Chiapas
13


Raúl Zibechi
Poder y representación: ese estado que llevamos dentro

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Presentación

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La crisis actual en la Argentina: entre la dolarización, la devaluación y la redistribución del ingreso

Edur Velasco Arregui,
Asia Central en el siglo XXI y los movimientos de larga duración en la economía mundial

Enrique Rajchenberg,
La rebelión de la memoria. Entrevista con Mauricio Fernández Picolo

Myriam Amparo Espinosa,
Contraste entre miradas colonizadoras y subalternas sobre el Plan Colombia

José Seoane,
Crisis de régimen y protesta social en Argentina


DEBATE

Raúl Zibechi,
Poder y representación: ese estado que llevamos dentro

Ana Esther Ceceña, Adriana Ornelas y Raúl Ornelas,
No es necesario conquistar el mundo, basta con que lo hagamos de nuevo nosotros hoy

Jérôme Baschet,
¿Los zapatistas contra el imperio? Una invitación a debatir el libro de Michael Hardt y Toni Negri


PARA EL ARCHIVO

II Foro Social Mundial de Porto Alegre:

Argentina

Claudia Korol,
Las palabras nuevas de los piqueteros

Cachito,
Los hijos del Cordobazo. Crónica desde el Gran Buenos Aires

León Rozitchner,
Los campos floridos de la Argentina


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Estaría bien repensar nuestra metáfora de la transición,
ya que desde finales del siglo XIX hemos estado
enredados en un seudodebate sobre los caminos evolutivos
al poder frente a los revolucionarios. Ambos lados fueron
y siempre han sido en esencia reformistas porque
ambos creyeron que la transición es un fenómeno
que puede controlarse. Una transición controlada y
organizada tiende a implicar cierta continuidad de
explotación. Debemos perder el miedo a una transición
que toma el aspecto de derrumbamiento, de desintegración,
la cual es desordenada, en cierto modo puede ser anárquica,
pero no necesariamente desastrosa. Las "revoluciones"
incluso pueden ser "revolucionarias" en la medida en
que promuevan tal derrumbamiento. Las organizaciones
pueden ser esenciales para abrir camino, pero es poco
probable que puedan edificar la nueva sociedad.


Immanuel Wallerstein, Marx y el subdesarrollo


Es difícil encontrar militantes del movimiento popular que sigan actuando de igual manera a como hemos actuado treinta o cuarenta años atrás. Una mirada a la mayoría de los movimientos que luchan en nuestro continente, sobre todo los más vigorosos, permite concluir que los cambios en cuanto a los patrones de acción social son bastante profundos, al punto que contrastan vivamente con la oleada anterior, en particular la que se registró entre los sesenta y los setenta.

Sin embargo, mientras la práctica cotidiana se ha ido modificando, las ideas sobre la estrategia revolucionaria, los métodos de lucha, las formas de organización y los llamados "objetivos finales" siguen todavía demasiado encadenadas a tesis teóricas generales no contrastadas con la realidad. Quiero decir con esto que nuestra actividad práctica es más avanzada que nuestras ideas. Esta división entre acción y reflexión contribuye a aumentar los ya de por sí elevados niveles de confusión que existen en un periodo de transición como el actual.

Podríamos optar, como se señala en el Manifiesto comunista, por dejarnos guiar por la práctica real del movimiento social y deducir de ella nuestras ideas, que no serían más que "la expresión de conjunto de las condiciones reales de una lucha de clases existente, de un movimiento histórico que se está desarrollando ante nuestros ojos".

La reflexión crítica y autocrítica de la práctica en nuestros movimientos es más enriquecedora que la repetición de "tesis" y "principios" supuestamente derivados de los clásicos del socialismo. Quienes pensamos que el capitalismo está agotando su tiempo histórico, sellado no tanto por abstractas "leyes universales" sino por la mucho más concreta insubordinación de los pueblos, vivimos la angustia de ver a los movimientos de la clase obrera adoptar con frecuencia caminos y estilos que refuerzan el sistema. Para que la sociedad que suceda al capitalismo sea más justa y no se limite a mantener o aun agravar las desigualdades, es menester que nuestros movimientos sean capaces de encontrar en sus prácticas cotidianas formas de relación entre sus integrantes (y con la naturaleza) que sean a la vez negación del sistema actual y prefiguración del nuevo. Es lo que nos enseñan el movimiento zapatista, el de los Sin Tierra, el movimiento indígena ecuatoriano: los que podemos tomar como referentes en esta etapa del camino.

Para quienes procedemos de la tradición marxista, el desafío es doble, puesto que, como apunta John Holloway, los marxistas hemos enfocado tanto la dominación que no encontramos las palabras para hablar de la resistencia. En los hechos, nos está resultando muy difícil romper con el preconcepto burgués que dice que "el capitalismo se tiene que analizar desde arriba, a partir del movimiento del capital y no a partir del movimiento de lucha contra el capital" (Holloway, 1997: p. 112).

Cambio de época

El movimiento social actual, en nuestro continente, es heredero del que nació entre los años treinta y cuarenta, cuando emergió el sindicalismo de masas sobre las ruinas del viejo sindicalismo de oficios. Aunque buena parte de las organizaciones populares actuales nacieron en los dos últimos decenios, las continuidades se encuentran sobre todo en el terreno de la cultura social y política. Vivimos en un periodo de transición: las viejas organizaciones, sobre todo las grandes centrales sindicales, ya no ocupan un lugar de preeminencia en las luchas sociales, salvo en unos pocos países; pero las formas de acción y de pensamiento de los nuevos movimientos y organizaciones siguen siendo en gran medida prisioneras de los estilos del periodo anterior.

El movimiento obrero y popular se afianzó cuando crecía la industria de sustitución de importaciones y se desarrollaba el estado del bienestar. Ésta fue la característica principal de nuestras sociedades capitalistas dependientes en el medio siglo previo al ascenso del neoliberalismo; lo que las diferenció de las sociedades agroexportadoras del siglo XIX y comienzos del XX y también de la sociedad excluyente y productora de marginados de los noventa.

El desarrollo industrial, basado en la gran fábrica y la producción en masa, supuso el desarraigo de millones de trabajadores, a través de la migración más o menos forzada de sus comunidades, pueblos y barrios. La violencia que supuso amontonarlos en enormes factorías y convertirlos en apéndices de las máquinas fue compensada con la seguridad en el puesto de trabajo y el aumento de los salarios más bajos. El estado se convirtió en garante de la reproducción de una fuerza de trabajo disciplinada, generalizando las instancias disciplinadoras y de control (desde la escuela y el cuartel hasta la vacunación obligatoria y el censo), y a través del fomento de contratos por tiempo indefinido, con salario mínimo y toda una serie de prestaciones sociales que buscaban tanto apaciguar rebeldías como fijar al obrero al nuevo despotismo fabril.

Los sindicatos de masas cumplieron con cierta eficiencia el rol asignado de controlar a los trabajadores y, muy en particular, evitar las formas "salvajes" e informales de resistencia, apelando incluso a métodos policiales cuando era necesario. La institucionalización del convenio colectivo legitimó al sindicato ante los obreros, pese a que ataba el aumento de salarios al incremento de la productividad. En sentido estricto, y observando el panorama continental, éste fue un comportamiento "sistémico"; el rol del sindicato no dependió, en última instancia, de las corrientes políticas que dominaban la estructura sindical (desde las diversas variantes de nacionalismo hasta las diversas variantes de izquierdismo). Con esto quiero decir que el reconocimiento del nuevo sindicalismo por el estado y los patrones era parte de un juego mucho más vasto: la inclusión del movimiento sindical en el sistema como engranaje del pacto obreros-patrones-estado, estrechamente vinculado al proceso de sustitución de importaciones, la soberanía nacional y el estado benefactor.

El sindicalismo dejó de poner en cuestión la organización técnica del trabajo, los tiempos y ritmos de producción, para concentrarse en la lucha salarial, para cuya negociación necesitaba revestirse de la legitmidad de la representación. Ésta fue una de las mayores debilidades del nuevo movimiento, que contrasta con el primer movimiento obrero, conformado por artesanos y obreros de oficios, que disputó al capital el poder en el seno del taller.

En este periodo, la clase obrera compensó su debilidad en la fábrica, que significó una verdadera derrota, con estrategias fuera de la fábrica (aunque mantuvo permanentes luchas "implícitas" en torno a los ritmos de trabajo).[1] La concentración de la producción en grandes unidades fue la respuesta del capital al primer movimiento obrero. En este punto, quiero destacar que la concentración y centralización del capital no es tanto una "ley" económica sino la respuesta de una clase a la amenaza de otra. Fue el triunfo del primer movimiento obrero el que llevó a los capitalistas a establecer alianzas, entrelazar sus capitales y unirse, para enfrentar a los poderosos sindicatos de oficios, cosa que los capitales individuales ya no podían hacer.

El abandono de la lucha por la organización del trabajo por el movimiento sindical tuvo repercusiones de largo aliento: significó la aceptación de las jerarquías en la fábrica y en el proceso productivo, a la vez que la internalización de la dominación robustecía las jerarquías sociales en general. Las estructuras materiales de la dominación en el trabajo (taylorismo, por ejemplo) no van separadas de las estructuras simbólicas de la dominación. Fue en este periodo cuando el movimiento obrero dejó de luchar contra el estado, pero también contra sus manifestaciones en la salud, la educación, el ocio y la cultura; la sociabilidad y la cultura obreras se disolvieron con la misma facilidad que el poder del obrero de oficio en el taller. En consecuencia, durante todo un primer periodo, que abarca hasta la década del sesenta, las jerarquías sociales, sindicales y culturales, así como el patriarcado, se vieron fortalecidas.

Una primera forma de compensar la debilidad en el taller, sobre todo luego de la imposición de la "organización científica del trabajo" (taylorismo y fordismo), fue la creación de grandes sindicatos por ramas. La organización del conjunto de los asalariados más allá de sus categorías y oficios, que conformó un verdadero frente social, fue la respuesta obrera a la alianza entre los patrones. La creación de estas grandes instituciones le otorgó a la clase obrera un enorme poder político; en adelante, en particular en las democracias representativas, los partidos tuvieron que preocuparse por contar con el apoyo o la neutralidad de los sindicatos.

La segunda estrategia obrera fue la territorialización. Las grandes fábricas dieron pie a grandes concentraciones de población, habitualmente en la periferia de las grandes ciudades. En todo el mundo, allí donde hubo industria, se formaron territorios obreros que con los años se convirtieron en verdaderos baluartes de clase, espacios de socialización en los que se fraguaron identidades que crecieron desde lo local hasta lo nacional. Estos espacios fueron claves para desarrollar la autonomía de la clase obrera; en ellos se crearon una visión propia del mundo, fueron verdaderas retaguardias en los combates sociales y políticos, espacios en los que "poco a poco se instaurará un sistema local de contrahegemonía obrera, en conexión con la gran industria" (Lojkine, 1988: p. 68).

Estas comunidades obreras tuvieron la capacidad de integrar en su seno y moldear la identidad de los inmigrantes así como de la familia obrera, con base en una suerte de consenso ideológico en el que jugaban un papel determinante las continuidades: laborales y profesionales, espaciales, de formas y expectativas de vida. El consenso ideológico, social y cultural que se experimentaba en las comunidades obreras conformaba un fenómeno de hegemonía que se traducía en lo político en delegación de poder al partido y al estado nacional (Castoriadis, 1979: p. 76).

La expansión y el fortalecimiento de los estados nacionales los convirtió a la vez en blanco y punto de apoyo para la movilización social, al estructurar las relaciones entre los ciudadanos y entre ellos y los gobernantes, y crear las condiciones (a través de la expansión de los medios de comunicación, la creación de una opinión pública y el surgimiento de una ciudadanía) para que los trabajadores pudieran entrar en contacto entre sí, "comparar su situación con las de circunscripciones más favorecidas y encontrar aliados" (Tarrow, 1997: p. 23). Estos aspectos crearon las condiciones para que amplias camadas de trabajadores pudieran visualizarse como una clase obrera única, poniendo por delante los rasgos que tenían en común frente a aquellos que los separaban.

En tercer lugar, este nuevo movimiento desarrolló formas de acción distintas. La huelga, el boicot y el sabotaje fueron sustituidos por la negociación, con el estado como árbitro, la presión, a través de la movilización de masas organizadas y ordenadas y, sólo en última instancia, la huelga que habitualmente culminaba en negociación.

La existencia de grandes masas afiliadas llevó necesariamente a la formación, por elección o cooptación, de una capa de dirigentes especializados en la negociación con patrones y estados y en la administración de esas enormes instituciones. El surgimiento de grandes, medianas o pequeñas burocracias no fue una desviación, sino el resultado normal de la existencia de organizaciones de masas que había que dirigir. Los vínculos de identidad y pertenencia se debilitaron y se fortalecieron los instrumentales (aunque esto fue compensado a nivel de comunidad obrera, donde la identidad y autonomía siguieron funcionando). El sindicato, o la organización obrera, dejó de ser un fin en sí mismo y se convirtió en un medio para conseguir objetivos materiales. La legitimidad de los nuevos sindicatos pasó a depender de su capacidad en el terreno reivindicativo y, muy en particular, salarial. De esta manera el sindicato dejó de ser un espacio de construcción de identidad y autonomía.

El problema es que esta relación instrumental no puede sino distanciar al trabajador de su organización, que es percibida a partir de ese momento como una herramienta, y por tanto exterior a él, y autonomizar a los representantes de los representados (Catalano, 1993). Esta disociación fue parte del papel que jugaron los sindicatos como reguladores del sistema. La escisión entre trabajadores y representantes sindicales, entre dirigentes y dirigidos, fue la otra cara de la división entre acción reivindicativa y acción política. O sea, entre clase y partido. Estas divisiones calaron tan hondo que se convirtieron en un lugar común, y hoy resulta muy difícil removerlas. Todas ellas llevan consigo una profunda carga de baja autoestima del trabajador, que lo lleva a depositar en "los que saben" toda una serie de cuestiones decisivas (desde la negociación y la gestión del sindicato hasta la administración del estado), mientras se concentra en el trabajo fabril parcelado.

Para el obrero de filas, atomizado en un trabajo repetitivo y alienante, que lo divide a su vez en cuerpo y mente, trabajo intelectual y manual, estas sucesivas delegaciones de poder en sus representantes fueron, en última instancia, formas de interiorización del estado. Así como el esclavo interiorizó al amo, lo que originó el miedo a la libertad, el obrero interiorizó el estado, y ello generó el miedo al desamparo, porque el eje organizador de su vida pasó a estar fuera de él (ya se trate del obrero individual o colectivo). El obrero de oficio ordenaba su vida y su trabajo; como autodidacta se alfabetizaba y aprendía su oficio; como obrero manual e intelectual determinaba los modos y los ritmos de un proceso de trabajo que dominaba y controlaba de principio a fin.

La representación, en el mundo del trabajo, aparece ligada al fenómeno del obrero-masa. Surge de la decisión de dejar al patrón la organización del trabajo, los ritmos y los modos operarios, con la ilusión de compensar la enajenación y la alienación fuera del trabajo y en el terreno material-salarial. Esa ilusión, de neto corte positivista, hizo nacer un sindicalismo corporativo y economicista, porque es imposible contrarrestar el abandono de la lucha por controlar la producción en cualquier otro terreno. Contra esas disociaciones alienantes, en particular contra el trabajo repetitivo y alienante, se levantaron los obreros industriales en los sesenta.[2]

Estado, partido, sindicato son tres ejes organizadores asentados en la misma lógica. La representación, y los representantes, forman parte de ese mundo que empezó a resquebrajarse con el fin del desarrollo nacional. El miedo a la falta de estado y el miedo a la falta de representación nos hace sentirnos desnudos, huérfanos. ¿Podríamos siquiera imaginar que se trata de una ventaja? Las preguntas se acumulan: ¿quién se va a preocupar de nuestras necesidades vitales ahora que no hay estado del bienestar? ¿Quién nos va a proteger? ¿Quién se va a hacer cargo de representarnos, ahora que nuestro mundo es tan fragmentado y diverso?

Aunque en muchos países los sindicatos de masas fueron en un primer momento instituciones que buscaron controlar a la clase obrera, delimitando y constriñendo su accionar, con el tiempo fueron "tomados" por los trabajadores que terminaron por imponer sus intereses y su propia visión del mundo, aun sin tener que pasar necesariamente por la sustitución de las viejas dirigencias. En muchos países y regiones, los sindicatos fueron la institución a través de la cual se manifestó un movimiento social más amplio que el estrictamente obrero fabril, encarnando al pueblo trabajador en general.

Estos grandes sindicatos, vinculados a grandes fábricas enclavadas en barrios y ciudades obreras, fueron los canales a través de los cuales se plasmaron buena parte de las insurrecciones de los años sesenta y setenta. Quiero decir que eran más que sindicatos, o algo distinto al sindicato tradicional: la expresión, más o menos directa, más o menos distorsionada, de la comunidad obrera. Y esto fue así porque, a diferencia de lo sucedido con el primer movimiento obrero, ahora el sindicato pasó a ocupar un lugar central en el mundo de los trabajadores (en parte por su poderío material, en parte por el reconocimiento y protección estatal-patronal). En el periodo anterior no hubo ninguna institución "central", sino una constelación de mutuales, sociedades de socorros mutuos, bibliotecas obreras, ateneos, etcétera, de la cual los sindicatos de oficio formaban parte pero sin eclipsar al resto.

Las insurrecciones obreras de los sesenta y setenta desbordaron los estados nacionales. Los golpes de estado y las dictaduras fueron las respuestas más elementales del capital, mientras preparaba otras más de fondo. La mundialización o globalización no es el resultado de nuevas tecnologías que cayeron del cielo, sino el fruto de la victoria obrera que desbordó los estados nacionales. Así como la lucha del primer movimiento obrero colapsó al capitalista individual obligándolo a aliarse para no sucumbir, la rebelión obrera de los sesenta desbordó los estados nacionales dando pie a esta nueva forma de dominación. Hay quienes van más lejos y aseguran que vivimos la "disolución del estado-nación" (Negri, 2001). En todo caso, parece evidente que las luchas obreras en torno al 68, llamadas también "revolución mundial del 68", fueron decisivas en este proceso de quiebre del modelo taylorismo-industrialización-estado benefactor.

El resultado es que el capital "saca" sus centros de decisión fuera de los estados-nación, los sitúa en un nivel "global" y deja en cada país enclaves neocoloniales (en forma de "cities") que manejan los asuntos locales-nacionales. Junto a eso, desterritorializa la producción, levanta las industrias de los barrios-bastiones proletarios y las traslada a otras zonas sin tradición obrera, sin cultura obrera ni experiencia organizativa. Puede ser China, Tailandia o cualquier ciudad de provincia. El asunto es que vacía los enclaves obreros. Un investigador-militante boliviano define así al nuevo obrero que busca el capital:

El "moderno" trabajador y proletario boliviano es abrumadoramente joven, con una elevada proporción femenina, desindicalizado, con débil experiencia organizativa propia, en constante competencia interna y continua rotación en los puestos de trabajo. Colectivamente no sólo carece de una estabilidad que le permita fácilmente prever su porvenir como obrero o asalariado, sino que además, en términos productivos, es un trabajador atravesado por múltiples identidades correspondientes a los oficios simultáneos que tiene que cumplir (comercio, trabajo agrícola, transporte, microempresa, etcétera), o a la elevada tasa de movilidad laboral que da pie a un tipo de nomadismo social moderno [García Linera, 1999: p. 202].

Piénsese en la diferencia entre este tipo de obrero y el viejo minero boliviano, que vivía con su familia pegado a la mina, que en su vida cotidiana se vinculaba con otros mineros en espacios de socialización controlados por ellos, con sus propios medios de comunicación (las famosas radios mineras), una identidad común, una forma similar de ver el mundo y de pararse en la sociedad. En cada uno de nuestros países encontraremos ejemplos similares. Lo que debemos rescatar, es que ésta fue la respuesta del capital al desborde obrero; un desborde a escala mundial (ver Wallerstein, 1996). Y, de paso, no idealizar aquel mundo obrero que, junto a todas las maravillas que contenía, convivía con opresiones terribles, en particular de las mujeres, los jóvenes y los niños, pero también las que generaban los caudillos sindicales que eran correas de trasmisión del partido, del estado o de ambos a la vez. Ese mundo no va a volver. Lo hemos enterrado nosotros.

El rey desnudo

Ciertamente, este desborde del proletariado tiene varias facetas, desde la neutralización de las formas de organización del trabajo y control de los obreros (taylorismo y fordismo, pero también de todas las instituciones de encierro, desde la fábrica a la escuela) hasta la amenaza directa al poder de las clases dominantes. También aquí, en cada país, encontraremos ejemplos en el periodo que va de 1968 a mediados de los setenta (quizá el Cordobazo y las revueltas de los mineros bolivianos sean los casos continentales más significativos).

Pero las luchas de esos años desbordaron también las estructuras patriarcales, aunque esta conclusión requiere una mirada más afinada, menos superficial y, sobre todo, capaz de iluminar las capas subterráneas de la vida cotidiana y de las luchas sociales. Fue un desborde encabezado por las mujeres, que terminaron por desbaratar la familia patriarcal; por los jóvenes, que neutralizaron el autoritarismo en escuelas, fábricas y universidades, y un largo etcétera que minó la autoridad e incluso la legitimidad de los estados. El desborde de la organización popular patriarcal (cuyo modelo fue la central sindical hipercentralizada y jerárquica) fue un proceso más lento, pero íntimamente ligado al anterior, que a menudo no pasó por enfrentamientos directos, sino por el vaciamiento de las instituciones tradicionales para crear otras, inspiradas en lógicas más horizontales y participativas.

Desde el punto de vista del desarrollo nacional, la insurgencia obrera afectó la forma de acumulación del capital, que se vio trabada y hasta bloqueada. El capital decidió curarse en salud levantando el grueso de las fábricas instaladas en las zonas más conflictivas, a la vez que flexibilizó las relaciones laborales. El fin del desarrollo liquidó el mediocre estado benefactor, que no incluía a amplios sectores de obreros rurales, campesinos y pobres urbanos, excluidos del pacto obreros industriales-empresarios-estado. La doble insurgencia, la de los obreros fabriles "incluidos" contra sus condiciones de trabajo en el taller y la de los "excluidos", terminó por desbordar el binomio desarrollo nacional-estado benefactor.

Mal haríamos en lamentarnos de este triunfo. Al perder el estado benefactor y quedarnos sin fábricas, el dominio del sistema quedó desnudo, sin nada para ofrecer a las "clases peligrosas". ¿Cómo puede sostenerse y cuánto puede durar un sistema que no ofrece trabajo ni protección a las mayorías, un sistema que ya no puede integrarlas y domesticarlas?

El binomio desarrollo nacional-estado benefactor consiguió diluir las "dos naciones": en vez de un mundo obrero separado del mundo burgués, nacieron naciones homogéneas, o así fueron vividas por buena parte de los trabajadores. Fue la forma como la burguesía consiguió neutralizar la rebelión de los oprimidos. O, dicho de otro modo, fue la forma de legitimar la dominación.

Sin la posibilidad de neutralizar e integrar a las clases obreras, la política de derechos y libertades no tiene sentido para la burguesía, sobre todo en el tercer mundo. En su lugar, la clase dominante no tiene más remedio que controlar a los trabajadores por la fuerza. Por eso, finalizado el periodo del desarrollo nacional y el estado benefactor, asistimos a la creciente militarización de las democracias y a su vaciamiento de contenido, tanto por la vía del control social duro (gatillo fácil y guetización de los pobres), como del control más difuso (a través del discurso y del imaginario social).

Pero no es sólo el dominio del capital el que quedó al desnudo. También lo están nuestras viejas estrategias, centradas en la estatalidad: la centralidad de la política de tomar el estado, de dirigirse hacia o contra el estado para resolver los problemas de los oprimidos. Esa estrategia en dos pasos (tomar el poder y luego transformar la sociedad) está íntimamente relacionada con la política de la representación, de la delegación en el partido, en el dirigente, etcétera, que era el verdadero encargado de gestionar los cambios. La división que hemos anotado entre dirigentes y dirigidos, vinculada a la existencia del obrero-masa, esa división que lleva a poner fuera del taller el elemento ordenador de la vida del obrero, tiene su correlato en la política centrada en la toma del poder. Aquí también el cambio está fuera, en otro lado, no parte del obrero en su lugar de trabajo y de vida, sino en otro lugar, en el sitio donde los representantes deciden.

Para la toma del poder, el movimiento social tuvo que dotarse de una organización centralizada y unificada. De esta forma, el movimiento popular acompañó y acompasó la concentración del poder en los estados con la propia concentración del poder en la cúpula del movimiento obrero. Fue un pésimo negocio. Convirtió a las organizaciones que se suponía debían luchar por la emancipación en rehenes, en fotocopias del mundo que querían combatir. De esta forma, se introdujeron en el seno del movimiento liberador la misma lógica y las mismas instancias aniquiladoras de la autonomía que son hegemónicas en el mundo de los opresores. Y eso, tarde o temprano tenía que volverse contra nosotros. Y se volvió.

Por eso la estrategia menos revolucionaria es la de cambiar el mundo desde el poder; porque la disposición de fuerzas necesarias para la toma del poder es la negación del cambio que queremos, supone eternizar dirigentes en las alturas, exacerba la contradicción entre dirigentes y dirigidos, en vez de diluirla. Ésta es una nueva ley de hierro de las revoluciones, avalada por todo un siglo de experiencias nefastas. Si algo demuestra el siglo XX, es que es posible derrotar, incluso militarmente, a los opresores. Sólo se trata de persistir y esperar el momento. Pero el siglo pasado pone de relieve la imposibilidad de avanzar desde el poder hacia una sociedad nueva.

El estado, como señala Wallerstein, puede ayudar a las élites a prosperar aún más o a los pueblos a vivir un poco mejor. Pero no sirve para mucho más, no sirve para transformar el mundo. No olvidemos que el estado benefactor paralizó a la clase obrera y la despolitizó. El papel que le atribuimos al estado debe ser revisado.

Un mundo nuevo

Ahora no vamos a hacer un ejercicio teórico de cómo podría construirse una nueva representación o, mejor aún, como sería un mundo en el que no fuera necesario para el movimiento social contar con algún tipo de representación político-institucional. Mejor, veamos qué están haciendo los movimientos sociales más avanzados del continente: los Sin Tierra, los zapatistas, los indígenas ecuatorianos, los "guerreros del agua" cochabambinos. Veamos:

  1. El arraigo del movimiento en espacios, la territorialización, es un rasgo común a todos ellos. A esta situación se va llegando por diferentes caminos. Indígenas que recuperan tierras usurpadas, Sin Tierra que establecen asentamientos. En diez años (1986-1996), el MST estableció 1 564 asentamientos que abarcan casi cinco millones de hectáreas. Este caso es notable, puesto que el proceso comenzó de cero, a diferencia de los pueblos indígenas que siempre tuvieron tierras bajo su control. En Brasil hay ahora cientos de "islas" controladas por los Sin Tierra, unidas por la organización del movimiento (Mançano, 1996).

    En Ecuador, el proceso fue muy distinto: la presión de los indígenas llevó a la reconstrucción de "territorios étnicos". En el último siglo y medio, los indios ecuatorianos de la sierra se han reagrupado, como forma de revertir la derrota que significó la conquista. Fue un movimiento silencioso y subterráneo, de larga duración, para revertir la dominación y recrear en esos espacios la organización comunal, base de su proyecto histórico y de su supervivencia. Esta larga y densa experiencia es una de las claves del potencial actual del movimiento indígena ecuatoriano, entre otras razones, porque sus territorios y su organización social no están construidas a imagen y semejanza del estado: lo niegan al desarrollar un sistema de poder interno comunalizado, acentuando así su autonomía del estado nacional (Valarezo, 1993: pp. 188 y ss).

    Estas experiencias son para el resto del movimiento social desafíos de primer orden. Enseñan cómo transitar de las organizaciones como espacios de lucha y resistencia, de socialización política incluso, hasta la territorialización de nuestras luchas, pasando por la ocupación del espacio público y su conversión en espacios de lucha y resistencia.

    Sin este paso, es imposible sostener luchas de largo aliento. Es en esos espacios donde se dan las condiciones para el surgimiento de una nueva subjetividad, ya que se crean espacios multidimensionales: de comunicación e intercomunicación que habilitan la elaboración de nuevas matrices discursivas; el surgimiento de una cultura nueva, intersubjetiva, donde conviven múltiples identidades; espacios, en fin, en los que se afianza un sujeto social que en sus prácticas de vida cotidiana construye ya los elementos de la nueva sociedad (educación y salud, producción y distribución). Son espacios de identidad y autonomía.

  2. La lucha por la autonomía y la soberanía tiene varias facetas. Por un lado, los movimientos luchan por ser verdaderamente independientes de los estados y los partidos. En ocasiones llegan a acuerdos puntuales con gobiernos nacionales, provinciales o municipales, pero no ponen en cuestión su autonomía. Además, buscan evitar la dependencia de los partidos, en particular de aquellos que sienten como más cercanos. Los Sin Tierra nunca se subordinaron al PT y en algunos estados o municipios apoyan a otros partidos en las elecciones. En Ecuador, el movimiento llegó a crear su propia estructura electoral para llenar el vacío existente. En todo caso, nunca actúan como "correas de trasmisión" de los partidos y siempre buscan mantener un espacio propio fuera del alcance de la influencia exterior.

  3. No se limitan a exigirle al estado el cumplimiento de sus "obligaciones", saben que el estado no los considera ni los toma en cuenta, salvo cuando provocan una situación de desestabilización general que no sólo altera el orden público, sino que pone en peligro la continuidad de la dominación. Renunciaron a "sensibilizar" a los gobernantes. No piden, exigen.

    Ésta es otra de las diferencias notables con el movimiento obrero tradicional, que disolvió sus poderes de base, en particular en el lugar de trabajo de donde emanaban el resto de sus poderes, para sustituirlos por una política de derechos.[3] Así, llegamos a una situación en que los ciudadanos son sujetos de "derechos" pero no tienen poder para hacerlos cumplir, son "ciudadanos siervos".

    En este sentido, los movimientos indígenas llevan la delantera, puesto que no mendigan derechos ante los estados. Son los propios movimientos los que procuran resolver todo lo relacionado con la salud y la educación, pero también con la producción y la distribución. Esto los lleva a convertirse en movimientos integrales, no ya corporativos o sectoriales, que buscan mejoras como el salario, o ciertas cuestiones parciales como la vivienda, etcétera. Esto lo pueden hacer porque se asientan en territorios propios, porque se organizan de una forma no estatal (comunitaria) y porque no tienen relaciones de dependencia como las salariales.

    No dependen del patrón ni del estado y aunque están en una sociedad dominada por el mercado y los monopolios, en cada territorio organizan la vida, la producción, la salud, la educación, el cuidado de los niños, etcétera, como ellos quieren. Esto afirma su autoestima y su autonomía, les da una enorme fuerza estratégica; la fuerza de la alternativa al sistema. En este punto, la vulnerabilidad del obrero industrial es doble: depende del salario y, además, el sistema destruyó las "condiciones domésticas de la reconstitución de su fuerza de trabajo", al arrancarlo de la vida semirrural en la que conseguía buena parte de sus medios de subsistencia de una forma no mercantil (Coriat, 1982: pp. 62-64). En adelante, sólo podrá sobrevivir adquiriendo mercancías. Por el contrario, los pueblos indígenas, los Sin Tierra, los regantes de Cochabamba y a veces los nuevos pobres urbanos (Villa El Salvador en Lima, quizá algunas villas del Gran Buenos Aires) son capaces de sobrevivir con base en lo que ellos mismos producen o intercambian.

  4. Los sujetos sociales no se construyen de un día para el otro. Es un proceso que demanda tiempo y un trabajo de "liberación interior". Éste es un proceso consciente y permanente. Consiste en emanciparse de las dependencias, las obediencias ciegas y toda forma de subordinación y opresión con las que convivimos, a menudo de forma inconsciente, en la vida cotidiana y en nuestros movimientos.

    La experiencia indica que las más de las veces reproducimos las numerosas opresiones que sufrimos. Un sujeto social no puede afirmarse como tal sin trabajarlas, sin quitarles el velo y luchar en lo cotidiano para superarlas. La liberación exclusivamente exterior es una utopía insana, además de una imposibilidad total. Éste fue el mensaje de Marcos cuando le dijo a Juan Gelman: "No nos preocupa el enemigo, nos preocupa cómo vamos a definir una nueva relación entre compañeros" (Gelman, 1996). Y esto no depende del poder estatal ni de las armas.

    Un sujeto emancipador no podrá darse en una organización que tenga una distribución de los poderes idéntica o similar a la del estado, la empresa capitalista o el patriarcado. La forma piramidal (organización centralizada y unificada) anticipa que desde ya estamos construyendo una sociedad que, aunque lleve diferentes etiquetas, será casi una reproducción de la actual. La centralización y unificación eran necesarias para la toma del poder, pero siempre fueron un obstáculo para transformar el mundo. Fue la forma de interiorizar el estado en el movimiento social. Llegó el tiempo de trabajar en sentido inverso, aunque esto nos dará menos visibilidad, crearemos organizaciones menos previsibles y seguramente más inestables. No es un precio a pagar, sino un camino a transitar: aprender a convivir con la incertidumbre.

    Sin adelantar modelos organizativos, podemos alentar la experimentación, la horizontalidad y la revocabilidad de los cargos. La democracia directa parece insustituible, aunque insuficiente. A lo largo de la historia moderna, siempre que las sociedades ingresaron en procesos de actividad revolucionaria crearon formas de democracia directa.

    En el caso del viejo movimiento obrero, se produjo un hecho dramático que terminó por minarlo desde dentro: la aceptación de la dominación del patrón-capital en el proceso de trabajo, al admitir la organización del proceso productivo y las jerarquías que se derivaban de él, promovió la interiorización de las estructuras simbólicas de dominación. Esta enajenación en el proceso de trabajo genera hábitos jerárquicos y de sumisión que nos remiten directamente al caudillismo sindical y político y a las estructuras verticales.

    Una vez más son los movimientos indígenas los que nos enseñan el camino: las luchas para construir y reconstruir sus culturas fueron la clave para avanzar en los demás terrenos. La construcción de un sujeto social parte de lo cultural, de la reapropiación de la cultura popular, enajenada o alienada por la interiorización de los valores del enemigo. El dirigente de la CONAIE ecuatoriana, Luis Macas, reflexiona sobre el proceso organizativo de los pueblos indígenas:

    Un aspecto que posibilitó la constitución de las organizaciones fue el proceso de la educación intercultural bilingüe, proceso que hizo penetrar y trascender todas las nacionalidades. Si bien la educación bilingüe no ha logrado cumplir con sus objetivos, es importante resaltar que contribuyó para crear y recrear la identidad y cultura de los diferentes pueblos [Macas, 2000].

    Para los indígenas la lucha por la reapropiación de su cultura supuso combatir su folklorización por el estado y el mercado, una pelea durísima contra quienes pretendían apropiarse de su lengua para destruirla, al punto que una de las primeras reivindicaciones en Ecuador fue la expulsión del Instituto Lingüístico de Verano, impulsado por el imperialismo.

    Este proceso de desprenderse de las ataduras internas es lo que le permite al grupo social convertirse en sujeto. Es un proceso lento, doloroso, autoeducativo, que supone hurgar en los hábitos y en el inconsciente. La lucha del movimiento de mujeres contra el patriarcado es un buen ejemplo de las dificultades que entraña este proceso, ineludible por otro lado.

De la forma estado a la forma multitud

Sólo es representable lo que está ausente. En el sindicalismo de masas, y en las democracias representativas, no hay sujetos o, dicho de otro modo, los sujetos tienen un rol pasivo, lo que es un sinsentido. La representación sólo puede entenderse como alienación de los representados en los representantes. Sin embargo, y esto ya lo advertía Castoriadis, la democracia directa que permitió gobernar una ciudad como Atenas, con treinta mil habitantes, no puede funcionar en sociedades de millones como las nuestras. Junto a eso, sostenía que la representación es un principio ajeno a la democracia.

El problema de la representación se sitúa en otro terreno. Sucede algo similar a lo que comentábamos respecto a la política de "derechos". El asunto es que la clase obrera disolvió, en un largo proceso de casi un siglo, sus poderes de base: primero, su poder en el taller; luego, su poder general como clase al adherirse a partidos nacionalistas o de izquierda y a funcionarios estatales encargados de gestionar sus intereses. Con los años, quedamos desnudos en la base y dependiendo por arriba de las transas entre dirigentes que no responden a sus bases. Y éste me parece el punto fundamental: que los dirigentes sean controlados por las bases, que respondan ante ellas y puedan ser revocados cuando ellas lo decidan. Acercarnos lo más posible a situaciones como la que se vivió durante la insurrección de abril en Cochabamba, cuando los dirigentes se convirtieron apenas en "transmisores".

Pero para poder controlar a los representantes tienen que existir bases capaces de hacerlo, comunidades obreras y populares reales, que funcionen, que existan a través de las luchas y la movilización. Comunidades de base que no sólo se expresen en los días de manifestación o en las "fechas patrias" del movimiento obrero. Estas comunidades (y uso el término en su sentido laxo, no sólo organizativo, sino de pertenencia e identidad) deben existir en la vida cotidiana, en la cual moldearán los hábitos y costumbres de la gente. En concreto, hablamos de un modo de relacionarse distinto, en el cual el colectivo de base no es un medio sino un fin en sí mismo, no está mediatizado por el mercado ni por los medios, y se basa en relaciones cara a cara, interpersonales y horizontales. Son, por lo tanto, relaciones de vecindad, las que surgen de compartir un mismo espacio y un mismo tiempo. No vamos a inventar estas comunidades; si existen es porque surgieron de la vida cotidiana y se hunden en ella.

Si estas comunidades de base existen, entonces podemos empezar a hablar de trabajar en terrenos más "altos", que son en realidad más "bajos", porque la soberanía está siempre en la base. Las comunidades son la expresión descentralizada y unitaria (no unificada) de la cultura y la sociabilidad obreras, las células de la identidad popular. Pueden ser barriales o incluir circunscripciones más amplias. Pueden abarcar incluso a ciudades enteras, así sean pequeñas, como General Mosconi o Cochabamba. Esto, insisto, si ese nivel existe, y si no existe hay que trabajar urgentemente por crearlo.

Aquí surge otro problema. Las comunidades no son representables en el sentido tradicional. No se las puede sustituir. Son articulables con otras comunidades o con otras organizaciones sociales o populares porque la soberanía no es alienable en ninguna persona o institución. En Ecuador, los parlamentos provinciales o cantonales son el espacio de articulación de los movimientos locales y de una provincia. Algo similar sucedió con el movimiento del agua de Cochabamba o con el Congreso Nacional Indígena de México.

Si todo este entramado existe (organizaciones de base permanentes tipo comunidad, articulaciones más complejas y diversas a escalas intermedias), entonces ese movimiento puede decidir, cuando el poder estatal convoca elecciones, llevar a sus "representantes" y refrendarlos con su voto. Hasta ahí llegamos. ¿Es poco? Es una forma seria y prudente de actuar, que pone cada cosa en su lugar. Sabemos que desde la maquinaria del estado ni nuestros mejores representantes van a cambiar las cosas que no seamos capaces de cambiar en la base.

Si en la base no somos capaces de producir de forma alternativa, organizar el cuidado de las personas y su aprendizaje de forma diferente a la actual, distribuir los productos y los bienes de manera equitativa, en suma autogestionar nuestras vidas, ningún decreto del gobierno más avanzado lo va a resolver por nosotros.

Sin duda, queremos que quienes manden sean lo más afines a nuestros proyectos e ideas. Queremos que no nos aniquilen, que no nos asesinen y que nos permitan usar lo más ampliamente posible las libertades que hemos conquistado. Por eso, si el estado está en peligro de caer en manos de grupos fascistas, debemos hacer todo lo posible por impedirlo, incluso participando en las elecciones, de forma directa o en apoyo a los grupos más afines. Pero sabemos que ahí, en esa cancha, en ese espacio, no se juega lo central de nuestro futuro. En ese terreno no vamos a poner nuestras mejores fuerzas porque sabemos que lo que ahí se juega, habitualmente, no es decisivo desde el punto de vista de cambiar el sistema. Y eso vale tanto para la vía electoral como para la insurreccional. Para el acceso al gobierno como para la conquista del poder. Más de un siglo de experiencias avalan esto.

El poder del estado no es el único poder existente. "Los elementos del verdadero poder político se encuentran esparcidos en muchos lugares", asegura Wallerstein, quien a la vez estima que si se pudiera cuantificar, el poder estatal seguramente representaría menos de la mitad de la concentración del verdadero poder de la economía-mundo (Wallerstein, 1998: p. 41). Va más lejos y sostiene, como lo comprenden cada vez más sociólogos, historiadores y pensadores afines al movimiento popular, que el poder radica en los movimientos, ya que tienen la capacidad de vetar, desorganizar y controlar los mecanismos de reproducción del sistema. Algunas de estas características, como el poder de veto, las ejerce ya el movimiento indígena ecuatoriano.

De modo que en adelante tendremos que pensar que la toma del poder es apenas una táctica, un medio más de maniobra, pero no ya el objetivo final, la meta a la que debemos llegar. Esa meta no existe. Estamos acostumbrados a pensar a la manera bíblica: la revolución, la liberación, es un sitio al que se llega, una suerte de oasis al que arribamos luego de una larga y penosa travesía. Llegamos y ahí está el mundo nuevo. Ahora sabemos que ese mundo no depende de decretos ni de leyes ni de la aplicación de programas prefijados. No se trata de la reforma agraria ni de la expropiación de los medios de producción, aunque estas cuestiones estarán sin duda presentes, sino de algo mucho más grande: "Encontrarnos en un terreno nuevo", como dice Marcos. En suma, que los seres humanos nos relacionemos de otra manera y, por lo tanto, que nos relacionemos de otra manera con la naturaleza.

No se trata de buscar alternativas en la salud por un lado, en la educación por otro, en la producción y en la distribución. Se trata de aprender a relacionarnos de otra manera, ir más allá de la clásica relación dirigentes-dirigidos, trabajo intelectual-trabajo manual, los que toman las decisiones y los que las ejecutan. Y cuando aprendamos a relacionarnos de esa otra forma, sin opresión ni dominación, habremos resuelto los problemas de la salud, de la educación, de la producción y la distribución, ya que en el fondo todos ellos están atravesados y bloqueados por el problema de la concentración del poder (en el médico, el docente, el capitalista, etcétera). Y también habremos resuelto los desafíos que supone la representación, que está también vinculada a la distribución del poder. El movimiento de mujeres y el indígena nos enseñan que esto es posible y que no pasa por la conquista del poder estatal, sino por algo mucho más difícil: fundar una cultura del no-poder, de la difuminación del poder o de la transformación del poder-dominación en poder-capacidad. Mientras trabajamos en esta dirección podemos conceder algún tipo de representación política para seguir adelante, sabiendo que se trata de un problema apenas táctico.

Aquí tenemos un inmenso deber como movimiento social: crear un imaginario del cambio social que no pase por la toma del poder, por la llegada al "oasis socialista". No es sencillo, puesto que el imaginario popular histórico, de por lo menos dos mil años, va en esa dirección. Además, el imaginario revolucionario lo reafirma. Cerramos los ojos y estamos viendo la toma de la Bastilla, la entrada de los obreros armados al Palacio de Invierno, la entrada de Fidel en La Habana. Son hechos heroicos, pero el cambio social cotidiano carece aún de ese imaginario, pese a que "nuevamente" Marcos se empeña en trasmitirnos relatos sencillos, de la vida de todos los días, profundamente conmovedores, que representan cambios de fondo.

Propongo ahora tomar otro camino. Preguntarnos de dónde viene esa urgencia o esa preocupación por la representación política de los movimientos sociales. Y luego pensar qué significa, si tiene aspectos positivos y aspectos negativos. Parto de la base de que la representación es un problema y un desafío, que sitúa mal el problema porque lo coloca precisamente en un terreno que no es el nuestro, en un espacio-tiempo marcado por el enemigo, al cual habitualmente decidimos asistir en forma acrítica o presionados por nuestros propios éxitos.

Eso no es ninguna casualidad, se debe a que en ese espacio-tiempo dominado por lo institucional, lo electoral y la delegación de poderes, son hegemónicas las formas y los modos de las élites. En ese terreno, se disuelven las identidades trabajosamente labradas en el llano; se achatan las diferencias éticas y morales en el ruido y el colorinche de la pantalla de tevé; la información satura y sustituye a las ideas. La gente deja de pensar, ya que la mente no trabaja con información, sino con ideas. En suma, en ese terreno se disuelve el conflicto social, y nosotros no somos nada sin la conflictividad social, en su más variada expresión, desde la calle y la barricada hasta el debate y la reflexión.

Todo esto lo sabe el sistema y busca llevarnos a ese terreno. Busca demostrar que somos buenos para luchar y para demandar, pero malos para formular alternativas y para administrar. Todo esto no tiene demasiada relación con los medios, aunque los medios influyen. La clave está en los imaginarios sociales y en los espacios en los que se juega.

Los movimientos más sólidos y más sabios han sabido eludir estos terrenos peligrosos. Los Sin Tierra ni entran en el tema. Ahí está el PT que se ocupa de todo lo institucional y electoral. Ellos a lo sumo manifiestan su apoyo, con mayor o menor entusiasmo, pero mantienen los espacios separados. Es una suerte que en Brasil exista un movimiento social fuerte y maduro, y un partido surgido del movimiento social que parece comprenderlo.

En otros sitios las cosas son más complejas. La CONAIE ecuatoriana decidió apoyar la creación del movimiento Pachacutik, que viene trabajando la cuestión institucional y electoral. Luego de algunos años de experiencias, algunas muy malas, decidieron concentrarse en el nivel municipal. Hoy cuentan con un buen puñado de alcaldes indios que forman parte del movimiento y sus cargos sirven como apoyos valiosos.

Pero lo más importante que ha conseguido el movimiento ecuatoriano, y de alguna manera el zapatismo, es la creación de formas de representación del movimiento social creando una institucionalidad propia, distinta y separada de la del estado. Se trata de los parlamentos populares, municipales, provinciales, regionales y, en ocasiones, de escala nacional. Son espacios de articulación de los movimientos, espacios en los que confluyen el movimiento indígena, el de los trabajadores y obreros, los estudiantes, las amas de casa, los pobladores. Son organismos de debate y de decisión, hacen las veces de poder ejecutivo y legislativo. No es tan importante quiénes van, sino lo que debaten y acuerdan. La lógica comunitaria del consenso se aplica en ellos con las variantes necesarias, ya que son organismos que pueden funcionar sólo ocasionalmente.

Un sujeto social capaz de combatir en todos los terrenos debe ocupar en algún momento el espacio público. Es la "forma multitud", la que se manifestó en abril de 2000 en Cochabamba, en los levantamientos ecuatorianos, en la marcha a Brasilia de los Sin Tierra, en la Marcha Federal y en algunas grandes concentraciones zapatistas (Gutiérrez, García y Tapia, 2000). Mientras la muchedumbre no tiene relación de pertenencia ante ninguna estructura organizada, ni se identifica con una realidad territorial, étnica o laboral, la forma multitud se asienta en una red territorial que puede, además, articular a un conjunto de estructuras locales o barriales, de forma flexible, en torno a objetivos comunes.

La muchedumbre puede ser manejada por el caudillo, puede ser conducida como masa amorfa y desconvocada por el mismo caudillo cuando lo crea conveniente. O bien su energía se agota imprevistamente. Por el contrario, en las marchas de los Sin Tierra o en la ocupación de Cochabamba y en los piquetes, vemos que cada grupo se integra en la multitud sin perder sus características diferenciadoras, participa con las banderas y emblemas que lo distinguen y con sus propias autoridades, que suelen marchar a la cabeza del grupo. En la "forma multitud" no hay fusión, sino suma, no masa sino arcoíris.

La multitud no puede ser representada. Puede reconocer dirigentes, más por cuestiones morales y éticas que por el simple ejercicio de poder, ya que aquí los poderes no están depositados allá arriba sino que están difuminados en un conjunto descentralizado. El Cordobazo fue un buen ejemplo de multitud articuladora, durante el viejo movimiento obrero.

La "forma multitud" tiene una enorme ventaja: no es maleable, sólo es autoconvocable luego de largos debates que suelen incluir acuerdos en forma de consenso. Cada uno acude después de haber participado en un proceso previo de toma de decisiones. Por lo tanto, hay toda una red de instancias de participación y toma de decisiones que hacen muy complejo saltarse los procedimientos establecidos por la costumbre instituida por el sujeto social. Esto es lo que hace que nuestro mundo, el mundo de los movimientos sociales, sea tan difícil, tan complejo y lento, tan sujeto a tiempos que no son los tiempos del sistema ni de los medios. Nuestro mundo es tan complejo, por diverso y contradictorio, que a veces nos exaspera. Pero, cuanto más complejo es un movimiento, más resistente es a las agresiones, mejor se adapta a los cambios. Es más difícil manipularlo, sobre todo por parte de los partidos que están a la caza del voto o esperando manipularlo para sus objetivos particulares.

La "forma multitud" semeja así una red de redes, una estructura rizomática, seguramente caótica para el observador desprevenido o para los burócratas del orden. Pero, como en la vida misma, la creatividad social no nace del control y la dominación, sino de un cierto "ruido", el que produce la multitud en movimiento: incierta, imprevisible, "una estructura de acción social con un denso orden autónomo, aunque inmanejable por el orden estatal y sus mecanismos de normalización disciplinaria" (Gutiérrez, García y Tapia, 2000: p. 159). De ese caos saldrá un orden, no sabemos cuándo ni cómo; un orden que podemos contribuir a que sea más justo, solidario y libre. Una de las condiciones es ayudarlo a nacer, aunque a veces no comprendamos exactamente hacia dónde se encamina. Debemos desde ya renunciar a dirigir a la multitud, desistir de la tentanción de ser su vanguardia o representarla. Renunciemos a actuar como estado. Trabajemos por disolver la forma estado en nuestra imaginación y en los movimientos sociales. Podemos elegir el camino de dialogar con la multitud, cooperar y acompañarla desde el respeto. No es poco. La autonomía tiene una condición que los seres humanos, sobre todo en la actividad política, nos resistimos a admitir: la autolimitación.


Notas:

[1]

El concepto de luchas implícitas está desarrollado en la obra de Cornelius Castoriadis. "La lucha implícita e ‘informal’ de los obreros que combaten contra la organización capitalista de la producción significa ipso facto que los obreros oponen a ésta, y realizan en los hechos, una contraorganización sin duda parcial, fragmentaria e inestable, pero no menos efectiva, sin la cual no sólo no podrían resistir a la dirección, sino que ni siquiera podrían realizar su trabajo" (Castoriadis, 1979: p. 69).

[2]

Para un análisis general del proceso, ver Benjamín Coriat, "La organización científica del trabajo hecha pedazos", El taller y el cronómetro, cap. 8, Siglo XXI, México, 1982. Para el caso de un país capitalista dependiente, Argentina por ejemplo, ver James P. Brennan, "La fábrica, el sindicato y el nuevo trabajador industrial" y "Trabajo y política en Córdoba", El Cordobazo, cap. 3 y 10, Sudamericana, Buenos Aires, 1996.

[3]

Pietro Barcellona sostiene: "La política de los derechos es un débil sustitutivo de la disolución de la tradicional solidaridad de clase y de las relaciones sociales basadas en la familia; y, en definitiva, neutraliza la necesidad de solidaridades nuevas y de espacios y lugares distintos para reconstruir relaciones interpersonales de tipo ‘comunitario’" (Barcellona, 1996: p. 108).



Bibliografía

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Revista Chiapas
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http://membres.lycos.fr/revistachiapas/
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2002 (México: ERA-IIEc)


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