir.
La situación de las repúblicas de Asia Central se agravó en el curso de los últimos años del siglo XX por el estallido de las crisis asiática y rusa en los mercados financieros internacionales. Ni siquiera el inicio de la explotación de los depósitos de combustibles fósiles, que fue acompañado de un volumen creciente de inversión extranjera, notable para el caso de Kazajstán, logró revitalizar las postradas economías de Asia Central.
La crisis ambiental del capitalismo en Asia: de la revolución verde a la guerra por el agua
El continente asiático fue escenario de grandes movimientos de liberación nacional durante la primera mitad del siglo XX. Sin embargo, muchas de las reformas prometidas por las élites nacionales a sus pueblos durante el ascenso de los movimientos anticolonialistas, una vez obtenida la independencia, fueron postergadas. Entre ellas, destacó la displicencia de los gobiernos independientes por realizar una profunda reforma agraria, así como la modernización de las redes de distribución con el fin de desplazar a la casta de comerciantes que parasitaban la relación del campo y la ciudad (Namboodiripad, 1964: p. 162). Una notable excepción en ello fue el caso de la revolución china, que llevó adelante una sistemática eliminación de las antiguas relaciones de dominación en las zonas rurales.[5] Pero en el resto de Asia, fundamentalmente en India y Pakistán, la continuación del viejo orden rural llevó a sucesivas crisis agrícolas durante las primeras dos décadas después del fin de la segunda guerra mundial. Por una vía distinta, la comunalización compulsiva de la vida rural por el estado, forzada por la amenaza de una conflagración nuclear, también condujo a China a una drástica caída en su producción agrícola a principios de los años sesenta.
La salida conservadora al estancamiento agrícola de los principales países de Asia fue la introducción masiva de insumos industriales en el sector agropecuario: la revolución verde. Con ello se creaba una extensa demanda de maquinaria, fertilizantes y pesticidas elaborados por las grandes transnacionales del ramo, a la vez que se reconvertían en productivas grandes extensiones de tierras en manos de las castas dominantes en las zonas rurales por medio de la irrigación. En el Cuadro 5 se puede apreciar la magnitud de las transformaciones de la agricultura en las tres naciones más pobladas de Asia a través de la incorporación de insumos industriales. Como consecuencia, como podemos apreciar en el Cuadro 6, la producción de alimentos en las tres naciones descritas dio un salto colosal, quintuplicándose la producción promedio de maíz, trigo, arroz y soya.
Debido al desarrollo de la agricultura intensiva, la superficie irrigada en Pakistán, India y China pasó de 65.8 a 130.7 millones de hectáreas entre 1961 y 1999. Aquí cabe resaltar cómo el capitalismo retomó los resultados de miles de años de civilización en las cuencas de los grandes ríos de la región, para desplegar sobre los cimientos del trabajo de cientos de generaciones una explotación intensiva de sus recursos. Considerando el conjunto de la red hidráulica de Pakistán, India y China, estamos hablando de 45% de las tierras irrigadas del mundo, y una red de presas, hidrovías y canales que suma 12 millones de kilómetros (una red que le daría 300 veces la vuelta a la Tierra). Pero la subsunción de la base material del modo de producción asiático en el capitalismo está conduciendo a una de las más terribles catástrofes ambientales de todas las épocas. La utilización del agua por una agricultura capitalista ha conducido a la erosión continua de las tierras, a la contaminación por pesticidas y fertilizantes de las aguas superficiales, a la intrusión con agua salada de los depósitos subterráneos y las tierras cercanas a las costas. En síntesis: a la alteración de todo el ciclo hidrológico de la región. Si a lo anterior se suman las consecuencias del cambio climático global resultado de la depredación mercantil de la tierra, el escenario se complica con la destrucción de los glaciares del Himalaya, de donde proviene buena parte del agua superficial de la región, y con la alteración de los patrones de lluvia y el arribo imprescindible de los monzones, fundamentales para el ciclo de la vida en todo el sur y centro de Asia.
Para el capital mundial, la posibilidad de nuevas guerras y conflictos en el área no deja de ser la oportunidad para una "administración internacional", léase privada y multinacional, de toda la gigantesca red hidráulica de Asia. Todas las propuestas y créditos del Banco Mundial para proyectos hidráulicos sugieren la creación de derechos de propiedad y la mercantilización del uso del agua en toda la región. Y las nuevas corporaciones de "utilities", muchas de ellas emparentadas con las empresas proveedoras de energía, emergen como las nuevas grandes multinacionales del capitalismo del siglo XXI que con la distribución y tratamiento del agua obtenían, ya para el año 2000, 400 mil millones de dólares de ingresos (Asian Water Supply, 2001). Es por ello que detrás de la presencia de las tropas occidentales en el río Kabul, uno de los afluentes del Indus, se encuentra la hebra azul de la privatización del agua en toda el Asia, un mercado potencial de centenares de miles de millones de dólares. El asalto al parlamento indio de diciembre de 2001 tiene que también ser visto como parte de la decisión del Departamento de Estado de internacionalizar el conflicto de India y Pakistán, de tal manera de garantizar la administración internacional, esto es estadounidense, del valle de Kashmir, y con ello adquirir en los hechos el control de los afluentes fundamentales del Indus, como podemos apreciar en el Mapa 3.
La situación es tan grave que llevó en el año de 1999 a declarar al viceprimer ministro chino Wen Jiabo: "La sobrevivencia de China como nación está amenazada por el desabastecimiento inminente de agua para sostener a una población que pronto alcanzará los 1 600 millones de habitantes" (ibid.). La privatización de la red hidráulica asiática significa el despojo para su conversión en capital, la segunda acumulación originaria, de la riqueza pública y social concentrada en millones de kilómetros de hidrovías y canales construidos y preservados por el campesinado asiático en cincuenta siglos de historia. Si Asia es el gran reducto del campesinado en el mundo, con 500 millones de productores rurales independientes, estamos tan sólo ante el fin del principio de la ofensiva más audaz del capitalismo mundial en toda su historia, para despojar a las naciones más pobladas del mundo, y a los productores directos que subsisten en ellas, de su riqueza social fundamental. La guerra de Afganistán es por ello, antes que cualquier otra cosa y muy a pesar de los nihilistas que la desataron, el inicio de la última gran confrontación entre el campesinado y el capitalismo mundial.
El segundo escenario de la guerra en Asia Central: de la destrucción del campesinado a la moderna esclavitud fabril
El capitalismo del siglo XXI y sus operaciones militares, como la emprendida en Afganistán con el sarcástico nombre de "Libertad duradera", tienen como contrapartida perpetuar la esclavitud moderna como parte de los recursos para sostener la segunda acumulación originaria. Mientras el capital convierte el árbol de la ciencia en plantación privada en los laboratorios científicos de Occidente, se requiere de una nueva división internacional del trabajo capaz de proveer de mercancías baratas y servicios a los núcleos de innovación tecnológica, a las tecno/ciudades y a sus compulsivos habitantes. Lo anterior implica el traslado de muchas de las ramas de las manufacturas de la primera y la segunda revolución industrial a la periferia capitalista en general, pero en particular hacia las ciudades de Asia, donde arriban millones de campesinos desahuciados por la destrucción de sus antiguas granjas.
La producción de conocimiento científico de punta y su conversión en nuevos productos mercantiles, el centro de la economía de las tecno/ciudades del siglo XXI, es una empresa costosa e incierta, que implica un alto riesgo para la tasa de ganancia mundial que no puede reposar tan sólo en el saqueo del salario social y de los fondos de pensión de los trabajadores del primer mundo. Por tanto, es necesario maximizar la tasa de explotación de los trabajadores de la periferia. Y para ello hay que recurrir a lo que el viento se llevó, y que también trajo de vuelta: el trabajo forzado y la esclavitud.
Por ello, otro de los objetivos de la guerra en Asia Central es perpetuar el régimen laboral coercitivo, esclavista según la propia definición de la Organización Internacional del Trabajo, en el que descansa la competitividad de las industrias de Pakistán e India. Uno de los resultados de la guerra de Afganistán durante el otoño del 2001 fue precisamente levantar las sanciones comerciales que impedían el libre acceso de mercancías elaboradas bajo condiciones de trabajo esclavo en los países de Asia, en particular Pakistán. El año 2001, cuando menos 2 500 millones de productos elaborados en los talleres textiles de Pakistán fueron vendidos en Estados Unidos. Pero el rango de artículos manufacturados por el despótico régimen laboral que prevalece en Pakistán varía desde artículos deportivos hasta las artesanías con apócrifas leyendas de "no child labor product".
Los procesos de liberalización comercial y privatizaciones emprendidos por los gobiernos neoliberales de Pakistán y la India han provocado una precarización aún más profunda de las condiciones de vida de millones de sus habitantes. El propio gobierno de Pakistán ha reconocido que con la ínfima medida de pobreza, la ingesta diaria de calorías, en el curso de las medidas neoliberales impulsadas por los sucesivos regímenes civiles o militares en los años noventa del siglo XX, el segmento de habitantes por debajo de ella pasó de 17.3% en 1990 a 35% en el año 2000 (Pakistan Finance Minister, 2001). Y en estas condiciones las posibilidades de encadenar con deudas a los miserables son mucho más propicias. Así lo muestran los propios sindicatos paquistaníes:
Los trabajadores esclavizados caen en esta circunstancia al verse forzados, a causa de su miseria, a tomar créditos de sus patrones con intereses inverosímiles. Para pagar el "préstamo" se ven obligados a trabajar por salarios de hambre, que hacen imposible el poder pagar algún día la deuda contraída. Bandas armadas por los empresarios, y la propia autoridad, se encargan de que el infortunado y su familia no tengan posible escapatoria. Incluso supuestos centros de capacitación del gobierno paquistaní han terminado convertidos en centros de confinamiento forzoso, atrapando en sus galeras a pueblos enteros, como sucedió en la región de Tharparker, para beneficio de patrones privados [...] En la industria de fabricación de alfombras, 90% de su fuerza laboral son niños entregados por sus padres como consecuencia de deudas contraídas en el pasado. Se estima que en total trabajan bajo condiciones terribles cuando menos un millón de menores de edad. Las jornadas son de once horas por día los siete días de la semana. El hacinamiento de los menores en talleres insalubres genera la destrucción paulatina de sus pulmones como resultado de las pequeñas fibras de lana que aspiran sin cesar. La ausencia de luz lleva también a la pérdida paulatina de la vista entre miles de los infortunados, en un porcentaje cercano a 60%. Los abusos sexuales y las palizas son parte del mismo infierno. La crueldad manifiesta y cínica de los patrones es evidente cuando reconocen que escogen el lugar para establecer sus industrias, que generan exportaciones por 250 millones de dólares, de acuerdo con la disponibilidad de niños en la región [Labour News Network, 2000].
La utilización de trabajo forzado se extiende en casi todo el conjunto de las actividades industriales de Pakistán, desde la fabricación de ladrillos, en donde laboran dos millones de trabajadores esclavizados, hasta los talleres de forja de metal en ciudades como Karachi o Lahore, pasando por muchas industrias que fabrican manufacturas ligeras para el consumo en las naciones del primer mundo. En total los sindicatos estiman en 20 millones las personas atrapadas bajo formas coercitivas de relación laboral, 6 millones de las cuales son niños (Labour News Network, 2000).
En el caso de la India, el ascenso del nacionalismo fundamentalista del Partido Janatha en el año de 1996 se ha visto acompañado de una contrarreforma laboral que ha debilitado de manera sustancial al movimiento sindical. La tasa de sindicalización es una de las más bajas del mundo, de tan sólo 5% de la fuerza de trabajo, y los pocos sindicatos que sobreviven están en aquellos sectores de alta productividad en donde cogestionan con las empresas su posición dominante en el mercado, sin asumir una visión de conjunto ni confrontar la extrema pobreza de 40% de la población. Allí, la liberalización de las relaciones económicas y las privatizaciones han traído consigo el ascenso simultáneo de las inversiones internacionales y de la esclavitud de más de 50 millones de personas. En apariencia, las empresas multinacionales que tienen filiales en India no contratan bajo condiciones coercitivas, pero se benefician de que los salarios con los que remuneran a sus trabajadores sean artificialmente bajos: 400 dólares por mes percibe un talentoso ingeniero en la competitiva industria de software como consecuencia de un mercado laboral aplastado por el lastre de la esclavitud (UBS, 2001: p. 37).
La guerra de Asia Central es también, por tanto, la continuación de la guerra que se desarrolla, sin tregua, por los gobiernos neoliberales del centro y sur de Asia en contra del trabajo asalariado y sus organizaciones de clase. La militarización de la región va acompañada de la persecución, encarcelamiento y asesinato de cientos de militantes del movimiento sindical. Quizá el caso más notable de todos ellos sea el asesinato del organizador sindical infantil Iqbal Masih, de tan sólo doce años de edad, quien después de encabezar la emancipación de más de 3 mil niños y de recibir la atención mundial por sus denuncias en contra de la esclavitud infantil fue ejecutado por una descarga de escopeta a quemarropa el día 16 de abril de 1995. Iqbal, quien se había convertido en la voz internacional de los niños obreros de Asia, salía en esos días al extranjero para estudiar. Así podría defender mejor, decía él, como abogado, a sus hermanos olvidados por el mundo.
Otra demostración de cómo la destrucción de las organizaciones de los trabajadores está dentro de la ruta inalterable de la segunda acumulación originaria fue la decisión del gobierno fundamentalista de militarizar la entidad, todavía pública, responsable de la distribución del agua y la energía en Pakistán, cuyas siglas en inglés son WAPDA (Water and Power Development Authority), en el invierno de 1999. Dicha empresa tenía hasta ese entonces un poderoso sindicato con más de 150 mil miembros. La militarización de los servicios, la requisa de los mismos por el ejército, ha significado la suspensión de los derechos de organización sindical de todos ellos. Previamente, bajo recomendación de los servicios de inteligencia militar paquistaníes, también habían sido destruidos los sindicatos de las líneas aéreas y de los ferrocarriles. Pero como lo señalara abiertamente Faroq Tariq, el objetivo de la destrucción del sindicato de la WAPDA es desbrozar el terreno para la privatización de la red hidráulica de Pakistán.
La diferencia entre vencer y convencer: el curso azaroso de la cuarta guerra mundial
Estados Unidos siempre fue a las guerras mundiales con alguna utopía liberal que le diera legitimidad al despliegue brutal de su poder de fuego. En el caso de la primera guerra mundial fue la propuesta de paz de Wilson. En la segunda guerra mundial, una reconstrucción bajo la sombra del New Deal. Pero la actual ofensiva militar de Estados Unidos es incapaz de ofrecer un horizonte promisorio incluso para su propia población, mucho menos para el resto del mundo. Como diría Miguel de Unamuno del fascismo en los años treinta: podrán vencer, porque tienen la suficiente fuerza para hacerlo, pero no podrán convencer porque no tienen razón ni derecho en la lucha. El propio desplazamiento del Departamento de Estado por los grupos aún más conservadores dentro del senado y el Departamento de Defensa de Estados Unidos es el reflejo de la decadencia del pensamiento político imperial.
Durante los últimos años del siglo XX Pakistán, India y Afganistán habían obtenido las cosechas más abundantes en muchos años. Aprovechando los 17 millones de hectáreas de riego, Pakistán cosechó 21 millones de toneladas de trigo, 5.2 millones de toneladas de arroz, 10.5 millones de toneladas de frutas y verduras. Junto con ello, la ganadería paquistaní era capaz de proveer 2.8 millones de toneladas de carne de un inmenso hato ganadero de 50 millones de cabezas. La intensa producción de algodón daba lugar a 10 millones de balas por año, equivalentes a 2.3 millones de toneladas de algodón. El mismo Afganistán vivió un auge agrícola notable entre 1996 y 1999, alcanzando niveles récord de producción de 3.5 millones de toneladas. En el caso afgano habría que añadir las 4 500 toneladas de opio con un valor de 500 millones de dólares a su producción anual de fines de la década pasada. Sobre la base de esta poderosa plataforma agrícola, el nacionalismo paquistaní empujaba hacia el norte, aprovechando el colapso de las antiguas repúblicas soviéticas, garantizando un alfil en el tablero de Euroasia para las empresas petroleras estadounidenses. Desde Afganistán se promueve la rebelión de uygures en Xinjiang, y en 1997 se producen sangrientos atentados en las principales ciudades de la provincia del noroccidente de China. En Uzbekistán la fuerza de la trama fundamentalista y su potencial conversión en un nuevo estado islámico hacían prever como muy factible una posible ruta por el mar arábigo al petróleo del Caspio.
Pero el cambio climático global echó por tierra todos los planes conjuntos de la CIA y el Inter Servicio de Inteligencia (ISI) paquistaní. Digamos que fue un daño colateral del desdén de Estados Unidos del protocolo de Kyoto. En este caso no fue el general invierno sino el general drought (sequía) el que destruyó las posibilidades de tejer con una guerra de baja intensidad, desde el sur, la ruta del petróleo del Caspio hacia el Océano Índico. En los siguientes años, de 1999 al 2001, las lluvias monzónicas retrocedieron hasta en 70% en las montañas y planicies costeras. Las cosechas retrocedieron hasta en 40%, en el caso del arroz paquistaní, y 60% en el caso del trigo afgano. Millones de cabezas de ganado, casi 43%, fueron sacrificadas en el curso de dos años desastrosos para los criadores paquistaníes. Los conflictos por la llave del agua que desciende de las montañas del Himalaya, la provincia de Cachemira, volvieron a tomar un curso explosivo. La solicitud de ayuda alimentaria a los organismos multilaterales conduciría a condicionar los planes nucleares de Pakistán a cambio de comida para evitar la hambruna. Para colmo de males, los acuerdos entre las empresas petroleras y los gobiernos del Cáucaso permitían trazar una ruta mucho más directa del petróleo del Caspio hacia los países centrales, cruzando Azerbaiyán y Georgia en el camino hacia el Mediterráneo. Para el nacionalismo paquistaní la situación era de pesadilla. En el curso del 2001 o del 2002 podrían perder todas las apuestas: el agua de Cachemira, el oleoducto del Caspio a Karachi y la joya de la corona: el programa de fabricación de armamento nuclear. Para los servicios de inteligencia estadounidenses, la salida del petróleo por Turquía, racional en términos de costos, no resolvía el control estratégico de Asia Central. Nada impedía que lo que avanzara Estados Unidos por Azerbaiyán lo podría perder en Kazajstán, frente a China.
El retroceso económico, político y militar paquistaní dejaba abierto un vacío que empezaba de nuevo a ser ocupado por una compleja coalición tejida desde 1998 entre India, China y Rusia. La alianza política y económica de estas naciones se consolidó en junio de 2001 con la creación de la Organización de Cooperación de Shangai: un foro permanente de cooperación económica y seguridad militar suscrito por China, Rusia, Kazajstán, Kirguizistán y Tayikistán. China realizó una jugada estratégica adicional en el primer semestre de 2001: proveer a los armenios de armamento estratégico y poner una sombra de incertidumbre sobre los acuerdos de Estados Unidos con Azerbaiyán y el oleoducto transcaucásico hacia el Mediterráneo (Wall Street Journal, octubre de 2001). Sin embargo, el nuevo régimen prooccidental en Kabul así como los nuevos emplazamientos militares de Estados Unidos en Asia Central han dislocado lo que emergía como la alianza más estable para la reconstrucción de la región.
Para concluir con esta lectura latinoamericana de la guerra de Asia Central, es necesario recuperar de nuestra propia experiencia histórica el hecho de que las intervenciones militares estadounidenses, desde la ocupación de Cuba en 1898 hasta la guerra sucia contra Nicaragua en los ochenta del siglo XX, nunca han devenido en estabilidad con desarrollo. En su carácter depredador llevan su penitencia. En el caso de Asia Central, la nueva guerra imperial del siglo XXI, parece remoto que su objetivo sea garantizar una gobernabilidad estable a partir de una reconstrucción económica y social de la región. En realidad, como lo demuestra el escándalo del mamut empresarial tejano de energía y servicios, Enron, en el que también está envuelto el gobierno de Bush, uno y sólo uno es el resorte de su estrategia global: preservar la tasa de ganancia de las grandes corporaciones estadounidenses, sea estafando a pequeños inversionistas de Wall Street o incinerando aldeas en Afganistán.
Si consideramos que ni siquiera los magros 20 millones de dólares para combatir la hambruna, requeridos por la Cruz Roja, están llegando al nuevo gobierno de Kabul, mucho menos los 100 mil millones de dólares que requerirían los gobiernos del área para tener una posguerra estable. En realidad, el gobierno de Estados Unidos está montando una réplica burda de los programas de asistencia para el desarrollo y colaboración militar, cuyos desastrosos resultados conocemos de sobra en América Latina. Muchas de las alianzas estadounidenses en la región han sido construidas a espaldas de los pueblos, con los viejos autócratas reconvertidos de la extinta URSS. Pero de una manera vaga, entre segmentos de la propia población, existe la expectativa de un salto a la modernidad acompañada de los cañones del Pentágono. Si las expectativas de una ayuda abundante de Estados Unidos se ven frustradas, el desaliento y el rencor volverán a emerger, así como el repudio a la presencia militar estadounidense en la zona. La dialéctica del orden neocolonial, tantas veces repetida en América Latina, es muy probable que se reproduzca ahora en las montañas de Asia Central.[6]
De hecho, la recomposición de las alianzas en la región no deja de ser un primer efecto colateral no deseado por el Departamento de Estado. La virtual conversión de Pakistán en el jenízaro de Estados Unidos ha llevado al mayor acercamiento en la historia contemporánea de India y China. La presencia del Premier chino Zhu Rongji en Nueva Delhi, en el curso del invierno 2001-2002, abre las puertas para una intensa colaboración de las dos naciones en áreas estratégicas de desarrollo tecnológico, pero sobre todo, la posible recomposición, por el sur, de lo perdido por el Foro de Shanghai en el norte, con la posible incorporación de India. También el propio Irán emerge como un potencial nuevo miembro.
La presencia militar de Estados Unidos en la región y el regreso de los anglosajones al Asia Central, después de medio siglo de haber sido expulsados por la resistencia anticolonial de Gandhi, tienen también otro efecto colateral aún más importante, que no ha sido del todo ponderado por la estrategia global de las corporaciones en su afán de eludir el descenso de su rentabilidad: la existencia de bases estadounidenses en una región la abre a la red de información y resistencia popular mundial. La ocupación neocolonial del espacio de Asia Central inaugura, de manera involuntaria, un gran foro para las atrocidades y agravios cotidianos que sufren los pueblos de las distintas naciones sometidas a la nueva "pax americana". Todo ello en condiciones en las que el debilitamiento del integrismo conservador y sus guardianes de la conciencia crea el almácigo para una secularización acelerada de sociedades hasta ahora herméticamente aisladas de toda ilustración en el sentido jacobino del término. No tardaremos en observar el ascenso del islamismo laico en contra de la voluntad divina del imperio. Rebelión contra la injusticia y resurgimiento cultural han sido los ingredientes de todo proyecto alternativo. Que no quepa duda: el viejo topo tejerá nuevas cuevas, mucho más profundas y radicales, que el nihilismo primario pregonado por la teología medieval en Asia Central.
Notas:
[1] |
El diseño de las Torres Gemelas fue concebido en la primera mitad de la década de los sesenta por el genio de la arquitectura Minoru Yamasaki. La obra comenzó en el año de 1966. Simultáneamente al inicio de la construcción, en el mismo año de 1966, la empresa Xerox introdujo el Magnafax Telecopier, aparato que revolucionaría la arquitectura de los negocios, dado que se trataba del primer equipo portátil (¡pesaba tan sólo diecisiete kilos!) para la transmisión de documentos a distancia desde cualquier línea telefónica. La transmisión de una carta tomaba seis minutos. Se trataba de un salto decisivo en la manera de distribuir información a distancia. Su difusión fue rápida. En 1973 ya existían 30 mil aparatos; y en 1983, el número de faxes en Estados Unidos era ya de 300 mil. Pero el gran salto se dio en los ochenta, antes de la difusión del Internet. Ya para 1989, el fax era la pieza fundamental en los negocios en Estados Unidos. En ese año existían 4 millones en operación. La arquitectura de las Torres Gemelas fue, por tanto, una arquitectura de los negocios previa al desarrollo de las grandes innovaciones en las telecomunicaciones. Por ello, además de concentrar a miles de personas en un lugar, el equivalente para el trabajo administrativo del capital financiero de las grandes fábricas para el capital productivo, las instalaciones de las Torres Gemelas ya no reunían, para los empresarios del siglo XXI, los siete requisitos básicos de un edificio inteligente, a saber: nuevos materiales en su construcción, automatización integral de su operación, eficiencia en el uso de energéticos, adaptabilidad a un bajo costo, diseño ecológico interno, intercomunicación y, last but not least, máxima predicción/máxima prevención (Smithsonian Magazine, 2000). La concentración de miles de trabajadores de los datos, prodaters, en los grandes edificios era un riesgo para la propia gobernabilidad capitalista en su operación cotidiana, que exige descentralización de las operaciones e información compartimentada (Velasco, 1998). |
[2] |
Estamos ante el correlato militar de la subsunción del mundo, de la tierra toda, al capital. Diversos especialistas han señalado cómo la guerra de Afganistán es la expresión de un salto de calidad en el monopolio de la violencia unilateral por parte de imperialismo estadounidense: en los diez años que preceden al nuevo siglo los estadounidenses concentraron 38% del gasto militar en el mundo -más que los siguientes diez países- en la escala mundial. Pero no sólo es un problema de montos absolutos sino de las características específicas de dicho gasto militar. Mientras buena parte del gasto militar del resto de los países se destina para librar las batallas del siglo pasado, Estados Unidos concentra ahora 80% de las aplicaciones militares de las nuevas tecnologías de la guerra. Ello se refleja en la reducción al mínimo de las bajas estadounidenses en los recientes combates. La utilización militar de las nuevas tecnologías de la información les permite poseer un poder letal que ningún ejército había antes poseído (Erikson, 2001: p. 30). |
[3] |
"El islamismo llegó al Asia Suroriental en forma muy parecida a la de las religiones de la India, esto es, por las rutas comerciales [...] Los árabes llegaron a China probablemente a fines del siglo IV. Para esa época ya había un establecimiento árabe en Cantón. Cuando Marco Polo visitó Sumatra en 1292, encontró el islam bien establecido en Perlak [...] Hacia fines del siglo XV el islamismo se había extendido por Borneo y las islas Célebes hasta Filipinas. Para cuando los españoles llegaron había varios principados musulmanes en Filipinas, especialmente en Mindanao y en las islas Sulu. Los puertos de Java, Borneo y Manila llegaron a ser puertos de comercio árabe, y también desde una fecha temprana realizaban un considerable tráfico comercial entre Sumatra y Madagascar" (Villiers, 1973: p. 217). |
[4] |
El propio presidente del Banco Mundial declaró el 13 de octubre del 2001: "El único mundo en que vivimos es tan interdependiente, que la pobreza de otro continente, a miles de kilómetros, puede significar la muerte de los que viven en países desarrollados [...] Hemos creado una inmensa angustia y desolación en la comunidad islámica. Hemos abusado abrumadoramente del islam, una civilización que aportó a la globalización de su época, y a la civilización europea, la astronomía, la filosofía y las matemáticas" (World Bank, 13 de octubre de 2001). |
[5] |
Como lo señala Colloti Pischel en relación a la revolución agraria en China: "El objetivo que debía proponerse la revolución agraria era la eliminación completa del viejo orden rural [...] La lucha de clases debería concentrarse contra los grandes terratenientes y notables, cuya posición debía ser quebrantada para siempre [...] La ley agraria de septiembre de 1947 no tocaba a los pequeños campesinos prósperos que cultivaban directamente sus tierras" (Colloti Pischel, 1976: p. 217). Según los datos de Angus Maddison, en el curso de 1949 a 1950 se repartieron 45 millones de hectáreas, junto con aperos agrícolas y establos, beneficiando a 60% de los hogares campesinos (Maddison, 1995: p. 70). |
[6] |
6 La información sobre el plan de ayuda diseñado para Afganistán en el Foro de Tokio del invierno del 2002 muestra la avaricia con la que opera el imperio a la hora de la "reconstrucción". La ayuda establecida tiene una orientación precisa: favorecer el restablecimiento de la infraestructura requerida por el capital transnacional. Su monto, en el caso de Estados Unidos tan sólo por 296 millones de dólares, está muy lejos de la propuesta de las Naciones Unidas de un primer paquete de 10 mil millones de dólares. Aunque el total de las contribuciones pudieran aumentar por encima del billón de dólares (denominación anglosajona) durante el primer año (2002), el gran problema reside en que muchos de esos recursos se tendrán que utilizar para limpiar las tierras de minas antipersonales y para pagar la burocracia del nuevo gobierno de Kabul ("Money Can Not Buy Afghanistan Prosperity", Asian Times Analysis Department).
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